martes, 17 de mayo de 2016

Aquel minero que encontró una pepa de oro gigante y conmovió a Perón

Manuel golpeó el pico con fuerza y una protuberancia amarillenta con un amplio abanico de tonos ocres apareció contrastando el color de la tierra oscura y húmeda del gran socavón. Asombrado por aquellos destellos que le devolvía la roca, volvió a incrustar la herramienta en uno de los costados, hasta que finalmente el enorme y extraño terrón quedó al borde de desprenderse. Con las manos cansadas y lastimadas, lo extrajo con cuidado y se quedó contemplándolo, de rodillas sin poder creer lo que había encontrado: la pepa de oro jamás hallada.

Descendiente de inmigrantes españoles que llegaron a Neuquén a través de la cordillera, Manuel Jesús Gutiérrez había nacido el 25 de mayo de 1904 en El Cholar, un rincón remoto del norte neuquino.

Cuando era muy joven todavía, Manuel decidió buscar un futuro en algún lugar prometedor de riqueza y bonanza y decidió irse a Andacollo, el pueblo donde la palabra "oro" trascendía las fronteras y ya en ese entonces recibía a soñadores de diversos lugares del país y el mundo.

Junto a dos de sus hermanos, Manuel se radicó en Los Maitenes, a un puñado de kilómetros de la ciudad, donde fundó un almacén de ramos generales. En ese lugar conoció a Blanca Esther Baeza, una mujer mucho más joven que él con la que decidió casarse y formar una gran familia.
A su compañera le confió que el gran sueño era poder darle a su familia una vida feliz, pero para eso debía dedicarse a la minería, actividad que poco conocía pero que estaba seguro que le traería riqueza y porvenir.

Así fue como en la montaña, a fuerza de pico y pala y con la estoica ayuda de su mujer, Manuel comenzó a formar su propio emprendimiento minero. Fueron años de mucho sacrificio para lograr un par de gramos de oro por día que le permitieran sustentar el trabajo paralelo que hacía en su pequeño comercio.
Con el paso de los años, centenares de inmigrantes comenzaron a llegar a Andacollo en busca del mismo sueño y muchos se trasladaron a Los Maitenes para pedirle trabajo a Manuel, que con el tiempo ya había logrado los conocimientos necesarios y se había convertido en un gran organizador del trabajo.

Manuel los recibió con la única condición de que le dejaran diariamente un gramo de oro, más allá de las cantidades que lograran extraer de su mina. Y de a poco, aquel socavón que había iniciado de manera solitaria y precaria se transformó en un gran emprendimiento que se parecía más a una cooperativa que a una empresa. Blanca, en tanto, seguía colaborando con su marido en el trabajo pirquinero y comercial y ateniendo a una prole que se hacía cada vez más numerosa.

Mi general
Manuel no sabía nada de política, más allá de las charlas que escuchaba entre los parroquianos, pero en 1945 quedó deslumbrado por la figura del general Juan Domingo Perón cuando ganó la presidencia por primera vez. A medida que transcurría el tiempo, el minero vio que en los pueblos habían comenzado grandes transformaciones sociales y que los más desprotegidos, como él y buena parte de los mineros, empezaban a vivir mejor. Los próximos años lo encontrarían hablando de política, de Perón, de las acciones necesarias para transformar el país, protagonizando apasionados debates con vecinos y compañeros de la mina, aunque sin descuidar su trabajo y mucho menos su familia, que a esa altura seguía creciendo de manera increíble.

A principios de 1952, a Andacollo ya habían llegado los rumores sobre la grave enfermedad que sufría Eva Duarte, esposa del Presidente. Manuel quedó conmovido por aquella noticia y angustiado por la impotencia de no poder hacer nada que ayudara al líder que tanto admiraba. Y ni hablar de Evita, la mujer que tantos pobres habían empezado a querer por aquellos discursos y acciones a favor de los que menos tenían.
Uno de los tantos días en su rutina pirquinera, Manuel concurrió a la mina en busca de los tan preciados gramos de oro. Y después de remover una y otra vez la tierra, golpeó con el pico y de la pared húmeda apareció una enorme protuberancia amarillenta. Volvió a golpear con entusiasmo hasta que el pedazo de roca quedó casi desprendido. Manuel la tomó con sus manos y la observó una y otra vez. Era una gran pepa de oro, un trozo de metal gigante que nunca nadie había encontrado, el tesoro con el que todos los mineros soñaron alguna vez.

Sin cambiarse sus atuendos de trabajo, el joven minero llegó a Andacollo corriendo y agitado para mostrarle su descubrimiento a un comerciante amigo. El hombre quedó tan deslumbrado como Manuel cuando vio aquella pepa. Y más aún cuando vieron el peso que tenía: 480 gramos.
El minero accedió a la oferta de venta que le realizó a su amigo, pero con la condición de que se quedaría con una pequeña parte. Inmediatamente se fue hasta su hogar para contarle la buena noticia a Blanca y a sus hijos. Su vida estaba cambiando y daría un brusco giro.

Con el dinero que ganó con la pepa, Manuel le compró la casa al juez de paz de Andacollo y abrió un nuevo y más grande almacén de ramos generales. También entendió que al fin tenía algo para ayudar a Perón, por lo que en una encomienda y junto a una sentida carta, le envió al general 120 gramos de oro. "Para colaborar con el tratamiento de Evita", fundamentaba el texto en uno de sus párrafos.

Conmovido por aquella donación, Perón envió inmediatamente una comitiva de gobierno a Andacollo para conocer quién era aquel admirador generoso, interiorizarse sobre la comunidad en la que vivía y -especialmente- saber del trabajo de los mineros. Meses después, un par de camiones de Bienestar Social de la Nación llegaron al pueblo desde Buenos Aires cargados con ropa de abrigo, botas de trabajo, colchones y herramientas nuevas para trabajar en la minería.

Manuel mantuvo su trabajo y su ascendente militancia política hasta 1955, año en el que fue derrocado Perón. Para su desgracia, él también sufrió la persecución del nuevo gobierno de manera directa. Acusado de haber desertado del servicio militar cuando era joven, el próspero minero fue encarcelado. Sus bienes fueron confiscados; su emprendimiento, intervenido. Blanca, con 11 hijos y embarazada de otro más, quedó sola durante los dos años que duró el injusto encierro de su marido.
Ya en libertad y con el peronismo proscripto, Manuel no se acobardó por lo sucedido y decidió seguir militando en política, esta vez en un partido nuevo que había aglutinado a todos sus compañeros peronistas y que se denominaba Movimiento Popular Neuquino.

En 1963, bajo el liderazgo de Felipe Sapag, Manuel llegó a la presidencia de la Comisión de Fomento de Andacollo. Finalmente podría llevar a la práctica todos sus ideales.

Durante su mandato se inauguró el hotel del Automóvil Club Argentino, toda una novedad para el pueblo. También se terminó el primer hospital, se rehizo la Escuela N° 28 que hasta ese entonces era un rancho, se creó la red de electricidad, se construyó un plan de viviendas de área de frontera y un puente que comunicó a varias localidades del norte.

Manuel Gutiérrez, el humilde minero que llegó a intendente y pobló el norte con 12 hijos, el tipo que encontró la pepa de oro jamás hallada y que conmovió a Juan Domingo Perón, murió en 1980 cuando tenía 77 años. Se despidió un 17 de octubre, tal vez por una casualidad del destino. O quizás, como muchos creen, fue una decisión personal, como una última manera de ratificar su lealtad.

(Publicado en Lmneuquen)



Una historia de amor cruzada por una hazaña aérea

Aseguran que se hubieran conocido igual, más allá de aquella hazaña aérea. El destino estaba marcado para Hilda y Rubén, a pesar de la lejanía y de las experiencias que tuvieron que vivir mientras no se conocían. Nunca se imaginaron que la historia de un vuelo histórico cruzaría sus vidas.
Bernardo, el padre de Rubén Oscar Petry, fue uno de los vecinos que ayudó al teniente Luis Cenobio Candelaria a improvisar una pista de despegue en Zapala para realizar el primer cruce de la cordillera de los Andes en avión.

Candelaria había llegado a Zapala en abril de 1918 con el único objetivo de cumplir con aquella hazaña aérea que nadie antes había logrado. Para ello, les pidió a los vecinos del pueblo que lo ayudaran. Primero hubo que armar el avión, un monoplano Morano Saulnier, modelo Parasol, cuyas piezas habían llegado en el tren. Después, emparejar el terreno.

El padre de Rubén se entusiasmó tanto con aquella propuesta aventurera como el resto de los vecinos. Y a fuerza de pico y pala limpiaron el lugar hasta dejarlo como una pequeña cancha cuyas dimensiones habían sido bien calculadas por el valiente piloto de 25 años. El mecánico Miguel Soriano se encargaría de colaborar con el armado de la aeronave.

Finalizado el trabajo, el 13 de abril el pequeño avión fue orientado hacia el este. Todos los sujetaron desde la cola y las alas, mientras que Candelaria encendía el motor y calentaba la máquina. "Si no vuelvo, búscame en la cordillera", le dijo al mecánico. Luego de una señal del piloto, los vecinos lo soltaron y la aeronave comenzó a carretear varios metros hasta que comenzó a tomar altura. Luego de un amplio giro en "U" retomó el oeste para encarar la sierra del Chachil, primer escollo precordillerano para cruzar los Andes.

Cuando el avión pasó por el pueblo, Candelaria saludó con el brazo en alto ante la ovación que le llegó desde la tierra hasta que se fue perdiendo en el horizonte. El teniente atravesó la cordillera en casi dos horas y media, luego de sortear fuertes turbulencias y temperaturas bajo cero. A las 18 de aquel día, obligado por la niebla, comenzó a descender y luego de atravesar el río Allipen, divisó un gran fundo en la localidad de Cunco y realizó las maniobras para aterrizar.

Pedro Torres, el padre de Hilda Uliana Torres Díaz, realizaba trabajos de cosecha cuando escuchó el ruido del motor y vio que el avión bajaba tambaleando con dificultad hasta volcar en una de las parcelas. Hasta allí corrió junto a su compañero Eustaquio Astudillo y otros peones y ayudó al teniente a salir de la aeronave. Un poco magullado, cansado, pero feliz, Candelaria había cumplido su sueño.
Pasaron los años y la hazaña siempre fue recordada por todos los zapalinos, e incluso por los chilenos, que se convirtieron en involuntarios protagonistas de aquella historia.

Desde que era un chico, Rubén Petry escuchó de boca de su padre la historia de aquella proeza una y mil veces. 
Era común en los crudos inviernos de Zapala que Bernardo reuniera a la familia y al calor del fuego relatara los detalles de aquel día histórico. Lo mismo ocurría en Cunco, Chile, con el padre de Hilda. La sorpresiva presencia de un avión en el campo, el aterrizaje de emergencia y el salvataje constituían un acontecimiento muy impactante para todo el pueblo, que habló del tema durante muchos años.
La casualidad y el destino hicieron que las vidas de los hijos de aquellos que colaboraron en la aventura se empezaran a cruzar.

A los 14 años, Hilda se casó con un terrateniente chileno mucho mayor que ella, con quien tuvo dos hijos. No fue una vida feliz para la adolescente que se había convertido en mujer y madre más por un acuerdo entre familias que por propia voluntad. Y un día tomó la decisión más difícil, luego de pensarlo una y otra vez.

Sin decir nada, subió a sus dos pequeños hijos a un caballo y cruzó la cordillera, escapando de aquel hombre por el que no sentía nada. Y luego de un viaje extenuante, llegó a Moquehue, un hermoso paraje neuquino que apenas tenía un puñado de pobladores.

En Zapala, Rubén comenzó a trabajar con un camión, haciendo transportes hacia la frontera. Cierto día tuvo que ir hasta Moquehue donde conoció a Hilda. Ambos quedaron impactados al verse. Se contaron sus historias, se sorprendieron cuando se enteraron que sus padres habían sido protagonistas de la hazaña de Candelaria. Uno que lo ayudó a despegar; el otro, a aterrizar. Hablaron de la vida y de los proyectos. Y se enamoraron para siempre.

Pasaron casi 60 años desde que Hilda y Rubén se conocieron. En el medio de sus vidas llegaron dos hijas más y luego 19 nietos, 40 bisnietos y siete tataranietos.

En su casa de Zapala, donde atesoran centenares de fotos y recuerdos, la pareja transita el otoño de sus vidas con el mismo cariño que el día que se vieron por primera vez. Rubén (80 años) mantiene su carácter tranquilo y su hablar pausado; Hilda (86) sigue siendo tan activa e inquieta, como cuando era una adolescente rebelde.

"Nos comprendemos y ya nos conocemos todas las mañas", dice Rubén. Y sostiene que "la petisa" es tan linda y agradable como cuando la conoció hace más de medio siglo en Moquehue. "¡Claro que discutimos!, pero nos llevamos bien... el uno al uno y el otro al otro", interrumpe Hilda entre risas. Ambos reconocen que nunca se imaginaron que aquella epopeya terminaría de conectarlos para siempre.

Además de recibir a la parentela y de ocuparse de los quehaceres cotidianos, el matrimonio despunta la pasión por el campo en dos hectáreas que compraron en la zona del Cristo donde tienen colmenas y algunos animales.

El viernes pasado, Hilda y Rubén fueron hasta el cementerio para visitar la tumba del teniente Candelaria, quien pidió que cuando muriera sus restos descansaran en Zapala, pueblo que tanto lo había ayudado. 

Frente a la lápida, permanecieron en silencio y se emocionaron. Recordaron a sus padres en esa gesta inolvidable y la historia que les contaron miles de veces al calor de los fogones. Después volvieron a su hogar cargados de nostalgia, pero felices. Dispuestos a continuar la historia de amor que comenzaron a escribir hace 60 años.

(Publicado en el diario Lmneuquen)