lunes, 3 de noviembre de 2014

La mujer que quiso ser feliz

Me dicen mis tías que Blandina era una mujer hermosa, de mucho carácter. Me cuentan que toda su vida luchó para ser feliz y que nunca lo logró. Son ellas las que me narran su historia porque yo no la conocí.
Blandina Montecchiari era la madre de mi abuelo Mario Cippitelli, mi bisabuela. Murió mucho antes de que yo hubiera nacido. Blandina nació un 28 de enero de 1888 en Macerata, un hermoso pueblo ubicado en el centro-este de Italia y fue una de los seis hijos que tuvo el matrimonio integrado por Pacífico Montecchiari y Palma Bonci. Cuando todavía era muy joven conoció a Samuel Cippitelli, oriundo del mismo pueblo, un tipo mayor que ella y con cierto estatus dentro de la pequeña sociedad. El quedó deslumbrado desde el primer momento que la vio e hizo todo lo que tenía a su alcance para conquistarla. Le habló de América, de un país llamado Argentina que todo el mundo decía que era hermoso. Le explicó lo lindo que serio conocer aquel lugar en el que estaba todo por hacer y al que llegaban gentes de todos los rincones del mundo. En América comenzaban a llegar las primeras oleadas de inmigrantes y, con el correr de los años, Italia sería uno de los países que más población aportaría para el crecimiento del nuevo continente. Nadie sabe si Blandina y Samuel se casaron enamorados. Probablemente ella haya estado deslumbrada con ese hombre tosco y retacón (ella le llevaba más de una cabeza) ante la posibilidad de que la sacara de Italia y la llevara a la Argentina de la que tantos hablaban. Mis tías dudan al respecto. Los relatos sobre el posible viaje de Samuel a la Argentina estaban bien fundados. El ya trabajaba en el ferrocarril y tenía una gran posibilidad de que lo trasladaran a Buenos Aires para seguir con esa tarea en la empresa de capitales ingleses. Cuando él finalmente le propuso el viaje –y el casamiento- ella no lo pensó demasiado. En esa época para una joven era prácticamente imposible embarcarse sola en semejante aventura. Si lo hacía tendría que contar con recursos económicos que no los tenía. La única posibilidad de dejar el pequeño pueblo medieval era con la ayuda de alguien. Y ella había encontrado ese alguien.

Argentina
El Buque Moselle arribó con el joven matrimonio un 9 de abril de 1899, procedentes del puerto de Génova. Buenos Aires ya era una ciudad bella y en pleno crecimiento. El puerto tenía una actividad intensa. Llegaban barcos de todas latitudes y el comercio era vertiginoso. Las casas altas comenzaban a imponerse sobre las pequeñas edificaciones con un estilo francés, delicado y de buen gusto. Sin embargo, Blandina y Samuel decidieron seguir viaje hasta Bahía Blanca, un pueblo portuario que entonces también albergaba a miles de inmigrantes de todo el mundo. En esta ciudad Blandina tuvo a Mario Cippitelli, un bebé sietemesino, tras un complicado parto que la tuvo a maltraer desde su gestación. Mario heredó los rasgos de su madre, sus ojos y el cabello. Su piel blanca, tan típica de los gringos que habitaban aquella lejana Macerata. Tras los primeros años de convivencia, la relación entre Samuel y Blandina ya no era la misma que cuando se conocieron. Probablemente el mal carácter del hombre y aquel real desamor hayan sido uno de los motivos más determinantes a la hora de explicar el por qué el rechazo que sentía Blandina. Todos los testimonios familiares sostienen que Samuel efectivamente tenía muy mal genio. Casi insoportable. Y que ella estaba arrepentida de haberse casado con él. Sin embargo, dos años después, nació Euro, pero en la ciudad de Mendoza, lugar donde el matrimonio había decidido ir a vivir, pero que no los albergó mucho tiempo ya que un par de años después se dirigieron finalmente hasta San Juan. Samuel compró un lote en pleno centro, frente a las vías del ferrocarril -su lugar de trabajo- y allí construyó la casa familiar. Se dice que la puntualidad de los trenes ingleses era tan estricta que los vecinos del barrio no tenían necesidades de usar reloj. Cada vez que pasaba un tren a la mañana temprano y hacía sonar el silbato, la gente sabía con exactitud qué era la hora de levantarse. San Juan era una ciudad linda que recién comenzaba a crecer. Los inviernos eran benignos y los veranos, aun con aquellas temperaturas ardientes, tenían la magia que regalaban las noches estrelladas al lado de la precordillera de los Andes. Los quehaceres domésticos y la crianza de sus dos pequeños hijos ocupaban todo el tiempo en la vida de Blandina que –pese a las bondades que le ofrecía la vida- seguía cada vez más distanciada de su marido. Ella había logrado llegar finalmente a la Argentina, pero no era feliz. Y durante su descanso siempre pensaba en lo mismo: por qué había aceptado la propuesta de un hombre que apenas conocía y que, indudablemente, no amaba. Cierto día, probablemente después de una acalorada discusión, Blandina tomó la decisión que había estado madurando durante mucho tiempo. Sin que nadie lo supiera, tomó a sus dos hijos y se fue a Buenos Aires para luego volver a su Macerata natal. Otra aventura para desandar el camino que había iniciado llena de ilusiones, pero esta vez con dos chicos para criar.

Tiempos de guerra
Pero a su regreso lo que menos encontró fue comprensión por parte de su familia. “Una mujer debe estar con su marido”, fue la sentencia de su madre, Palma Montecchiari, cuando Blandina regresó al hogar y desconsolada intentó explicar su desdicha y su decisión de volver a Italia. A principios del siglo XX, una mujer podía vivir sola con sus dos hijos, pero únicamente si era una viuda. El divorcio en Italia o en cualquier parte del mundo era impensado y quien contraía matrimonio debía hacerlo para toda la vida, fuese feliz o no. La decisión de Blandina de abandonar a Samuel había sido demasiado audaz para una joven de esa época y la sentencia familiar era clara. Tenía que regresar a la Argentina a vivir con su marido. Otra opción no había. Sin embargo, los tiempos políticos que se vivían en el mundo influirían en la vida y el futuro de Blandina, mucho más de lo que ella se hubiera imaginado. A poco de su llegada a Italia, el asesinato del archiduque de Austria-Hungría, Francisco José, ocurrido en Sarajevo, desató la Primera Guerra Mundial, un acontecimiento inesperado que a Blandina le traería tiempo a su favor, pero también miseria y desesperación. Cuando Italia ingresó formalmente a la escalada de violencia todo el pueblo tuvo que ponerse a disposición del país y su Ejército. Blandina ocupaba una humilde vivienda junto a sus dos hijos en la que tenía una pequeña porción de tierra que cultivaba con dedicación. Era la única forma que tenía para sobrevivir y alimentar a los chicos ante la escasez de alimentos que había. En ese patio sembró trigo y otros productos para poder sobrellevar la hambruna, aunque nada era suficiente. Durante las noches, sabiendo que el Ejército pasaba por cada casa -humilde o no- en busca de colaboración de alimentos, Blandina ponía hojas de diario debajo del trigo y sacudía las espigas con cuidado para que alguno de los granos cayeran sobre ese papel y así podía esconderlas para cuando llegaran los soldados y “cosecharan” el resto. En esos tiempos, Blandina trabajó como colaboradora en el hospital atendiendo heridos y conociendo de cerca el horror de la guerra. Vio la sangre y la muerte de hombres jóvenes que no tenían demasiadas chances de sobrevivir en tiempos en los que no existían antibióticos, ni anestesias. Siempre que podía, concurría a la cocina del hospital de donde se guardaba un par de papas u otras verduras para poder llevar a su casa y darle de comer a sus hijos. Durante varios años, vivió de esa manera: criando a los chicos y tratando de sobrevivir, sabiendo que en algún momento debía cumplir con el mandato familiar para volver a la Argentina. Y sufriendo la contradicción de que cuando terminara la guerra sería más infeliz. Eso ocurrió el 11 de noviembre de 1918.

El regreso
Un par de años después de finalizada la guerra, cuando los países recién comenzaban a recuperar sus economías y los pueblos volvían a su vida normal y pacífica, Blandina volvió a embarcarse con sus hijos rumbo a la Argentina para reencontrarse con su esposo, aunque muy a su pesar. Tanto Mario como Euro se habían criado prácticamente en Italia y pocos eran los recuerdos que tenían de su tierra natal. En rigor, los dos chicos eran tan italianos en su aspecto y su lenguaje que sus compañeritos del Colegio Nacional de San Juan se burlaban de ellos y los llamaban despectivamente “gringos”, por sus cabellos rubios casi blancos y, en el caso de Mario, por sus ojos celestes. A cada grito de “gringo”, los hermanos Cippitelli estallaban furiosos y les contestaban: “¡Siamo argentini e tenemo la papeleta!”, tratando de explicar que en efecto ellos habían nacido en el país y podían demostrarlo con sus documentos de identidad. Samuel recibió a Blandina con la frialdad del caso y ella lo aceptó con resignación, aunque sabiendo que nunca sería feliz. Así y todo, crió a sus dos hijos y con el correr del tiempo vio como se hicieron hombres respetables y honorables de la sociedad sanjuanina. Euro fue un reconocido docente y en el caso de Mario, quien también ejerció la docencia, llegó a ser intendente del municipio de Rivadavia por la Unión Cívica Radical, en los tiempos en que los cargos públicos no eran rentados y los funcionarios cobraban solamente el sueldo de sus profesiones u oficios. Cuando Mario y Euro se casaron y formaron una familia, Blandina hizo un último intento para irse de su hogar, habida cuenta que los hijos ya no vivían allí y en la casa sólo quedaban Samuel y ella. Así, apareció un día pidiendo asilo en la casa de su hijo mayor, Mario, quien ya tenía dos hijos (Héctor y Edith). Pero para su desdicha, a los pocos días llegó a la misma casa Samuel con sus pertenencias, para seguir a su indómita mujer. La forzada convivencia del matrimonio no duró mucho. En 1947 Blandina enfermó de cáncer y luego de dolorosos e invasivos tratamientos, murió varios meses después cuando apenas tenía 59 años. Todos la lloraron, incluido Samuel que pese a tantos rechazos estaba realmente enamorado de su mujer. Blandina Montecchiari de Cippitelli fue mi bisabuela, madre de mi abuelo Mario Cippitelli y abuela de mi papá Héctor Cippitelli. Documentos históricos y testimonios familiares ayudaron a reconstruir la historia de esta mujer rebelde, pero de mirada serena, que pasó gran parte de su vida tratando de ser feliz.