Me dicen mis tías que Blandina era una mujer hermosa, de mucho
carácter. Me cuentan que toda su vida luchó para ser feliz y que nunca
lo logró. Son ellas las que me narran su historia porque yo no la
conocí.
Blandina Montecchiari era la madre de mi abuelo Mario Cippitelli, mi
bisabuela. Murió mucho antes de que yo hubiera nacido. Blandina nació un
28 de enero de 1888 en Macerata, un hermoso pueblo ubicado en el
centro-este de Italia y fue una de los seis hijos que tuvo el matrimonio
integrado por Pacífico Montecchiari y Palma Bonci. Cuando todavía era
muy joven conoció a Samuel Cippitelli, oriundo del mismo pueblo, un tipo
mayor que ella y con cierto estatus dentro de la pequeña sociedad. El
quedó deslumbrado desde el primer momento que la vio e hizo todo lo que
tenía a su alcance para conquistarla. Le habló de América, de un país
llamado Argentina que todo el mundo decía que era hermoso. Le explicó lo
lindo que serio conocer aquel lugar en el que estaba todo por hacer y
al que llegaban gentes de todos los rincones del mundo. En América
comenzaban a llegar las primeras oleadas de inmigrantes y, con el correr
de los años, Italia sería uno de los países que más población aportaría
para el crecimiento del nuevo continente. Nadie sabe si Blandina y
Samuel se casaron enamorados. Probablemente ella haya estado deslumbrada
con ese hombre tosco y retacón (ella le llevaba más de una cabeza) ante
la posibilidad de que la sacara de Italia y la llevara a la Argentina
de la que tantos hablaban. Mis tías dudan al respecto. Los relatos sobre
el posible viaje de Samuel a la Argentina estaban bien fundados. El ya
trabajaba en el ferrocarril y tenía una gran posibilidad de que lo
trasladaran a Buenos Aires para seguir con esa tarea en la empresa de
capitales ingleses. Cuando él finalmente le propuso el viaje –y el
casamiento- ella no lo pensó demasiado. En esa época para una joven era
prácticamente imposible embarcarse sola en semejante aventura. Si lo
hacía tendría que contar con recursos económicos que no los tenía. La
única posibilidad de dejar el pequeño pueblo medieval era con la ayuda
de alguien. Y ella había encontrado ese alguien.
Argentina
El Buque Moselle arribó con el joven matrimonio un 9 de abril de
1899, procedentes del puerto de Génova. Buenos Aires ya era una ciudad
bella y en pleno crecimiento. El puerto tenía una actividad intensa.
Llegaban barcos de todas latitudes y el comercio era vertiginoso. Las
casas altas comenzaban a imponerse sobre las pequeñas edificaciones con
un estilo francés, delicado y de buen gusto. Sin embargo, Blandina y
Samuel decidieron seguir viaje hasta Bahía Blanca, un pueblo portuario
que entonces también albergaba a miles de inmigrantes de todo el mundo.
En esta ciudad Blandina tuvo a Mario Cippitelli, un bebé sietemesino,
tras un complicado parto que la tuvo a maltraer desde su gestación.
Mario heredó los rasgos de su madre, sus ojos y el cabello. Su piel
blanca, tan típica de los gringos que habitaban aquella lejana Macerata.
Tras los primeros años de convivencia, la relación entre Samuel y
Blandina ya no era la misma que cuando se conocieron. Probablemente el
mal carácter del hombre y aquel real desamor hayan sido uno de los
motivos más determinantes a la hora de explicar el por qué el rechazo
que sentía Blandina. Todos los testimonios familiares sostienen que
Samuel efectivamente tenía muy mal genio. Casi insoportable. Y que ella
estaba arrepentida de haberse casado con él. Sin embargo, dos años
después, nació Euro, pero en la ciudad de Mendoza, lugar donde el
matrimonio había decidido ir a vivir, pero que no los albergó mucho
tiempo ya que un par de años después se dirigieron finalmente hasta San
Juan. Samuel compró un lote en pleno centro, frente a las vías del
ferrocarril -su lugar de trabajo- y allí construyó la casa familiar. Se
dice que la puntualidad de los trenes ingleses era tan estricta que los
vecinos del barrio no tenían necesidades de usar reloj. Cada vez que
pasaba un tren a la mañana temprano y hacía sonar el silbato, la gente
sabía con exactitud qué era la hora de levantarse. San Juan era una
ciudad linda que recién comenzaba a crecer. Los inviernos eran benignos y
los veranos, aun con aquellas temperaturas ardientes, tenían la magia
que regalaban las noches estrelladas al lado de la precordillera de los
Andes. Los quehaceres domésticos y la crianza de sus dos pequeños hijos
ocupaban todo el tiempo en la vida de Blandina que –pese a las bondades
que le ofrecía la vida- seguía cada vez más distanciada de su marido.
Ella había logrado llegar finalmente a la Argentina, pero no era feliz. Y
durante su descanso siempre pensaba en lo mismo: por qué había aceptado
la propuesta de un hombre que apenas conocía y que, indudablemente, no
amaba. Cierto día, probablemente después de una acalorada discusión,
Blandina tomó la decisión que había estado madurando durante mucho
tiempo. Sin que nadie lo supiera, tomó a sus dos hijos y se fue a Buenos
Aires para luego volver a su Macerata natal. Otra aventura para
desandar el camino que había iniciado llena de ilusiones, pero esta vez
con dos chicos para criar.
Tiempos de guerra
Pero a su regreso lo que menos encontró fue comprensión por parte de
su familia. “Una mujer debe estar con su marido”, fue la sentencia de su
madre, Palma Montecchiari, cuando Blandina regresó al hogar y
desconsolada intentó explicar su desdicha y su decisión de volver a
Italia. A principios del siglo XX, una mujer podía vivir sola con sus
dos hijos, pero únicamente si era una viuda. El divorcio en Italia o en
cualquier parte del mundo era impensado y quien contraía matrimonio
debía hacerlo para toda la vida, fuese feliz o no. La decisión de
Blandina de abandonar a Samuel había sido demasiado audaz para una joven
de esa época y la sentencia familiar era clara. Tenía que regresar a la
Argentina a vivir con su marido. Otra opción no había. Sin embargo, los
tiempos políticos que se vivían en el mundo influirían en la vida y el
futuro de Blandina, mucho más de lo que ella se hubiera imaginado. A
poco de su llegada a Italia, el asesinato del archiduque de
Austria-Hungría, Francisco José, ocurrido en Sarajevo, desató la Primera
Guerra Mundial, un acontecimiento inesperado que a Blandina le traería
tiempo a su favor, pero también miseria y desesperación. Cuando Italia
ingresó formalmente a la escalada de violencia todo el pueblo tuvo que
ponerse a disposición del país y su Ejército. Blandina ocupaba una
humilde vivienda junto a sus dos hijos en la que tenía una pequeña
porción de tierra que cultivaba con dedicación. Era la única forma que
tenía para sobrevivir y alimentar a los chicos ante la escasez de
alimentos que había. En ese patio sembró trigo y otros productos para
poder sobrellevar la hambruna, aunque nada era suficiente. Durante las
noches, sabiendo que el Ejército pasaba por cada casa -humilde o no- en
busca de colaboración de alimentos, Blandina ponía hojas de diario
debajo del trigo y sacudía las espigas con cuidado para que alguno de
los granos cayeran sobre ese papel y así podía esconderlas para cuando
llegaran los soldados y “cosecharan” el resto. En esos tiempos, Blandina
trabajó como colaboradora en el hospital atendiendo heridos y
conociendo de cerca el horror de la guerra. Vio la sangre y la muerte de
hombres jóvenes que no tenían demasiadas chances de sobrevivir en
tiempos en los que no existían antibióticos, ni anestesias. Siempre que
podía, concurría a la cocina del hospital de donde se guardaba un par de
papas u otras verduras para poder llevar a su casa y darle de comer a
sus hijos. Durante varios años, vivió de esa manera: criando a los
chicos y tratando de sobrevivir, sabiendo que en algún momento debía
cumplir con el mandato familiar para volver a la Argentina. Y sufriendo
la contradicción de que cuando terminara la guerra sería más infeliz.
Eso ocurrió el 11 de noviembre de 1918.
El regreso
Un par de años después de finalizada la guerra, cuando los países
recién comenzaban a recuperar sus economías y los pueblos volvían a su
vida normal y pacífica, Blandina volvió a embarcarse con sus hijos rumbo
a la Argentina para reencontrarse con su esposo, aunque muy a su pesar.
Tanto Mario como Euro se habían criado prácticamente en Italia y pocos
eran los recuerdos que tenían de su tierra natal. En rigor, los dos
chicos eran tan italianos en su aspecto y su lenguaje que sus
compañeritos del Colegio Nacional de San Juan se burlaban de ellos y los
llamaban despectivamente “gringos”, por sus cabellos rubios casi
blancos y, en el caso de Mario, por sus ojos celestes. A cada grito de
“gringo”, los hermanos Cippitelli estallaban furiosos y les contestaban:
“¡Siamo argentini e tenemo la papeleta!”, tratando de explicar que en
efecto ellos habían nacido en el país y podían demostrarlo con sus
documentos de identidad. Samuel recibió a Blandina con la frialdad del
caso y ella lo aceptó con resignación, aunque sabiendo que nunca sería
feliz. Así y todo, crió a sus dos hijos y con el correr del tiempo vio
como se hicieron hombres respetables y honorables de la sociedad
sanjuanina. Euro fue un reconocido docente y en el caso de Mario, quien
también ejerció la docencia, llegó a ser intendente del municipio de
Rivadavia por la Unión Cívica Radical, en los tiempos en que los cargos
públicos no eran rentados y los funcionarios cobraban solamente el
sueldo de sus profesiones u oficios. Cuando Mario y Euro se casaron y
formaron una familia, Blandina hizo un último intento para irse de su
hogar, habida cuenta que los hijos ya no vivían allí y en la casa sólo
quedaban Samuel y ella. Así, apareció un día pidiendo asilo en la casa
de su hijo mayor, Mario, quien ya tenía dos hijos (Héctor y Edith). Pero
para su desdicha, a los pocos días llegó a la misma casa Samuel con sus
pertenencias, para seguir a su indómita mujer. La forzada convivencia
del matrimonio no duró mucho. En 1947 Blandina enfermó de cáncer y luego
de dolorosos e invasivos tratamientos, murió varios meses después
cuando apenas tenía 59 años. Todos la lloraron, incluido Samuel que pese
a tantos rechazos estaba realmente enamorado de su mujer. Blandina
Montecchiari de Cippitelli fue mi bisabuela, madre de mi abuelo Mario
Cippitelli y abuela de mi papá Héctor Cippitelli. Documentos históricos y
testimonios familiares ayudaron a reconstruir la historia de esta mujer
rebelde, pero de mirada serena, que pasó gran parte de su vida tratando
de ser feliz.