martes, 17 de mayo de 2016

Aquel minero que encontró una pepa de oro gigante y conmovió a Perón

Manuel golpeó el pico con fuerza y una protuberancia amarillenta con un amplio abanico de tonos ocres apareció contrastando el color de la tierra oscura y húmeda del gran socavón. Asombrado por aquellos destellos que le devolvía la roca, volvió a incrustar la herramienta en uno de los costados, hasta que finalmente el enorme y extraño terrón quedó al borde de desprenderse. Con las manos cansadas y lastimadas, lo extrajo con cuidado y se quedó contemplándolo, de rodillas sin poder creer lo que había encontrado: la pepa de oro jamás hallada.

Descendiente de inmigrantes españoles que llegaron a Neuquén a través de la cordillera, Manuel Jesús Gutiérrez había nacido el 25 de mayo de 1904 en El Cholar, un rincón remoto del norte neuquino.

Cuando era muy joven todavía, Manuel decidió buscar un futuro en algún lugar prometedor de riqueza y bonanza y decidió irse a Andacollo, el pueblo donde la palabra "oro" trascendía las fronteras y ya en ese entonces recibía a soñadores de diversos lugares del país y el mundo.

Junto a dos de sus hermanos, Manuel se radicó en Los Maitenes, a un puñado de kilómetros de la ciudad, donde fundó un almacén de ramos generales. En ese lugar conoció a Blanca Esther Baeza, una mujer mucho más joven que él con la que decidió casarse y formar una gran familia.
A su compañera le confió que el gran sueño era poder darle a su familia una vida feliz, pero para eso debía dedicarse a la minería, actividad que poco conocía pero que estaba seguro que le traería riqueza y porvenir.

Así fue como en la montaña, a fuerza de pico y pala y con la estoica ayuda de su mujer, Manuel comenzó a formar su propio emprendimiento minero. Fueron años de mucho sacrificio para lograr un par de gramos de oro por día que le permitieran sustentar el trabajo paralelo que hacía en su pequeño comercio.
Con el paso de los años, centenares de inmigrantes comenzaron a llegar a Andacollo en busca del mismo sueño y muchos se trasladaron a Los Maitenes para pedirle trabajo a Manuel, que con el tiempo ya había logrado los conocimientos necesarios y se había convertido en un gran organizador del trabajo.

Manuel los recibió con la única condición de que le dejaran diariamente un gramo de oro, más allá de las cantidades que lograran extraer de su mina. Y de a poco, aquel socavón que había iniciado de manera solitaria y precaria se transformó en un gran emprendimiento que se parecía más a una cooperativa que a una empresa. Blanca, en tanto, seguía colaborando con su marido en el trabajo pirquinero y comercial y ateniendo a una prole que se hacía cada vez más numerosa.

Mi general
Manuel no sabía nada de política, más allá de las charlas que escuchaba entre los parroquianos, pero en 1945 quedó deslumbrado por la figura del general Juan Domingo Perón cuando ganó la presidencia por primera vez. A medida que transcurría el tiempo, el minero vio que en los pueblos habían comenzado grandes transformaciones sociales y que los más desprotegidos, como él y buena parte de los mineros, empezaban a vivir mejor. Los próximos años lo encontrarían hablando de política, de Perón, de las acciones necesarias para transformar el país, protagonizando apasionados debates con vecinos y compañeros de la mina, aunque sin descuidar su trabajo y mucho menos su familia, que a esa altura seguía creciendo de manera increíble.

A principios de 1952, a Andacollo ya habían llegado los rumores sobre la grave enfermedad que sufría Eva Duarte, esposa del Presidente. Manuel quedó conmovido por aquella noticia y angustiado por la impotencia de no poder hacer nada que ayudara al líder que tanto admiraba. Y ni hablar de Evita, la mujer que tantos pobres habían empezado a querer por aquellos discursos y acciones a favor de los que menos tenían.
Uno de los tantos días en su rutina pirquinera, Manuel concurrió a la mina en busca de los tan preciados gramos de oro. Y después de remover una y otra vez la tierra, golpeó con el pico y de la pared húmeda apareció una enorme protuberancia amarillenta. Volvió a golpear con entusiasmo hasta que el pedazo de roca quedó casi desprendido. Manuel la tomó con sus manos y la observó una y otra vez. Era una gran pepa de oro, un trozo de metal gigante que nunca nadie había encontrado, el tesoro con el que todos los mineros soñaron alguna vez.

Sin cambiarse sus atuendos de trabajo, el joven minero llegó a Andacollo corriendo y agitado para mostrarle su descubrimiento a un comerciante amigo. El hombre quedó tan deslumbrado como Manuel cuando vio aquella pepa. Y más aún cuando vieron el peso que tenía: 480 gramos.
El minero accedió a la oferta de venta que le realizó a su amigo, pero con la condición de que se quedaría con una pequeña parte. Inmediatamente se fue hasta su hogar para contarle la buena noticia a Blanca y a sus hijos. Su vida estaba cambiando y daría un brusco giro.

Con el dinero que ganó con la pepa, Manuel le compró la casa al juez de paz de Andacollo y abrió un nuevo y más grande almacén de ramos generales. También entendió que al fin tenía algo para ayudar a Perón, por lo que en una encomienda y junto a una sentida carta, le envió al general 120 gramos de oro. "Para colaborar con el tratamiento de Evita", fundamentaba el texto en uno de sus párrafos.

Conmovido por aquella donación, Perón envió inmediatamente una comitiva de gobierno a Andacollo para conocer quién era aquel admirador generoso, interiorizarse sobre la comunidad en la que vivía y -especialmente- saber del trabajo de los mineros. Meses después, un par de camiones de Bienestar Social de la Nación llegaron al pueblo desde Buenos Aires cargados con ropa de abrigo, botas de trabajo, colchones y herramientas nuevas para trabajar en la minería.

Manuel mantuvo su trabajo y su ascendente militancia política hasta 1955, año en el que fue derrocado Perón. Para su desgracia, él también sufrió la persecución del nuevo gobierno de manera directa. Acusado de haber desertado del servicio militar cuando era joven, el próspero minero fue encarcelado. Sus bienes fueron confiscados; su emprendimiento, intervenido. Blanca, con 11 hijos y embarazada de otro más, quedó sola durante los dos años que duró el injusto encierro de su marido.
Ya en libertad y con el peronismo proscripto, Manuel no se acobardó por lo sucedido y decidió seguir militando en política, esta vez en un partido nuevo que había aglutinado a todos sus compañeros peronistas y que se denominaba Movimiento Popular Neuquino.

En 1963, bajo el liderazgo de Felipe Sapag, Manuel llegó a la presidencia de la Comisión de Fomento de Andacollo. Finalmente podría llevar a la práctica todos sus ideales.

Durante su mandato se inauguró el hotel del Automóvil Club Argentino, toda una novedad para el pueblo. También se terminó el primer hospital, se rehizo la Escuela N° 28 que hasta ese entonces era un rancho, se creó la red de electricidad, se construyó un plan de viviendas de área de frontera y un puente que comunicó a varias localidades del norte.

Manuel Gutiérrez, el humilde minero que llegó a intendente y pobló el norte con 12 hijos, el tipo que encontró la pepa de oro jamás hallada y que conmovió a Juan Domingo Perón, murió en 1980 cuando tenía 77 años. Se despidió un 17 de octubre, tal vez por una casualidad del destino. O quizás, como muchos creen, fue una decisión personal, como una última manera de ratificar su lealtad.

(Publicado en Lmneuquen)



Una historia de amor cruzada por una hazaña aérea

Aseguran que se hubieran conocido igual, más allá de aquella hazaña aérea. El destino estaba marcado para Hilda y Rubén, a pesar de la lejanía y de las experiencias que tuvieron que vivir mientras no se conocían. Nunca se imaginaron que la historia de un vuelo histórico cruzaría sus vidas.
Bernardo, el padre de Rubén Oscar Petry, fue uno de los vecinos que ayudó al teniente Luis Cenobio Candelaria a improvisar una pista de despegue en Zapala para realizar el primer cruce de la cordillera de los Andes en avión.

Candelaria había llegado a Zapala en abril de 1918 con el único objetivo de cumplir con aquella hazaña aérea que nadie antes había logrado. Para ello, les pidió a los vecinos del pueblo que lo ayudaran. Primero hubo que armar el avión, un monoplano Morano Saulnier, modelo Parasol, cuyas piezas habían llegado en el tren. Después, emparejar el terreno.

El padre de Rubén se entusiasmó tanto con aquella propuesta aventurera como el resto de los vecinos. Y a fuerza de pico y pala limpiaron el lugar hasta dejarlo como una pequeña cancha cuyas dimensiones habían sido bien calculadas por el valiente piloto de 25 años. El mecánico Miguel Soriano se encargaría de colaborar con el armado de la aeronave.

Finalizado el trabajo, el 13 de abril el pequeño avión fue orientado hacia el este. Todos los sujetaron desde la cola y las alas, mientras que Candelaria encendía el motor y calentaba la máquina. "Si no vuelvo, búscame en la cordillera", le dijo al mecánico. Luego de una señal del piloto, los vecinos lo soltaron y la aeronave comenzó a carretear varios metros hasta que comenzó a tomar altura. Luego de un amplio giro en "U" retomó el oeste para encarar la sierra del Chachil, primer escollo precordillerano para cruzar los Andes.

Cuando el avión pasó por el pueblo, Candelaria saludó con el brazo en alto ante la ovación que le llegó desde la tierra hasta que se fue perdiendo en el horizonte. El teniente atravesó la cordillera en casi dos horas y media, luego de sortear fuertes turbulencias y temperaturas bajo cero. A las 18 de aquel día, obligado por la niebla, comenzó a descender y luego de atravesar el río Allipen, divisó un gran fundo en la localidad de Cunco y realizó las maniobras para aterrizar.

Pedro Torres, el padre de Hilda Uliana Torres Díaz, realizaba trabajos de cosecha cuando escuchó el ruido del motor y vio que el avión bajaba tambaleando con dificultad hasta volcar en una de las parcelas. Hasta allí corrió junto a su compañero Eustaquio Astudillo y otros peones y ayudó al teniente a salir de la aeronave. Un poco magullado, cansado, pero feliz, Candelaria había cumplido su sueño.
Pasaron los años y la hazaña siempre fue recordada por todos los zapalinos, e incluso por los chilenos, que se convirtieron en involuntarios protagonistas de aquella historia.

Desde que era un chico, Rubén Petry escuchó de boca de su padre la historia de aquella proeza una y mil veces. 
Era común en los crudos inviernos de Zapala que Bernardo reuniera a la familia y al calor del fuego relatara los detalles de aquel día histórico. Lo mismo ocurría en Cunco, Chile, con el padre de Hilda. La sorpresiva presencia de un avión en el campo, el aterrizaje de emergencia y el salvataje constituían un acontecimiento muy impactante para todo el pueblo, que habló del tema durante muchos años.
La casualidad y el destino hicieron que las vidas de los hijos de aquellos que colaboraron en la aventura se empezaran a cruzar.

A los 14 años, Hilda se casó con un terrateniente chileno mucho mayor que ella, con quien tuvo dos hijos. No fue una vida feliz para la adolescente que se había convertido en mujer y madre más por un acuerdo entre familias que por propia voluntad. Y un día tomó la decisión más difícil, luego de pensarlo una y otra vez.

Sin decir nada, subió a sus dos pequeños hijos a un caballo y cruzó la cordillera, escapando de aquel hombre por el que no sentía nada. Y luego de un viaje extenuante, llegó a Moquehue, un hermoso paraje neuquino que apenas tenía un puñado de pobladores.

En Zapala, Rubén comenzó a trabajar con un camión, haciendo transportes hacia la frontera. Cierto día tuvo que ir hasta Moquehue donde conoció a Hilda. Ambos quedaron impactados al verse. Se contaron sus historias, se sorprendieron cuando se enteraron que sus padres habían sido protagonistas de la hazaña de Candelaria. Uno que lo ayudó a despegar; el otro, a aterrizar. Hablaron de la vida y de los proyectos. Y se enamoraron para siempre.

Pasaron casi 60 años desde que Hilda y Rubén se conocieron. En el medio de sus vidas llegaron dos hijas más y luego 19 nietos, 40 bisnietos y siete tataranietos.

En su casa de Zapala, donde atesoran centenares de fotos y recuerdos, la pareja transita el otoño de sus vidas con el mismo cariño que el día que se vieron por primera vez. Rubén (80 años) mantiene su carácter tranquilo y su hablar pausado; Hilda (86) sigue siendo tan activa e inquieta, como cuando era una adolescente rebelde.

"Nos comprendemos y ya nos conocemos todas las mañas", dice Rubén. Y sostiene que "la petisa" es tan linda y agradable como cuando la conoció hace más de medio siglo en Moquehue. "¡Claro que discutimos!, pero nos llevamos bien... el uno al uno y el otro al otro", interrumpe Hilda entre risas. Ambos reconocen que nunca se imaginaron que aquella epopeya terminaría de conectarlos para siempre.

Además de recibir a la parentela y de ocuparse de los quehaceres cotidianos, el matrimonio despunta la pasión por el campo en dos hectáreas que compraron en la zona del Cristo donde tienen colmenas y algunos animales.

El viernes pasado, Hilda y Rubén fueron hasta el cementerio para visitar la tumba del teniente Candelaria, quien pidió que cuando muriera sus restos descansaran en Zapala, pueblo que tanto lo había ayudado. 

Frente a la lápida, permanecieron en silencio y se emocionaron. Recordaron a sus padres en esa gesta inolvidable y la historia que les contaron miles de veces al calor de los fogones. Después volvieron a su hogar cargados de nostalgia, pero felices. Dispuestos a continuar la historia de amor que comenzaron a escribir hace 60 años.

(Publicado en el diario Lmneuquen)

martes, 1 de marzo de 2016

Tetas abolladas

Algunas quedaron marcadas para siempre. Otras se preguntaron por qué y no faltaron las que se enojaron con la vida y hasta con su entorno. A todas, alguna vez, un médico les diagnosticó la enfermedad que nadie quiere escuchar. Se los dijo con toda la crudeza de la realidad: "Tenés cáncer".
En el predio que tiene el complejo Ruca Hueney, a orillas del Limay, una veintena de mujeres se juntan todos los martes y jueves con el objetivo de ejercitar la práctica del remo, aunque el trasfondo de los encuentros es contar sus experiencias, divertirse, contenerse y darse fuerzas para seguir adelante o para ayudar a las que están por venir. Todas son sobrevivientes del cáncer de mama. Cada una tiene su propia historia, su lucha personal y sus lágrimas porque en algunos casos la enfermedad desnudó otras penurias como el abandono, el maltrato y el desamor.

Patricia Gioffre es la entrenadora de la agrupación bautizada Pode Rosa. Ella es la que las recibe con una sonrisa y un abrazo cada vez que llegan a ese refugio costero. Es la que les enseña lo que significa el remo y la que les muestra la belleza que se esconde en cada meandro del río. Pero a la vez es quien cumple el rol de organizadora de actividades y charlas y hasta de contenedora, aunque ella nunca sufrió el cáncer.

No siempre vienen todas. Pero al menos 10 mujeres cumplen con ese ritual que comienza a las 18 y se extiende una o dos horas. O el tiempo que tenga que ser.

En una mesa larga ubicada adentro del salón que tiene el complejo, las sobrevivientes accedieron a recibir a este cronista para contar sus historias en primera persona y para demostrar que cuando hay ganas y fuerzas, se puede dejar atrás cualquier enfermedad temida y cruel como la que tuvieron que padecer.

Al principio de la charla hay cierta reticencia en hablar, sobre todo en algunas que justo ese día llegaron al grupo por primera vez. Pero con el correr de los minutos, todas comienzan a soltarse y a mostrar su intimidad. La confianza empieza a fluir.

"No quería volver a hablar de la enfermedad. Tuve mucho miedo, pero al acercarme al grupo, vi la posibilidad de tener una actividad donde encontrás gente que pasó por lo mismo y que viene a divertirse y a pasarla bien", dice Gladys, una maestra de Cipolletti que fue operada en el 2009. Asegura que el miedo no se pierde nunca. "Cada vez que me hago un control, hasta que no veo los resultados no se me pasa", reconoce. Sostiene que el cáncer le permitió ver cosas positivas y valorar otras que antes pasaban desapercibidas.

Mabel es empleada administrativa y asegura que se siente muy contenida en el grupo. Se enfermó hace cinco años y, si bien sabía lo que es el cáncer, nunca pensó en que podía llegar a morirse. "Sí, me enojé mucho, pero creo que es algo natural y más aun cuando uno tiene una historia familiar parecida, porque mi mamá falleció de lo mismo", indica. Y aclara que es muy importante la predisposición que uno pone para salir adelante.

Durante la charla comienzan a llegar más sobrevivientes que se suman a la mesa. Patricia prepara una ronda de mates con galletitas y presenta a las nuevas integrantes del grupo. La entrenadora es una verdadera anfitriona que se encarga de cada detalle y hasta contiene con un abrazo o sale con alguna ocurrencia cuando se desborda alguna lágrima.

Por momentos se generan conversaciones cruzadas y se sobreponen las palabras. El clima comienza a distenderse de a poco. Todas hacen un retrato idéntico de las salas de espera por las que pasaron, las quimioterapias y los rayos, las charlas con los médicos y los familiares. Pero lo recuerdan como algo que ya pasó porque lo importante es poder contarlo. De eso se trata.

Mariana es abogada y se enfermó hace cuatro años. Para ella fue muy duro porque cuando le detectaron la enfermedad tenía dos hijos chiquitos, uno de ellos lactante. "Fue inesperado porque me lo detectaron en un control", dice. Y reconoce que se enojó y que se preguntó por qué a ella si llevaba una vida sana. No obstante, asegura que detrás de la enfermedad había algo emocional mucho más grave de lo que no podía salir y le quitaba la vida de a poco: la violencia de género. Asegura que si no hubiese sido por el cáncer, tal vez ella hubiese seguido aguantando los maltratos que parecían casi cotidianos. Eso le permitió además seguir con la crianza de sus hijos, con su trabajo y amistades. 

Todas reconocen que hay que mirar hacia adelante y ocuparse del tema. Los oncólogos, aunque con mucha dureza, se lo aconsejan permanentemente. Dicen que el 50 por ciento del tratamiento son los remedios; el otro 50, la actitud.

Marcela es empleada bancaria. Desde que le detectaron el cáncer, hace 16 años, pasó por varias cirugías y dos quimioterapias. "No soy un buen ejemplo; después de todo lo que pasé, me seguía haciendo problemas por cualquier cosa hasta que me sumé a este proyecto", dice. Y sostiene que el hecho de juntarse a practicar remo con amigas que están en la misma condición le cambió la vida.
Cambios

Ahora las perspectivas son distintas para todas las sobrevivientes. El trabajo es una parte y no un proyecto en sí mismo. Dramáticamente, la escala de valores cambió, pero para bien. Ahora todas viven el día a día, disfrutan las pequeñas cosas y les dan importancia a los hechos que realmente valen la pena, como admirar el paisaje ribereño, sentir el aroma de las plantas, participar de una conversación franca, estar al lado de las personas que las quieren. "Van a necesitar bulones para meterme en un cajón", dice Marcela con firmeza. Todas se ríen.

Avanza el tiempo y se siguen sumando más mujeres a la reunión. La charla es interrumpida para las presentaciones de rigor. Hay abrazos y besos. Crece el interés de cada una por hablar de su experiencia.

Nora vive en General Roca, pero decidió sumarse al grupo neuquino. Llega a la reunión por primera vez. Dice que siempre hizo deportes, pero correr es una de sus pasiones. Hace cuatro años, después de una carrera, notó un bulto en su brazo. Era un ganglio inflamado. Después de los controles se enteró de que tenía un tumor de los bravos. Y asegura que el diagnóstico coincidió con su separación. "Para mí fue algo netamente emocional, después de estar 16 años casada", asegura.

La cuestión estética era algo que le preocupaba a Nora, después de la operación que tuvo que enfrentar. Pero una primera reconstrucción salió mal y tuvo que concurrir al quirófano por segunda vez, en medio del tratamiento. Todo muy traumático y doloroso.

¿Es la estética un valor importante en esa situación? Para algunas, como Nora, era necesario porque, en definitiva, es una suerte de mutilación que sufre el cuerpo. Pero para otras sobrevivientes no lo es, aunque reconocen que más de una vez evitaron mirarse mientras se bañaban porque no soportaban verse de esa manera, mutiladas.

"Cuando conocí a mi marido, le dije que tenía una teta y media. Me dijo: '¿Y qué?'", cuenta otra de las integrantes del grupo. Todas coinciden en que a partir de la enfermedad, cambiaron el concepto de estética y belleza y que el amor va por otro carril, aunque se hayan registrado algunos casos de abandono que –dicen- hubo en el grupo. De a poco, todas se fueron acostumbrando a esa realidad, a esos cuerpos.

Gladys reconoce que cuando terminó el tratamiento el médico le preguntó si quería hacerse una reconstrucción mamaria. "Prefiero tener las tetas abolladas pero sanas", dice y dispara las risas de las demás. "Estarán abolladas, pero son mías y las quiero igual", remata. Y hay otro coro de festejos.
A esta altura, el clima de la reunión es completamente distendido y abierto. Las frases salen con total franqueza y sin ningún tipo de vergüenza. Patricia dice que siempre las reuniones son así, alegres y divertidas, más allá de algún bajón.

Suyai trabaja en la Subsecretaría de Salud y hace tres años le detectaron el cáncer durante un control de rutina. Su reacción fue siempre positiva. "No me puedo tirar a la cama a llorar", asegura que se dijo desde el primer momento. Su marido fue el gran pilar para que saliera adelante, no sólo para superar la enfermedad, sino para ayudarla con un problema extra que la venía atormentando desde hace tiempo: la adicción a las drogas de uno de sus hijos. "Cuando me enfermé le dije a mi hijo: 'a partir de ahora me tengo que dedicar a mi vida; ¿si yo me muero vas a seguir consumiendo?'" Esa frase fue reveladora. Un disparador positivo. Suyai se enfocó en la enfermedad y su hijo comenzó a tratarse. Su vida dependía de él y no de su madre. Los dos lograron salir adelante.

La charla-entrevista se interrumpe. Llega una sobreviviente y luego otra más. Hay saludos y manifestaciones de alegría otra vez. A todas se las ve entusiasmadas organizando actividades para juntar fondos y, de esta manera, seguir trabajando en su campaña de concientización.

Las diez mujeres se ríen, como las amigas que se encuentran después de mucho tiempo. Los testimonios duros quedan abruptamente de lado, como si no hubiesen pasado.

"¿Vieron que nos vamos a ir a Brasil?", interrumpe la entrenadora. Hay una ovación por la propuesta de aventura. Aventuras, de eso se trata. De vivir la vida y disfrutar de las cosas que valen la pena. De divertirse.

La entrevista se termina y el grupo queda inmerso entre risas, conversaciones cruzadas y rondas de mate. 

Cualquiera que las viera diría que es un grupo de amigas de toda la vida, capaces de contarse sus secretos más secretos, de darse fuerza y coraje. De motivarse hasta el punto de sentirse invencibles frente al cáncer. De reírse de todo. Hasta de sus tetas abolladas.



(Publicado en Lmneuquen)

Fidel, de la Patagonia a los Alpes

Siempre ponía de cara de viejo para dar lástima. Era la mejor forma de que alguien lo adoptara aunque fuera un perro viejo y ordinario, un atorrante de mil leches que desde cachorro se había criado en la calle y que probablemente apenas había sido destetado de su madre.

El viejo tenía una compañera inseparable con la que andaba por todos lados. Ambos se cuidaban y se querían en la soledad y el desamparo. Caminaban todo el día, compartían lo poco que encontraban y se daban calor cuerpo con cuerpo cuando el frío se volvía insoportable.

Cuando Soledad Yebrín, una vecina de Villa La Angostura  que se había mudado al barrio Once escapando de las cenizas del volcán Puyehue, vio a la desdichada pareja se enamoró enseguida.

Era junio de 2011 y el invierno cordillerano se hacía cada vez más intenso. Soledad se enteró de que una vecina les daba de comer, pero los pobres perros no tenían dónde dormir. Las primeras nevadas en la villa fueron suficientes para que Soledad tomara la decisión de protegerlos un poco más. Lo habló con su marido, un francés a quien el destino había traído a este rincón del mundo, y les dio asilo para que Fidel y Kiara (tal como los bautizaron) tuvieran comida y refugio, aunque sea durante las noches heladas del invierno.

En la casa de Soledad también vivía Norton, un mestizo golden y setter, y dos gatas que habían adoptado en 2010. Todos tan callejeros y atorrantes como Fidel y Kiara.

Todo cambió en 2014 cuando Soledad y su marido tomaron la decisión de volverse a Francia por una oportunidad laboral.

Como el viaje era largo y era demasiado llevar dos gatas, un perro, bolsos, mudanza y un bebé recién nacido, la pareja decidió que lo mejor sería que Fidel y Kiara se quedaran en una guardería en Dina Huapi. Apenas pudieran regresar, los vendrían a buscar.

Por desgracia, Kiara se escapó un día de aquel refugio y nunca más apareció. Fidel, el perro viejo, se quedó triste a la espera de su compañera o de sus dueños, que habían desaparecido de un momento para el otro.

Pasaron los días y los meses. Fueron casi dos años interminables en aquella guardería, hasta que Soledad y su esposo pudieron volver a Villa La Angostura.

Apenas descendieron del avión en el aeropuerto de Bariloche, lo primero que hicieron fue ir corriendo al refugio para reencontrarse con Fidel. Y allí estaba él, un poco más viejo, pero con la misma expresión de tristeza de siempre. Cuando la pareja lo vio y lo llamó por su nombre, Fidel reaccionó inmediatamente y fue al encuentro de sus dueños en una carrera desenfrenada que terminó cuando se tiró panza arriba llorando de alegría. La emoción fue mutua. El reencuentro se había concretado.

Soledad y su marido hicieron los trámites de rigor para regresar a Europa con su querido y fiel amigo. Le colocaron un chip internacional obligatorio, la vacuna antirrábica, el certificado de salud del veterinario, un trámite en el Senasa y la compra del pasaje para reservarle un lugar en los tres aviones que lo llevarían a Buenos Aires, Roma y Torino para luego seguir camino a Francia, hasta la ciudad de Briançon, un paraíso en los Alpes.

Ya en su nueva casa, Fidel se reencontró con Norton, su viejo amigo, y las dos gatas. Otro motivo para tirarse panza arriba hasta hacerse pis de tanta felicidad. Y de a poco comenzó a adaptarse rápidamente a su nuevo hogar, a esa geografía de montañas nevadas en el invierno y de calor en verano que le parecía tan familiar.

Hoy Fidel tiene entre 12 y 13 años, pero –según su dueña- está impecable y juega como si fuera un cachorrón grandote. Le gusta salir a pasear, saltar en la nieve y tirarse en un sillón cerca de la estufa cuando hace frío.

Muy cada tanto, cuando se manda alguna o lo retan, suele poner cara de viejo triste. Lo hace como cuando vivía solo en la calle, al otro lado del mundo. Como cuando necesitaba esa expresión para sobrevivir. Para tratar de convencer a alguien de que lo adoptara y lo quisiera.

(Publicado en Lmneuquen)


domingo, 17 de enero de 2016

La parejita adolescente que escapó de la guerra

Se conocieron cuando eran unos niños y se enamoraron inmediatamente. Él tenía 14 años y ella 15, y Gijón, ciudad española donde vivían, crecía y se desarrollaba al ritmo comercial de un incipiente puerto a orillas del Cantábrico. Corrían los primeros meses de 1914.

Agustín Orejas y Manuela Gómez vivían su amistad con la seriedad y madurez que le imponía la época a un par de adolescentes. Sus familias se conocían y ya anticipaban que la joven pareja tendría un destino común, aunque no pensaban que los acontecimientos se desarrollarían de manera tan rápida y dramática.

En junio de ese año, el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria, en Sarajevo, desencadenó un clima de inestabilidad en todo el continente europeo, que ya venía temblando al compás de las principales potencias. La Primera Guerra Mundial estaba por dar sus primeros pasos.

Las familias de Agustín y Manuela sabían que un enfrentamiento de estas características sería desastroso, más allá de que España se había declarado neutral ante el posicionamiento del resto de los países. Por eso, en la primera oportunidad que tuvieron de hablar del tema, no lo dudaron: lo mejor sería que los chicos se fueran cuanto antes a otro continente, en lo posible, a América. Pero, ¿cómo lo lograrían siendo menores? A alguien se le ocurrió que lo mejor sería que se casaran en España y se embarcaran con documentos falsos que indicaran que ambos ya eran mayores de edad.

Lo hablaron varias veces y planificaron el "escape" hasta el último detalle. También decidieron cuál sería el mejor destino: la ciudad de Nueva York.

Un par de meses después, las familias se reunieron en el puerto de Gijón. La parejita de adolescentes ya se había casado y estaba a punto de emprender la aventura más grande de sus vidas.

El barco León XIII partió rumbo a las islas Canarias, primer contacto después del continente, para luego seguir camino hasta Norteamérica. Sin embargo, el clima tuvo un rol decisivo en aquel viaje.

Un frente de tormenta violento hizo que el capitán decidiera cambiar el rumbo hacia el sur, a la espera de que las aguas se calmaran. Pero la calma nunca llegó. Fue como si el mar embravecido empujara al vapor cada vez más abajo hasta que, finalmente, el responsable de la nave decidió que lo mejor sería seguir hasta el puerto de Buenos Aires para abastecerse y luego desandar camino bordeando el continente para llegar a Estados Unidos.

En octubre de 1914, el León XIII finalmente arribó a la Argentina después de un largo y angustioso viaje.

Al sur
Apenas pisaron tierras porteñas, Agustín y Manuela retomaron un tema que habían venido hablando desde que se enteraron que el destino del barco no sería Norteamérica. "¿Y si nos quedamos en Argentina?" fue la pregunta que los dos hicieron casi al mismo tiempo.
Manuel sabía por sus padres que en Chile había parientes cercanos. No era mala idea ir hasta aquel país donde tuvieran contención hasta que lograran adaptarse a la nueva tierra. Pero, ¿cómo llegar hasta allá?

En el puerto alguien les dijo que si querían ir a Chile, lo mejor era llegar hasta alguno de los territorios argentinos limítrofes, como San Juan, Mendoza o –más al sur- Neuquén. Y el matrimonio adolescente e inexperto eligió el nombre que más le gustó, el que se leía de la misma manera de adelante hacia atrás y viceversa.

La ciudad de Neuquén era todavía un grupo de casas humildes que empezaba a organizarse de a poco, luego de que ocho años antes la designaran capital del territorio. En la estación del ferrocarril, Agustín y Manuela se bajaron con sus bártulos y quedaron maravillados con el paisaje desértico, que contrastaba de manera increíble con la frescura del Limay. Agustín, en especial, quedó fascinado con ese entorno agreste y esa pequeña ciudad donde todo estaba por hacer. "¿Y si en vez de seguir para Chile nos quedamos acá?", le preguntó a su mujer.
Conseguir trabajo no fue algo difícil. De profesión jornalero y con estudios primarios, Agustín logró un conchabo en el almacén de ramos generales La Maragata, en Sarmiento y Láinez. Y con el correr del tiempo tuvo otros empleos que le permitieron ganarse la vida, como el de sepulturero, trayendo difuntos en carreta desde el hospital de Allen. También colaboró para la instalación de la primera usina de energía de la ciudad y se desempeñó en distintos lugares de la vida social neuquina, como en la fundación del club Pacífico.

El amor y el tiempo les dieron dos hijos: Agustín y Alberto, a quienes Manuela crió con toda la dedicación, mientras acompañaba y ayudaba a su marido en la casa que compartían en San Martín y Jujuy, donde casi terminaba la ciudad.

Cuentan sus descendientes que vivieron felices en ese olvidado territorio y trabajaron de manera incansable para colaborar con el progreso de la capital.

Manuela murió primero, a los 50 años. Agustín la acompañó 19 años después.

La parejita de españoles que llegó a Neuquén, casi de casualidad, escapando de la guerra, guarda en sus raíces la historia, la aventura, los sueños y el sacrificio de los pioneros. Aquellos que se hicieron hombres y mujeres de golpe, sin importarles su desarraigo. Ni siquiera su inocencia adolescente.
 
 
Nota del autor: en la foto que ilustra esta nota, Agustín y Manuela junto a sus dos hijos: Agustín y Alberto.
 
Publicado en el diario Lmneuquen.
 
 
 
 

martes, 15 de diciembre de 2015

Aquellas cartas a Papá Noel



Los años más felices de mi infancia fueron aquellos en los que creía en Papá Noel. Cada vez que llegaba la Navidad, me preparaba para la Nochebuena con un entusiasmo desbordante, contagiado por mi familia y todos los preparativos que se hacían para las fiestas de fin de año.
Desde que aprendí a leer y a escribir, lo más importante era redactar la carta en la que pediría mi regalo. Sería el contacto mágico de escribirle a Papá Noel, ese hombre que me deslumbraba cuando a la medianoche llegaba a mi casa con una bolsa llena de juguetes.
Mis padres me decían que venía en un trineo desde el cielo y, aunque nunca pude ver aquel aterrizaje increíble, yo me lo imaginaba igual. Creía verlo dirigiendo a los renos y soltando carcajadas al aire. Era algo maravilloso.
Mis preparativos navideños solían comenzar en los primeros días de diciembre cuando mi mamá me preguntaba si había pensado en algún regalo para pedirle. Si bien yo lo tenía decidido casi siempre, me gustaba hacer una visita a la juguetería para ver si había algo nuevo que me pudiera hacer cambiar de opinión. Entonces mi mamá me llevaba “solamente a ver” la vidriera o a consultar por tal juguete y cuánto costaba porque Papá Noel no podía gastar mucho en un solo regalo ya que tenía que atender a millones de chicos en el mundo.
Esa rutina era compartida por mis dos hermanos menores que también se maravillaban hipnotizados toda la oferta que había. Caminábamos despacio y callados entre los estantes, mirando, tocando y soñando con el juguete que nos traería Papá Noel.
De vuelta en casa y una vez elegido el regalo, venía la parte más linda: la de la carta. Entonces había que sacar una hoja y una lapicera para ensayar la redacción de lo que pediríamos. También teníamos que “justificar” aquel regalo con nuestro supuesto buen comportamiento durante el año. Esas eran las reglas.
“Querido Papá Noel: para esta Navidad quiero que me traigas un máscara de buceo y unas patas de rana”, fue un pedido que hice una vez y que lo recuerdo muy bien. El año anterior, nos habían comprado una pileta de lona que mi papá había armado en una parte embaldosada del patio de mi casa donde daba el sol a pleno. Por eso, ese verano era indispensable tener el equipo para  bucear en las profundidades de ese océano cuadrado y con cuatro patas de plástico, en busca de algún tesoro perdido.
Luego del pedido formal llegaba la parte más difícil de la carta: el fundamento de por qué yo merecía la máscara y las patas de rana. Entonces tenía que recordarle a Papá Noel el niño bueno y aplicado que había sido durante los últimos doce meses. “Este año me porté muy bien y estudié mucho”, por ejemplo. O “Este año no hice renegar a mi abuela ni me peleé con mis hermanos”.
Y si había algo imposible de ocultar porque la travesura había sido muy grande, había que confesarlo –aun con vergüenza- con la promesa de que no volvería a ocurrir. “Este año le corté el pelo a las muñecas de mi hermana, pero fue sin querer”. En realidad, no había sido sin querer. Ocurrió que un día jugando con una tijera que le robé a mi abuela del costurero, me encontré de golpe con todas las muñecas que mi hermana tenía en una repisa de su habitación y la tentación fue demasiado grande. Mi hermana lloró desconsolada y mi papá se encargó de hacer justicia sumarísima con una pateadura en el culo, además de dejarme sin salir a jugar por un día entero. La cuenta ya había sido saldada. No había motivo para que se me negaran las patas de rana. “Te prometo que no lo voy a volver a hacer”, fue el remate de la carta.
Esa rutina de la Navidad duró bastante; creo que hasta los 11 años. No lo recuerdo bien. La encargada de destrozar la magia de tantos años fue mi prima Silvia -que era mayor que yo- y un día, así como si nada, me lanzó: “Papá Noel no existe; es tu papá disfrazado”. Casi me muero de angustia. “¡Sí, existe!”, repliqué confundido. “No, no existe. Me lo dijeron mis papás”, selló la discusión.
Inmediatamente recordé que en todas las Nochebuenas, cada vez que estaba por venir Papá Noel, mi viejo desaparecía unos 15 minutos antes de las 12 y era mi mamá o algunos de los adultos presentes los que nos entretenían con alguna excusa para luego decirnos que saliéramos corriendo al patio porque el trineo estaba aterrizando en la terraza. Por esa distracción previa, es que siempre llegábamos tarde y nunca habíamos podido ver aquel descenso desde las estrellas, ni el carro ni los renos.
Papá Noel bajaba despacio por la escalera que, como en todos los veranos estaba tapizada de madreselvas, y cuando desde lo alto nos veía a todos paralizados, lanzaba el característico “Jo, Jo, Jo.. ¡Feliz Navidad!”. Como la impresión era tan grande y la ansiedad por tener el regalo desbordaba, ninguno de nosotros sospechaba que ese gordo bonachón, de barba blanca y vestido de rojo era en realidad mi papá. Inmediatamente abría la bolsa y comenzaba a llamarnos uno a uno, a medida que leía el cartelito con los nombres que tenía cada regalo. Yo abría el paquete desesperado, por más que supiera que en la caja larga estarían las patas de rana y en la otra más cuadrada, la máscara de buceo.
Después de la tremenda revelación de mi prima, ninguna Navidad fue igual para mi. No dejé de concurrir a la juguetería con mi mamá para elegir el regalo de Nochebuena, pero nunca más redacté aquellas cartas con pedidos fundamentados, confesiones de travesuras y promesas de ser un nene mejor.
Papá Noel volvió unos años más para cumplir con la ilusión de los más chicos y yo colaboré con la rutina teatral para que pareciera mágico, hasta que un día no hizo falta que viniera más porque todos habíamos crecido y la línea de la ingenuidad se había desdibujado.
Cuando llegué a ser un adulto y formé mi familia, recreé aquella escena que tantas veces había hecho mi viejo para regalarle la misma ilusión a mis hijos. Y lo hice en unas cuantas ocasiones hasta que una vez más se cerró el ciclo de la inocencia y los chicos se enteraron de la verdad.
Hoy, a pesar de ser un adulto, en cada Nochebuena me hago un tiempo para soñar con aquellos lindos momentos. Cada vez que llegan las 12, recuerdo a mi mamá anunciando el aterrizaje del trineo en la terraza, el revuelo de todos corriendo hasta el patio y la frenada brusca ante la imponente presencia de mi viejo disfrazado en la escalera.
Y vuelvo a ser aquel nene. El que esperaba ansioso la Navidad. El que le escribía cartitas a Papá Noel.

domingo, 22 de noviembre de 2015

Sobreviviente de una masacre

Hay quienes aseguran que se trató de uno de los tantos crímenes olvidados de la Segunda Guerra Mundial. Fue, en comparación con el sangriento saldo que dejó la barbarie global, algo menor; pero para quienes habitaban en Brescia, aquella tranquila ciudad de la Lombardía, fue una masacre.
El 13 de julio de 1944 a las 11 de la mañana el cielo se oscureció de golpe y el ruido de los motores de un enjambre de aviones disparó la sirena del pueblo, como ya había ocurrido en otras oportunidades.

Quienes habitaban en Brescia sabían que esa porción de tierra del norte de Italia era un blanco apetecible. La creciente industria la había convertido sin querer en un objetivo fundamental para los ejércitos de la coalición, que intentaban terminar de una vez por todas con el avance nazi y lo que quedaba del fascismo.

Carlo Garza era un chico de 9 años que vivía una infancia alegre junto a sus padres y a sus tres hermanos menores. Practicaba deportes –su gran pasión-, iba a la escuela y disfrutaba de la libertad. Antes de que se desatara la guerra, era un nene feliz.

Aquel 13 de julio, cuando las sirenas anunciaron un posible ataque, su padre los sacó casi en vuelo. Ni siquiera tuvieron la oportunidad de vestirse. Corrieron todos de la mano hasta el refugio más próximo a la casa, una propiedad de tres plantas ubicada en la Vía Santa Croce. La familia ocupaba el segundo piso.

Al refugio llegaron con el último aliento, a los tropezones. Y luego de un silencio aterrador, comenzó a sonar un silbido largo y cada vez más fuerte hasta que los estruendos se hicieron insoportables.
Durante 20 minutos, 186 aviones aliados lanzaron 518 bombas racimo, esos temibles artefactos que cuando explotaban lanzaban otros que también estallaban y sembraban destrucción a su paso.

Cuando el silencio volvió a la ciudad y ya no había riesgos, el padre de Carlo sacó a su familia del refugio para volver al hogar. Pero las imágenes que se encontraron mostraban a una ciudad distinta.
"Mi casa era solamente escombros; todo el pueblo estaba destruido", recuerda a 70 años de aquella pesadilla.

La pintoresca y pujante Brescia había sido arrasada. Edificios enteros de la Piazza Vittoria habían quedado reducidos a montones de ladrillos y hierros deformados. El hotel Gambero, que muchos habían buscado como refugio, también fue alcanzado por las bombas. Los muertos se contaban por centenares. El olor de la sangre y la tierra se mezclaban en el aire.

Sin más pertenencias que lo puesto, la familia Garza se mudó a un establo abandonado en las afueras. Lo más desesperante estaba por llegar. "Durante mucho tiempo no tuvimos qué comer. Pero lo más duro era ver a mis padres preocuparse por no tener comida para darnos", asegura.

La madre de Carlo hacía lo que podía. Hervía raíces, "disfrazaba" guisos con cualquier animal silvestre que cazaban, y hasta tuvo que servir la carne de algunas de las pocas mascotas que sobrevivieron a las bombas y deambulaban por las ruinas de la ciudad. "Cuando hay hambre, uno come lo que hay; a veces mi madre traía un brócoli y para nosotros era una fiesta", asegura.

Carlo, con la responsabilidad de ser el hijo mayor, colaboró con la familia como pudo. Cuando los soldados norteamericanos ocuparon la ciudad, encontró una singular forma de ganarse la vida. "Juntaba las colillas de los cigarrillos y a la noche las desarmaba y las dejaba orear en una bolsa. Al otro día vendía el tabaco a una mujer que armaba cigarros", recuerda. También oficiaba de guía a los militares en cualquier trámite que necesitaban hacer. Todo fuera para conseguir algunas monedas que sirvieran para sobrevivir.

Cuando finalizó la guerra e Italia comenzó a acomodar su economía, la vida de los Garza se encauzó. Carlo volvió a sonreír después de mucho tiempo y a retomar las cosas que tanto le gustaban, como la práctica de deportes.

Su adolescencia y su juventud coincidieron con el desarrollo de su país y del resto de Europa. Sin embargo, a los 25 años tuvo la posibilidad de comenzar una nueva vida en tierras lejanas.

Ya casado, en 1960 llegó a Villa Regina para desempeñarse como jefe de personal de una empresa. El contacto se lo había dado su cuñado, que tenía conocidos en esa ciudad rionegrina que comenzaba a crecer y que se había convertido en una gran colonia agrícola de inmigrantes italianos. "Vine por un año; y acá estoy", dice con una gran sonrisa cargada de nostalgia.

A través de varios viajes de trabajo, Carlo conoció Neuquén, ciudad que eligió como su último destino. En la región continuó con su pasión por los deportes: el atletismo, el boxeo y el judo, actividad que todavía desarrolla con las mismas ganas que cuando era un chico.

Cada tanto, cuando el bolsillo lo permite, se da una vuelta por su querida Brescia, aquella que de un día para el otro desapareció por las bombas.

Dice que cuando llega, siempre pasa por la Via Santa Croce, donde estaba su casa paterna, aunque ahora el urbanismo y el tiempo la cambiaron por completo. Hay edificios altos y modernos, hay residencias imponentes y por las calles circulan automóviles lujosos.

Sin embargo, la esencia de Brescia sigue siendo la misma que hace 70 años, pese a que la economía floreció y la impronta industrial es cada vez más fuerte. El aire que llega de los valles y el aroma fresco del río Mella hacen que Carlo cierre los ojos, retroceda en el tiempo y vuelva a su infancia. Y por un momento, se ve jugando con sus amigos, practicando deportes, estudiando en la escuela o almorzando junto a sus padres y hermanos. Y sin proponérselo también se ve corriendo al refugio que le salvó la vida. Aquel que le permitió ser un testigo viviente de un triste capítulo de la historia.

Publicado en Lmneuquen

martes, 6 de octubre de 2015

La masacre del Fortín Guañacos



“¿Usted está seguro de lo que me está diciendo?”, preguntó el teniente Astrada.
“Los vi, teniente. Eran muchos indios y criollos que estaban por Buta Mallín. Parecía como que se estaban preparando para algo”, dijo el hombre.
El teniente Sebastián Astrada se quedó pensativo unos segundos. Le agradeció la información al comerciante chileno que había llegado hasta la guarnición y luego lo despidió.
Astrada había sido designado para hacerse cargo del Fortín Guañacos en 1879, año en el que la IV División del Ejército Argentino había bajado desde Mendoza para iniciar por el norte la denominada Conquista del Desierto.
El fortín, ubicado en la margen izquierda del Río Guañacos, unos 2.500 metros antes de la desembocadura del Neuquén, había sido construido con el objetivo de controlar el tránsito de los pasos fronterizos Pichachèn, Buta Mallìn y Alico. La rutina de los militares era realizar salidas exploratorias por la zona que, hasta entonces, parecía tranquila.
Pero la información que le había acercado el comerciante era inquietante. Astrada ya había sido advertido de posibles malones provenientes del otro lado de la cordillera y sabía que un ataque de estas características podría terminar en una tragedia.
Después de pensar y caminar durante una hora frente a las hermosas imágenes que le regalaba el paisaje, Astrada tomó la decisión de corroborar aquella información que le habían traído.
Así, preparó una guarnición de 17 hombres para realizar un patrullaje por la zona. Todos los soldados alistados estaban bien armados y equipados. Sería una exploración de rutina, como tantas que habían hecho desde que se levantó la fortificación de piedra y maderas.
“Alferez Boer: usted se va a quedar a cargo del fortín”, ordenó el teniente. “Nosotros haremos una recorrida por la zona y regresaremos”, agregó con un tono seco.
Eliseo Boer, un joven que recién comenzaba su carrera militar en el Ejército, recibió y aceptó la orden con un saludo al teniente. No dijo nada, pero pensó inmediatamente en todos los riesgos que podría correr la guarnición si la mitad de la tropa se iba.
El quedaría a cargo del fortín con tan solo 15 soldados, algunos auxiliares y peones y un pequeño grupo de mujeres y niños, familiares de la tropa. En el lugar había armas y municiones, pero no las suficientes como para defenderse de un malón.
Desde siempre había escuchado las historias de los hermanos Pincheira, ex soldados de la corona española que terminaron convirtiéndose en bandoleros que arrasaban con todo a su paso desde Chile hacia la Argentina. Esos ejércitos populares integrados por indios y criollos cruzaban habitualmente la cordillera para robar ganado, tomar mujeres cautivas y reclutar hombres para su causa. Los Pincheira ya habían dejado de ser una amenaza desde hace años. Pero los fantasmas de un posible ataque siempre acechaban.
Los presagios de Boer finalmente se cumplieron en las primeras horas de la mañana del 19 de enero de 1881.
El ruido lejano de la carrera de centenares de caballos, puso en alerta a los guardias del fortín y despertó a quienes todavía descansaban.
Boer se levantó de un salto cuando escuchó los gritos. Tomó su fusil y salió corriendo hacia el mangrullo a medio vestir. Cuando estuvo en lo más alto se sorprendió con la imagen que le llegaba desde las montañas. Unos quinientos jinetes armados con rifles se habían lanzado al ataque de la pequeña guarnición.
Boer ordenó al puñado de hombres que tenía a su lado a prepararse para disparar. Y en no menos de cinco minutos, cuando los atacantes estaban a tiro, comenzó la balacera. Una serie de estampidos ininterrumpidos rompieron la tranquilidad de aquella mañana de verano.
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El teniente Astrada vio el humo desde lejos y ordenó a sus hombres dirigirse a toda carrera hacia el fortín. Eran cerca de las 12 del 20 de enero, un día después del ataque que había sufrido la guarnición militar.
A medida que se iban aproximando, los jinetes comenzaron a tener una dimensión de lo que había sido aquella batalla.
De la fortificación de piedras y madera quedaban sólo restos humeantes, rodeados de un centenar de cadáveres. Atacantes y atacados habían regado de sangre todo el perímetro del fortín. También habían quedado algunos hombres gravemente heridos que en cuestión de minutos agrandaría aún más la lista de víctimas. Con el último suspiro, uno de ellos confesó que el ataque había sido encabezado por el cacique Queupo junto a un ejército de indios y criollos bien armados. Y que el objetivo era robar armas, tomar cautivas y todo lo que pudieran. Dijo además que el escape se produjo a través del Paso Pichachén. Luego murió.
Astrada y el resto de los milicos dedicaron casi todo el día a enterrar los muertos y agrupar las pocas pertenencias que habían quedado. Cuando finalizaron, emprendieron la retirada hasta Chos Malal.
El Fortín Guañacos nunca fue reconstruido. Los restos, desgastados por el viento y la lluvia, quedaron en el olvido. Sólo viejas crónicas de la época y algunos historiadores recuerdan aquella mañana trágica, de sangre, batalla y muerte.

viernes, 2 de octubre de 2015

La muerte de un desertor

Javier Villarroel nunca le había tenido miedo a la muerte. Desde chico pensó que cuando fuera grande integraría las filas del Ejército y, que para ser militar, no tendría que tener miedo.
Pero ahora la situación era distinta. Estaba atado de manos, con los brazos cruzados en la espalda, esperando que sus compañeros acataran la orden del sargento. Sus ojos habían sido vendados con un trapo sucio para que no mirara el desenlace, como si eso sirviera de consuelo.
Javier había tenido aquella primera entrevista en el Ejército a principios de 1879, cuando se enteró que estaban incorporando a voluntarios para una expedición hacia el sur del país. Y cuando aprobaron su ingreso casi lloró de alegría.
“En el Ejército, en la expedición al desierto”, se repitió entonces, como sin terminar de creerlo.
Así se fue. Se despidió su familia, con la emoción del caso. Su madre lo abrazó y lo besó. “Cuidate”, le dijo. Su padre lo saludó de lejos, con el mismo orgullo.
La expedición partió desde Malargüe, donde se alzaba el Fuerte General San Martín. Con destino hacia el desconocido y misterioso territorio del Neuquén, aquel lugar casi virgen, con montañas desgastadas por el viento y alimentadas por la nieve, con ríos bravos y cielos limpios.
El capellán se le acercó despacio y masculló algunas palabras apenas entendibles, que hablaban de “resignación” y “arrepentimiento”, pero no de perdón.
Escaparse del Ejército no era otra cosa que “desertar” y la deserción se pagaba con la vida. Ya se lo habían advertido en aquella primera entrevista que tuvo antes de hacerse soldado, pero él ni siquiera lo había tenido en cuenta cuando huyó. Necesitaba escaparse de la expedición, pero también de los fantasmas que lo perseguían. Los malditos fantasmas…
Uno en particular lo atormentaba y lo visitaba cada día y cada noche. Era el fantasma de un hombre sin nombre. De un indio que intentó zafar de la masacre, y que él persiguió como si fuera un animal de caza, hasta que lo arrinconó contra un monte, y le metió un balazo en el pecho, sin pensar, acuciado por el ansia de cumplir su deber.
El gesto de agonía de aquel hombre, los ojos secos y vacíos, la boca entreabierta llena de tierra y sangre, lo perseguía una y otra vez.
Lo había matado, cuando matar no estaba en sus planes. Siempre le habían hablado de llevar soberanía al sur, de “convencer” a las gentes que vivían en el lugar desde siempre. Pero él había cumplido con aquella orden de disparar. Todavía no entendía cómo. Tal vez por el temor, o por la responsabilidad, o por la ignorancia… Pero había matado y había visto matar a muchos más.
Por eso escapó aquella noche sin luna, en un caballo flaco, sin rumbo, ni conocimiento. Atormentado y perdido. Por eso la patrulla que salió a buscarlo lo encontró a los pocos días y lo apresó sin resistencia, entumecido de frío, agobiado por el cansancio.
Con las primeras luces del día, los cinco soldados se formaron en fila y en silencio a la espera de la orden para matar al desertor.
El capellán se acercó y le preguntó si tenía algo que decir antes de morir.  Volvió sobre sus pasos y habló con el oficial.  Entonces le quitaron el trapo sucio de los ojos. Prefería morir mirando el cielo.
Cumplido el deseo, y tras la orden del sargento, una ráfaga de cinco balas le abrió el pecho. Cayó de rodillas y luego se desplomó sobre un costado.
Murió al instante, con una expresión extraña.
Le quedaron los ojos abiertos, secos y opacos.

Como los de aquel indio que había matado, y que finalmente se había cobrado venganza.


Nota del autor: Javier Villarroel existió. Fue un soldado mendocino que murió fusilado por desertor de la Cuarta División durante la denominada Conquista del Desierto un viernes 25 de abril de 1879 en el norte del territorio de Neuquén.

Publicado en el portal DiariamenteNeuquen

martes, 29 de septiembre de 2015

El intendente que amenazó con vender el norte neuquino a los chilenos

“¡Usted es un pedigüeño, Gorgni!…. ¡Como todos los intendentes, un pedigüeño que nunca le alcanza lo que tiene!”, vociferó el gobernador Rodolfo Rosauer ante la mirada helada y furiosa del jefe comunal. 
“Si su gente quiere comida o ropa, que se venga al valle a trabajar, que aquí hay trabajo para todo el mundo”, agregó el mandatario con tono severo. 
Antonio Manuel Gorgni era un médico rural que se desempeñaba en toda la zona norte de la provincia del Neuquén y que había sido nombrado intendente interventor de la localidad de Andacollo. 
En la década del 60, la mayoría de los pueblos norteños estaban olvidados por el poder central, pese a los insistentes reclamos que hacían los administradores. Hacía falta de todo: obras, ayuda social, trabajo, servicios, infraestructura. 
Esa visita que realizó Gorgni a la casa de gobierno de Neuquén fue la gota que colmó el vaso. Aunque en parte se la imaginaba, la respuesta del gobernador no era la que esperaba. El intendente necesitaba ayuda urgente de todo tipo porque los problemas y las carencias del pueblo eran una prioridad. Sin ayuda del gobierno, sería imposible solucionar tantos inconvenientes. 
Por eso Gorgni no contestó y apenas si masculló una despedida entre los dientes ante la indiferencia del gobernador. Había viajado una decena de veces a la capital y la respuesta era la misma de siempre: “usted es un pedigüeño, como todos los intendentes”. 
Cuando esa misma tarde llegó a Andacollo, Gorgni pensó una y mil veces la manera de “conmover” a las autoridades del poder central. Hasta que finalmente la encontró. 
En su oficina, tomó la máquina de escribir y comenzó a redactar una carta al alcalde de Andacollo, un pueblo homónimo ubicado en territorio chileno. 
En la extensa misiva, el intendente le recordaba las tradiciones y culturas del norte neuquino, todo lo que habían hecho los chilenos para el desarrollo del pueblo y el “desinterés” que tenían las autoridades argentinas en toda la zona. 
Por eso, le propuso a su colega una suerte de trabajo en conjunto para tratar de que el gobierno chileno se hiciera cargo de todo el olvidado Departamento Minas. Hacerse cargo no era otra cosa que tratar de comprar el territorio. 
La respuesta del funcionario chileno no tardó en llegar. En efecto se le dijo a Gorgni que el gobierno trasandino estaba dispuesto a aceptar la propuesta y para iniciar las acciones ante las respectivas cancillerías y la ONU para que “esta colonia chilena, vuelva a la soberanía de sus antiguos habitantes”. 
El intendente neuquino leyó la nota una y otra vez, la guardó en el sobre en la que había llegado y luego de armar un listado de ayudas para Andacollo, volvió a viajar a Neuquén Capital. 
Luego de esperar largos minutos en uno de los patios internos de la casa de gobierno, el secretario del gobernador le dio el visto bueno para que ingresara a la audiencia. 
“¡Lo estaba extrañando! ¡Espero que no venga a pedir limosnas para la gente del norte!”, fue el sarcasmo del mandatario. 
“Quédese tranquilo gobernador. Vengo a dejarle esta carta para que lo lea cuando pueda”, dijo cortante. Acto seguido, Gorgni pegó media vuelta y se retiró sin siquiera un saludo. Un vehículo lo estaba esperando en la puerta para llevarlo nuevamente a Andacollo. 
Después del largo viaje, el intendente finalmente llegó a su pueblo y lo primero que vio apenas ingresó a su oficina fue un telegrama furioso del gobernador: “Médico loco. Abandone trámites. El Departamento Minas no se vende. Presentarse urgente Acción Social con vehículo de carga”. 
A partir de este episodio las relaciones entre el gobierno y los municipios comenzaron a cambiar. Si era necesaria ayuda se la enviaba urgente; si se reclamaban obras se hacían a la brevedad. 
Todo lo que comenzaron a reclamar los municipios fue cumplido en tiempo y forma por el gobierno de la provincia. 
No fuera cosa que algún intendente se enojara. Y que alguno -como el doctor Gorgni- y volviera a tentar a los chilenos con extrañas propuestas para cambiar los mapas.