martes, 15 de diciembre de 2015

Aquellas cartas a Papá Noel



Los años más felices de mi infancia fueron aquellos en los que creía en Papá Noel. Cada vez que llegaba la Navidad, me preparaba para la Nochebuena con un entusiasmo desbordante, contagiado por mi familia y todos los preparativos que se hacían para las fiestas de fin de año.
Desde que aprendí a leer y a escribir, lo más importante era redactar la carta en la que pediría mi regalo. Sería el contacto mágico de escribirle a Papá Noel, ese hombre que me deslumbraba cuando a la medianoche llegaba a mi casa con una bolsa llena de juguetes.
Mis padres me decían que venía en un trineo desde el cielo y, aunque nunca pude ver aquel aterrizaje increíble, yo me lo imaginaba igual. Creía verlo dirigiendo a los renos y soltando carcajadas al aire. Era algo maravilloso.
Mis preparativos navideños solían comenzar en los primeros días de diciembre cuando mi mamá me preguntaba si había pensado en algún regalo para pedirle. Si bien yo lo tenía decidido casi siempre, me gustaba hacer una visita a la juguetería para ver si había algo nuevo que me pudiera hacer cambiar de opinión. Entonces mi mamá me llevaba “solamente a ver” la vidriera o a consultar por tal juguete y cuánto costaba porque Papá Noel no podía gastar mucho en un solo regalo ya que tenía que atender a millones de chicos en el mundo.
Esa rutina era compartida por mis dos hermanos menores que también se maravillaban hipnotizados toda la oferta que había. Caminábamos despacio y callados entre los estantes, mirando, tocando y soñando con el juguete que nos traería Papá Noel.
De vuelta en casa y una vez elegido el regalo, venía la parte más linda: la de la carta. Entonces había que sacar una hoja y una lapicera para ensayar la redacción de lo que pediríamos. También teníamos que “justificar” aquel regalo con nuestro supuesto buen comportamiento durante el año. Esas eran las reglas.
“Querido Papá Noel: para esta Navidad quiero que me traigas un máscara de buceo y unas patas de rana”, fue un pedido que hice una vez y que lo recuerdo muy bien. El año anterior, nos habían comprado una pileta de lona que mi papá había armado en una parte embaldosada del patio de mi casa donde daba el sol a pleno. Por eso, ese verano era indispensable tener el equipo para  bucear en las profundidades de ese océano cuadrado y con cuatro patas de plástico, en busca de algún tesoro perdido.
Luego del pedido formal llegaba la parte más difícil de la carta: el fundamento de por qué yo merecía la máscara y las patas de rana. Entonces tenía que recordarle a Papá Noel el niño bueno y aplicado que había sido durante los últimos doce meses. “Este año me porté muy bien y estudié mucho”, por ejemplo. O “Este año no hice renegar a mi abuela ni me peleé con mis hermanos”.
Y si había algo imposible de ocultar porque la travesura había sido muy grande, había que confesarlo –aun con vergüenza- con la promesa de que no volvería a ocurrir. “Este año le corté el pelo a las muñecas de mi hermana, pero fue sin querer”. En realidad, no había sido sin querer. Ocurrió que un día jugando con una tijera que le robé a mi abuela del costurero, me encontré de golpe con todas las muñecas que mi hermana tenía en una repisa de su habitación y la tentación fue demasiado grande. Mi hermana lloró desconsolada y mi papá se encargó de hacer justicia sumarísima con una pateadura en el culo, además de dejarme sin salir a jugar por un día entero. La cuenta ya había sido saldada. No había motivo para que se me negaran las patas de rana. “Te prometo que no lo voy a volver a hacer”, fue el remate de la carta.
Esa rutina de la Navidad duró bastante; creo que hasta los 11 años. No lo recuerdo bien. La encargada de destrozar la magia de tantos años fue mi prima Silvia -que era mayor que yo- y un día, así como si nada, me lanzó: “Papá Noel no existe; es tu papá disfrazado”. Casi me muero de angustia. “¡Sí, existe!”, repliqué confundido. “No, no existe. Me lo dijeron mis papás”, selló la discusión.
Inmediatamente recordé que en todas las Nochebuenas, cada vez que estaba por venir Papá Noel, mi viejo desaparecía unos 15 minutos antes de las 12 y era mi mamá o algunos de los adultos presentes los que nos entretenían con alguna excusa para luego decirnos que saliéramos corriendo al patio porque el trineo estaba aterrizando en la terraza. Por esa distracción previa, es que siempre llegábamos tarde y nunca habíamos podido ver aquel descenso desde las estrellas, ni el carro ni los renos.
Papá Noel bajaba despacio por la escalera que, como en todos los veranos estaba tapizada de madreselvas, y cuando desde lo alto nos veía a todos paralizados, lanzaba el característico “Jo, Jo, Jo.. ¡Feliz Navidad!”. Como la impresión era tan grande y la ansiedad por tener el regalo desbordaba, ninguno de nosotros sospechaba que ese gordo bonachón, de barba blanca y vestido de rojo era en realidad mi papá. Inmediatamente abría la bolsa y comenzaba a llamarnos uno a uno, a medida que leía el cartelito con los nombres que tenía cada regalo. Yo abría el paquete desesperado, por más que supiera que en la caja larga estarían las patas de rana y en la otra más cuadrada, la máscara de buceo.
Después de la tremenda revelación de mi prima, ninguna Navidad fue igual para mi. No dejé de concurrir a la juguetería con mi mamá para elegir el regalo de Nochebuena, pero nunca más redacté aquellas cartas con pedidos fundamentados, confesiones de travesuras y promesas de ser un nene mejor.
Papá Noel volvió unos años más para cumplir con la ilusión de los más chicos y yo colaboré con la rutina teatral para que pareciera mágico, hasta que un día no hizo falta que viniera más porque todos habíamos crecido y la línea de la ingenuidad se había desdibujado.
Cuando llegué a ser un adulto y formé mi familia, recreé aquella escena que tantas veces había hecho mi viejo para regalarle la misma ilusión a mis hijos. Y lo hice en unas cuantas ocasiones hasta que una vez más se cerró el ciclo de la inocencia y los chicos se enteraron de la verdad.
Hoy, a pesar de ser un adulto, en cada Nochebuena me hago un tiempo para soñar con aquellos lindos momentos. Cada vez que llegan las 12, recuerdo a mi mamá anunciando el aterrizaje del trineo en la terraza, el revuelo de todos corriendo hasta el patio y la frenada brusca ante la imponente presencia de mi viejo disfrazado en la escalera.
Y vuelvo a ser aquel nene. El que esperaba ansioso la Navidad. El que le escribía cartitas a Papá Noel.