martes, 30 de junio de 2015

Juan Balderrama, el demonio que bajó a caballo en el norte neuquino




Juan Balderrama era un tipo malo, un forajido despiadado, un bandolero que no se conmovía a la hora de robar o matar.

En 1909 todo el norte neuquino estaba aterrorizado con sus andanzas regadas de sangre y furia, y las noticias sobre sus asaltos y crímenes corrían de boca en boca en cada pueblo o paraje.
Balderrama era el cabecilla de una banda que también integraban Desiderio Troncoso, Juan Sepúlveda, Clodomiro Parada y Luis Navarrete, bandoleros que lo acompañaban en cada golpe y que no eran menos brutales que su líder. Pero ninguno se destacaba como Balderrama. Él era el jefe, el que planeaba los asaltos, daba las órdenes y repartía los botines.
Se cree que las andanzas del grupo de forajidos habían comenzado a fines del siglo XIX, pero no fue hasta aquel invierno de 1909 en que se hizo famoso por cuatro crímenes que cometió en menos de un mes.
La seguidilla de golpes comenzó con el asalto a un almacén de Andacollo, donde robó mercadería y oro que la dueña, de apellido Fuentes,  le había comprado a mineros del lugar. Dos días después, la banda atacó el comercio de Bonifacio Herrera. Los bandoleros amenazaron al propietario y dispararon contra una mujer que resultó herida, pero de milagro no murió.
Sin embargo, el atraco más sangriento ocurriría luego en un comercio, cuyos dueños eran dos ciudadanos de origen árabe de apellido Cura y Wette. Balderrama les pidió dinero y, ante la negativa de los propietarios, los asesinó de varios balazos. Los ladrones se llevaron mercadería y armas, pero antes de salir el jefe ordenó a sus secuaces a disparar contra los cadáveres de los dos hombres que yacían en el piso del almacén. La autopsia reflejaría que uno recibió 39 disparos y el otro 30.
La noticia del brutal crimen generó un fuerte impacto en la comunidad norteña y en el resto del territorio. En cada pueblo y paraje no se hablaba de otra cosa. El sanguinario Balderrama había atacado con extremada crueldad y estaba dispuesto a seguir con su derrotero sangriento.
La Policía de Andacollo organizó una partida de milicos para darle caza y estuvo a punto de conseguirlo cuando una noche alguien le pasó el dato de que Balderrama y su gente se encontraban en el comercio de Adolfo D’Achary. Los policías llegaron al lugar y se enfrentaron contra los bandoleros, pero no pudieron atraparlos. Solo Navarrete cayó herido de muerte, igual que un sargento de apellido Fuentes. La banda huyó en la oscuridad.
A los pocos días,  Balderrama apareció solo por el paraje Ranquilón, en el departamento Ñorquín, y un policía del lugar -sin saber quién era- se acercó para identificarlo. La respuesta fueron 6 balazos que lo mataron en el acto. Una vez más, volvió a desaparecer, pese al cerco policial que se había montado.
A medida que mataba y escapaba, la figura de Balderrama se hacía más grande entre la gente que a esa altura vivía atemorizada. En los pueblos se hablaba que el mismo demonio había bajado en el norte neuquino y se sostenía que la clave de sus efectivas huidas era su caballo, un imponente zaino del que los pueblerinos decían que tenía poderes sobrenaturales. “El animal le anticipa las nevazones y las tormentas, y lo guía en las noches sin luna por cualquier despeñadero”, comentaban en los boliches. “El caballo vuela por los cerros cuando se le acerca la milicada”, decían en los fogones. “Cuando él se acuesta, el caballo le hace de campana y si hay peligro, lo despierta con un relincho”, sostenían en las reuniones para el asombro y el terror de los presentes.
Los dueños de los boliches habían decidido cerrar sus puertas durante la noche por temor a ser asaltados y en cada vivienda los moradores tenían los Winchester listos para disparar por si el forajido aparecía. Las mujeres no querían salir a la calle por temor a encontrárselo.
Los policías, en tanto, se arengaban entre sí. Se convencían de que no había que tenerle miedo, que Balderrama era nada más que un hombre y no un demonio como comentaba la gente. Y que el animal que montaba era un caballo normal, aunque muy rápido. Pero no tenía poderes celestiales ni era cómplice del bandido. “¿Les tienen miedo a los caballos? Bueno, Balderrama tiene un caballo nomás, igual que los nuestros”, predicaban los jefes a sus tropas.
Entre las decenas de partidas que organizaron los comisarios de los pueblos para perseguirlo, una comisión tuvo la oportunidad histórica de cruzárselo, aunque no se trataba de un grupo numeroso sino de dos policías: el subcomisario Tránsito Álvarez y el agente Guerrero.
Cuando los milicos vieron al forajido quedaron impresionados, pero inmediatamente reaccionaron. Balderrama desenfundó su revólver y disparó, pero sin suerte. El agente hizo lo propio y el proyectil impactó en el cuerpo del bandido que cayó dolorido y sin posibilidades de incorporarse. Los policías se acercaron lentamente y le advirtieron que si intentaba algo lo rematarían allí mismo. Luego de separarlo del arma y de constatar que no representaba peligro, lo ataron de pies y manos y lo llevaron como un trofeo a la comisaría, junto al caballo del que todo el mundo hablaba.
La noticia corrió inmediatamente por todos los pueblos y la gente volvió a vivir tranquila. “¡Atraparon a Balderrama!”, gritaban. “¡Cayó el demonio!”, festejaban.
Sin su líder, el resto de los bandidos que lo acompañaban no tardaron en ser capturados. Todos finalmente fueron trasladados a las respectivas comisarías a la espera del juicio que, como era de esperar, acaparó la atención de toda la comunidad.
Balderrama y Sepúlveda fueron sentenciados a pena de muerte, pero finalmente ambos terminaron con reclusión perpetua en la prisión de Tierra del Fuego. El resto fue condenado con penas de 25 y 10 años.
El caballo de Balderrama, aquel animal de poderes sobrenaturales que anticipaba las nevazones y tormentas, que era capaz de volar por los cerros y hacer de vigía mientras su dueño dormía, tuvo mejor suerte. A partir de ese día pasó a ser el caballo del jefe de la Policía.




Un trágico final para los bandidos
Juan Balderrama, el asesino que mantuvo en vilo al norte neuquino, intentó fugarse del Presidio de Tierra del Fuego el 30 de noviembre de 1914 y murió por el disparo de un guardia. Desiderio Troncoso también escapó de esa cárcel la misma fecha, pero fue recapturado y muerto en la isla Hoste (Chile). Juan Manuel Sepúlveda fue embarcado en el transporte Vicente Fidel López con destino a Río Gallegos el 19 de febrero de 1918. De Clodomiro Parada nunca se supo nada


Fuentes: Testimonio del comisario de los territorios nacionales Carlos Alberto Contreras y expedientes policiales de los territorios nacionales de Neuquén y Tierra del Fuego,  recopilados por Tomás Wagner..
Publicado en Lmneuquen.

miércoles, 24 de junio de 2015

¡Se estrelló el Comet IV!

“¡Que se cayó el Comet, te digo!”, gritó desaforado un hombre mientras corría detrás de una muchedumbre, sobre la calle Primeros Pobladores. “Chocó contra el puente”, agregó desde lejos con un hilo de voz.
Corría 1959 y la ciudad de Neuquén estaba conmocionada con la llegada del De Havilland Comet IV, uno de los seis poderosos aviones comerciales de pasajeros que había adquirido la empresa Aerolíneas Argentinas.
La llegada del moderno aparato a Neuquén había sido difundida por LU5 como una gran noticia y en la población todo era expectativa. Es que el Comet IV era una maravilla de la tecnología, un verdadero coloso del aire que cubriría rutas internacionales, especialmente hacia Estados Unidos y Europa. Tenía capacidad para 80 pasajeros y contaba con cuatro poderosos turborreactores Rolls Royce”, cuya excepcional potencia le permitieron alguna vez marcar un récord de velocidad en su viaje desde Inglaterra.
La empresa De Havilland había construido estas nuevas máquinas con el objetivo de dejar atrás versiones anteriores que habían sufrido varios accidentes con un número alto de víctimas. El Comet IV era lo mejor y por eso todo el mundo estaba expectante con su llegada.
Como parte de las pruebas y el entrenamiento de los pilotos, Aerolíneas Argentinas había decidido realizar un vuelo experimental a Neuquén, que recién había alcanzado el título de provincia para dejar de ser territorio nacional.
El día de la llegada, una muchedumbre fue a ver el aterrizaje a la pista del entonces aeroclub de la ciudad. “En minutos, aterrizará en Neuquén el Comet IV”, lanzó el locutor de LU5. E inmediatamente agregó: “Se van a dar cuenta por el sonido de sus motores”.
En efecto, ese día la gente esperó ansiosa el sonido de aquellos cuatro turborreactores de los que tanto hablaban. Es que en rigor de la verdad, muy pocos habían escuchado alguna vez algo semejante. “¿A qué se parecerán? ¿Tan fuerte suenan?”, se preguntaban.
Lo cierto es que apenas el imponente Comet IV surcó el Alto Valle de Río Negro y Neuquén, toda la comunidad se dio cuenta de su llegada. El rugido de los poderosos motores dejó boquiabierto a más de uno y fue el gancho más convocante que pudo haber para verlo en el aeroclub.
Durante las horas que el aparato estuvo en la pista, decenas de curiosos se acercaron a admirarlo. “En Neuquén aterrizó el Comet IV”, repetían en LU5.
La misma expectativa revivió cuando el piloto volvió a encender los motores para emprender el regreso. “Atención, señoras y señores, el Comet IV está por despegar”, se anunció en la radio.
La ciudad se volvió a paralizar a la espera de aquel rugido estrepitoso surcando por el cielo. La pesada aeronave carreteó por la pista principal y a la altura de los límites con Plottier tomó altura y giró a la izquierda para retomar la ruta con destino a Buenos Aires de manera rasante sobre Neuquén.
El silencio de la tarde volvió a quebrarse como las hojas del otoño y la tranquilidad quedó a un lado frente al bramido de los cuatro Rolls Royce que parecían mucho más potentes que cuando sonaron en la llegada.
Pero algo pasó. Alguien llamó a la Policía y luego a la radio. Y posteriormente a los Bomberos: “¡El Comet IV se estrelló contra el puente!”.
Con la velocidad de los rumores, la noticia comenzó a correr por todo el pueblo. “¡Se cayó el Comet IV!”. Algunas personas decidieron dirigirse hasta la confluencia de los ríos para ver qué había pasado y a medida que corrían por el centro hacia el puente, el pequeño grupo se iba nutriendo de más vecinos que querían ser testigos. “¿Qué pasó?”, gritaban cuando veían correr a los desquiciados. “¡El Comet IV se tragó el puente!”, respondían. Y así se iban sumando más. “¡Dios mío! El Comet IV se estrelló”, repetían unos y otros.
A la altura de la calle Primeros Pobladores, un verdadero malón se dirigía exhausto en medio de la polvareda. Algunos habían optado por hacerlo por la Ruta 22. Había gente corriendo. Otros lo hacían en bicicleta y hasta montados a caballo. Muy pocos tenían la suerte de llegar en vehículo. Los bomberos y la Policía también se dirigieron raudamente, aunque el tránsito era dificultoso.
Finalmente, el gentío llegó jadeando hasta la zona del monolito y el ingreso al puente y comenzó a mirar con desesperación a uno y otro lado en busca de humo, fuego o los restos retorcidos del avión. Pero al cabo de unos minutos, y ante el imponente y manso paisaje ribereño, comenzaron a mirarse unos con otros, como preguntándose “¿y el Comet IV?”.
Con el transcurso de los minutos y ante la inapelable evidencia, la muchedumbre que había llegado desesperada para ver el accidente se dio cuenta de que había sido víctima de una broma de mal gusto o de un rumor infundado.
En silencio algunos, a las puteadas otros. Todos volvieron caminando despacio, como si se tratara de una peregrinación desconcertada, defraudada por la propia realidad. Poco antes de llegar al centro, el grupo se fue desmembrando hasta que de a pares, tríos o en forma solitaria, cada uno regresó a su hogar.
Aquella noche, a la hora de la cena, fue el tema obligado de conversación en cada mesa. Por Neuquén había pasado el Comet IV, aquel avión de motores infernales, esa máquina moderna y poderosa que pasó volando bien bajito, a ras del pueblo y muy cerquita del puente.

Agradecimiento: a Tomás Heger Wagner, por su invalorable aporte testimonial.

martes, 16 de junio de 2015

La muerte de un periodista



“¿Me despedí de Julito?”, le preguntó el periodista a su esposa. Pudo haber sido una premonición de que algo malo ocurriría y por eso lamentaba la duda de no haber saludado a su hijo más chico que estaba por cumplir cuatro años y se había quedado en la casa.
Abel Chaneton y su esposa Amalia habían ido al cine aquel 18 de enero de 1917. La sala era la gran atracción de los neuquinos que recién llegaban a la flamante capital en busca de crecimiento y progreso.
Chaneton había nacido en Córdoba y de joven se había radicado en Chos Malal, entonces capital provincial de Neuquén. Allí se desempeñó en numerosos oficios y ocupó varios cargos públicos.
“Era un hombre muy inteligente y educado”, recuerda Carlos Chaneton, nieto e hijo de Julio, el hijo más chico de Abel, aquel chiquito de 3 años que le había generado la duda al periodista el día que fue con su mujer al cine y que un par de horas después encontraría la muerte.
Llegado a la capital, Chaneton había ocupado el cargo de concejal y presidente del Concejo Municipal, pero también había comenzado a ejercer su otra pasión: la de periodista. Por eso había fundado el diario Neuquén, una publicación que mantenía informada a la población de todo el territorio. “El diario tenía mucha información social y de servicios, pero también política”, recuerda Carlos.
En 1917, el gran tema que generaba debate y polémica era la muerte de ocho presos que se habían escapado de la prisión U9 el año anterior. Chaneton sostenía que los reclusos habían sido asesinados a sangre fría, versión contraria a la que tenía el gobierno de Eduardo Elordi, que hablaba de enfrentamiento. Y así derramaba denuncias y duras editoriales en su diario. Elordi no sólo sostenía la versión oficial de la Policía, sino que se negaba a investigar en profundidad la posibilidad de que realmente hubiese sido un fusilamiento a mansalva.
La contraparte periodística del tema la protagonizaba otro matutino ubicado en la localidad de Allen, que se llamaba El Regional y que dirigía Carlos Palacios. Las editoriales de este diario, además de defender la hipótesis oficial, descargaban duras críticas hacia el diario de Neuquén y, en especial, hacia Chaneton.
Editoriales cada vez más duras, denuncias de amenazas, un clima enrarecido en una región que recién empezaba a poblarse y a crecer.
Aquel 17 de enero, Chaneton y su esposa fueron al cine, en busca de un poco de distracción, pero en un intervalo, uno de sus colaboradores, Cesáreo Fernández Pereiro, llegó hasta la sala para decirle que en el bar La Alegría, ubicado en Olascoaga y Mitre, estaba Palacios y su gente. Con el tiempo, todos sospecharían que se trató de una emboscada planificada.
Chaneton se tocó las ropas para constatar que tenía el revólver que siempre lo acompañaba y se dirigió al bar casi a la carrera. En vano fueron los intentos de Amalia y de su amigo para frenarlo. Salió decidido a pedir explicaciones por las reiteradas ofensas públicas que había recibido en los últimos días
Cuando ingresó a La Alegría lo vio a Palacios. Estaba con René Bunster, un colaborador y con el sargento Luna, a quien Elordi había designado como custodia por una supuesta amenaza de Chaneton.
Palacios desenfundó su arma y disparó, pero no tuvo puntería. Lo mismo hizo Chaneton, pero con más suerte. Al menos dos balas impactaron en el director de El Regional, que cayó mortalmente herido. En el bar había gritos, confusión, gente tratando de escapar del tiroteo.
Chaneton intentó divisar a los agresores, pero estaban escondidos o habían escapado. Por eso decidió salir del lugar.
Entre las mesas y sillas tiradas caminó con dificultad hasta que finalmente llegó hasta la puerta y salió, sin darse cuenta que escondido entre las sombras lo estaba esperando agazapado el sargento Luna. El periodista no atinó a nada porque el policía le apoyó el 38 en el pecho y le disparó a quemarropa.
La noticia de la muerte del periodista tuvo alcance nacional y en el pueblo causó una profunda conmoción, porque todos sabían de las denuncias que había realizado y del enfrentamiento que sostenía con el gobierno de Elordi. 
Los restos de Abel Chaneton fueron velados en el diario que tanto quería ante una multitud y luego sepultados en el cementerio central de la ciudad.
Sus familiares lo recuerdan como un buen hombre, dedicado a encontrar justicia y contar verdades a través de su pluma, sin importarle las presiones del poder político, sin siquiera sentir el miedo a la muerte.

Nota del autor
El día posterior a su muerte, Abel Chaneton tenía previsto viajar a Buenos Aires para entrevistarse con el flamante presidente de la Nación Hipólito Yrigoyen. El objetivo era buscar apoyo a la investigación que impulsaba por la masacre de Zainuco, ante la negativa del gobierno neuquino.
Estaba dispuesto a seguir luchando para que aquellos crímenes no quedaran impunes y para que el caso tomara trascendencia nacional.

jueves, 11 de junio de 2015

Más allá de las fronteras



Bwinya había parido a su hijo en medio de la selva congoleña, sin más conocimientos que el que manda el instinto de mujer y con la ayuda de algunas aldeanas amigas. El parto había sido tan terrible y doloroso que al momento de nacer la criatura le produjo un desgarro que le unió la vagina y el ano en un solo conducto. El esfínter había desaparecido y con él la posibilidad de controlar las necesidades que ahora atentaban contra su pudor y ponían en riesgo su vida.
Bwinya, una refugiada ruandesa tutsi, sabía que la única posibilidad de salvación era aquel campamento alejado de médicos extranjeros que habían llegado hace poco. Por eso tomó coraje y se lanzó en una tortuosa caminata de más de ocho horas en busca de ayuda.
Llegó exhausta y dolorida. No hizo falta que explicara nada. Cuando la ginecóloga la vio, quedó impresionada por el tamaño de la herida y se conmovió aún más cuando la paciente le contó que su mayor preocupación era que no pudiera volver a quedar embarazada y que, por este motivo, su hombre la rechazara. Tenía miedo de quedar relegada en su comunidad como mujer y esposa.
María Laura Vasilchin había llegado a Kalonge, República Democrática del Congo, en una de las tantas misiones que realizó por el mundo junto a la organización Médicos Sin Fronteras (MSF).
Nacida en Neuquén hace 36 años y criada en Allen, supo desde que era una niña que su destino era la medicina. Se lo había dicho a sus padres cuando apenas tenía 8 años. “Les decía que quería ser médica para ir a curar enfermos a África”, recordó.
Luego de cursar sus estudios de medicina y de recibir el título de ginecóloga y obstetra en la Universidad Favaloro, María Laura decidió unirse a MSF para aportar sus conocimientos en aquellas tierras lejanas dominadas por el hambre, la violencia y la miseria humana. Así fue que conoció Liberia, Etiopía, el Congo, Haití, Afganistán y Palestina, donde atendió a centenares de personas. Fue en esas tierras donde compartió el dolor de sus pacientes, convivió con la pobreza y fue testigo de casos increíbles, esos que nunca hubiese imaginado, como el de aquella pobre mujer que se había desgarrado en el parto.
Después de esperar varios días, debido a las urgencias que había que atender, María Laura habló con Bwinya y le dio la buena noticia. “Te voy a operar hoy mismo”, le dijo. La mujer comprendió inmediatamente, aun sin conocer el idioma.
Esa tarde, una cortina de agua se colgaba pesada sobre la selva congoleña, inundando los pocos claros que se destacaban entre la vegetación. El quirófano del campamento estaba listo, igual que el anestesista que la asistiría en aquella delicada operación.
En medio del diluvio, María Laura unió músculos, cosió carnes y reconstruyó órganos. Lo hizo de manera paciente y dedicada durante varias horas. Por momentos se abstrajo de aquella postal irreal. Le costaba creer que era ella la que estaba en medio de la selva, bajo un aguacero despiadado, operando a una desdichada, cuyo destino dependía de su pericia y sus conocimientos. Esa sensación ya la había sentido en otros momentos. Era algo increíble y a la vez placentero.
Durante todos los años de trabajo comunitario, María Laura aprendió a convivir con los vaivenes emocionales de su profesión. Sintió la impotencia cuando no pudo hacer nada frente a la muerte, y tuvo la satisfacción cuando logró salvar una vida. Más de una vez salió del dolor para pasar inmediatamente a la alegría por aquellos triunfos insignificantes y enormes a la vez. Y tuvo como el mejor reconocimiento la gratitud de esas personas, a las que logró cambiarles la realidad y su calidad de vida. Aquellos que cuando la cruzaban la saludaban efusivamente y le tiraban besos.
Eso fue lo que sucedió con esa mujer a la que operó exitosamente durante aquel diluvio inolvidable. Después de varios días, Bwinya evolucionó y volvió a su pueblo, feliz de tener la oportunidad de ser madre otra vez, más allá de los riesgos propios de la realidad y su entorno.
María Laura se quedó en el campamento atendiendo urgencias y ayudando a otros, como a lo largo de toda su carrera profesional. Lo hizo con la convicción de que bien vale asumir riesgos para modificar la vida de una persona. O aceptar sacrificios para intentar cambiar las sentencias que a veces dicta el destino.


Descanso luego de las misiones

Hace dos años que María Laura Vasilchin vive en la Argentina y está alejada de las misiones humanitarias de la organización Médicos Sin Fronteras, de las que fue parte durante casi toda su vida profesional.
Además de ejercer su profesión en la salud pública y privada de Allen, se recibió de sexóloga, actividad que también comparte con la misma dedicación y vocación.
¿Volver a África? “Es una posibilidad”, aseguró. Y dijo que tal vez sea dentro de un par de años o cuando se jubile. La propia necesidad de ayudar le dirá cuándo es el momento justo para iniciar una nueva aventura solidaria.

(Publicado en el diario Lmneuquen)

miércoles, 10 de junio de 2015

Un riñón, una amistad profunda

Se conocieron hace 23 años cuando eran muy jóvenes y trabajaban como promotoras en empresas, eventos y espectáculos. Y cuando se vieron firmaron ese acuerdo tácito de amistad que une a dos personas para cuidarse, quererse y contenerse en las buenas y en las malas.
La historia de Erica Flores (45) y Alejandra Álvarez (43) parece el guión de una comedia dramática con final feliz. Es uno de esos cuentos que mezclan lágrimas de tristeza y alegría, contrastes para estrujar el corazón y para alimentar el alma. Por cuestiones de la vida, Erica se fue a vivir a Rosario y Alejandra, a Buenos Aires.
Se extrañaban, pero siempre estaban comunicadas y al tanto de lo que le pasaba  a cada una. Cierto día, Alejandra le dijo que se había enfermado de los riñones y que estaba complicada. Los médicos denominan a esta dolencia como “poliquistosis renal”, que no es otra cosa que la aparición de quistes que terminan destruyendo las funciones que tienen los riñones.
Alejandra hizo tratamientos y hasta logró quedar embarazada, algo difícil por lo avanzada que estaba su enfermedad. Y así siguió hasta que su estado de salud empeoró y tuvo que someterse a diálisis diarias.
Hace tres años, durante las largas charlas telefónicas o las comunicaciones por chat que tenía con Erica, Alejandra le confesó que no podía vivir más de esa manera. El proceso de diálisis era interminable y si no se hacía un trasplante renal su vida sería cada vez más complicada. En rigor, Alejandra ya estaba en la lista de emergencias, pero los donantes no aparecían y si aparecían no eran compatibles.
“Qué necesitás para que yo te done mi riñón?”, le preguntó un día Erica. Alejandra quedó sorprendida. Le explicó que para ser donante tenía que tener el grupo A positivo, como ella. “¡Tenemos el mismo grupo!”, fue la respuesta de la amiga. A partir de ese momento comenzó otra historia.
Para la donación de un riñón, el receptor y el donante deben someterse a complejos estudios de compatibilidad. Erica comenzó con los análisis básicos y el 19 de febrero de 2014 le dieron el resultado más esperado: tenían 100 por ciento de compatibilidad. Cuando Erica se lo comunicó, Alejandra no lo podía creer. Las dos lloraron. Después de completar otros análisis y de tener la autorización judicial, los médicos pusieron fecha para la operación. Como si el destino siguiera jugando sus cartas a favor de esta historia, otro 19 de febrero, pero del año siguiente, se realizó el trasplante.
En quirófanos paralelos se hicieron las intervenciones de manera exitosa. Antes, Erica y Alejandra posaron para la foto, contentas y anticipando el desenlace. Hoy las amigas caminan por la vida compartiendo su increíble experiencia.
Ayer, Erica (que volvió a radicarse en Neuquén) visitó este diario y Alejandra se comunicó por teléfono desde Buenos Aires. Durante media hora hablaron, se rieron, reflejaron su alegría, se mandaron besos y se prometieron un pronto reencuentro. Las dos se mostraron felices como nunca: una porque vuelve a la vida normal, aunque con tres riñones; y la otra, porque le quedó uno solo, pero después de aquella operación siente que tiene el corazón mucho más grande.

Publicado en el diario Lmneuquen