martes, 15 de diciembre de 2015

Aquellas cartas a Papá Noel



Los años más felices de mi infancia fueron aquellos en los que creía en Papá Noel. Cada vez que llegaba la Navidad, me preparaba para la Nochebuena con un entusiasmo desbordante, contagiado por mi familia y todos los preparativos que se hacían para las fiestas de fin de año.
Desde que aprendí a leer y a escribir, lo más importante era redactar la carta en la que pediría mi regalo. Sería el contacto mágico de escribirle a Papá Noel, ese hombre que me deslumbraba cuando a la medianoche llegaba a mi casa con una bolsa llena de juguetes.
Mis padres me decían que venía en un trineo desde el cielo y, aunque nunca pude ver aquel aterrizaje increíble, yo me lo imaginaba igual. Creía verlo dirigiendo a los renos y soltando carcajadas al aire. Era algo maravilloso.
Mis preparativos navideños solían comenzar en los primeros días de diciembre cuando mi mamá me preguntaba si había pensado en algún regalo para pedirle. Si bien yo lo tenía decidido casi siempre, me gustaba hacer una visita a la juguetería para ver si había algo nuevo que me pudiera hacer cambiar de opinión. Entonces mi mamá me llevaba “solamente a ver” la vidriera o a consultar por tal juguete y cuánto costaba porque Papá Noel no podía gastar mucho en un solo regalo ya que tenía que atender a millones de chicos en el mundo.
Esa rutina era compartida por mis dos hermanos menores que también se maravillaban hipnotizados toda la oferta que había. Caminábamos despacio y callados entre los estantes, mirando, tocando y soñando con el juguete que nos traería Papá Noel.
De vuelta en casa y una vez elegido el regalo, venía la parte más linda: la de la carta. Entonces había que sacar una hoja y una lapicera para ensayar la redacción de lo que pediríamos. También teníamos que “justificar” aquel regalo con nuestro supuesto buen comportamiento durante el año. Esas eran las reglas.
“Querido Papá Noel: para esta Navidad quiero que me traigas un máscara de buceo y unas patas de rana”, fue un pedido que hice una vez y que lo recuerdo muy bien. El año anterior, nos habían comprado una pileta de lona que mi papá había armado en una parte embaldosada del patio de mi casa donde daba el sol a pleno. Por eso, ese verano era indispensable tener el equipo para  bucear en las profundidades de ese océano cuadrado y con cuatro patas de plástico, en busca de algún tesoro perdido.
Luego del pedido formal llegaba la parte más difícil de la carta: el fundamento de por qué yo merecía la máscara y las patas de rana. Entonces tenía que recordarle a Papá Noel el niño bueno y aplicado que había sido durante los últimos doce meses. “Este año me porté muy bien y estudié mucho”, por ejemplo. O “Este año no hice renegar a mi abuela ni me peleé con mis hermanos”.
Y si había algo imposible de ocultar porque la travesura había sido muy grande, había que confesarlo –aun con vergüenza- con la promesa de que no volvería a ocurrir. “Este año le corté el pelo a las muñecas de mi hermana, pero fue sin querer”. En realidad, no había sido sin querer. Ocurrió que un día jugando con una tijera que le robé a mi abuela del costurero, me encontré de golpe con todas las muñecas que mi hermana tenía en una repisa de su habitación y la tentación fue demasiado grande. Mi hermana lloró desconsolada y mi papá se encargó de hacer justicia sumarísima con una pateadura en el culo, además de dejarme sin salir a jugar por un día entero. La cuenta ya había sido saldada. No había motivo para que se me negaran las patas de rana. “Te prometo que no lo voy a volver a hacer”, fue el remate de la carta.
Esa rutina de la Navidad duró bastante; creo que hasta los 11 años. No lo recuerdo bien. La encargada de destrozar la magia de tantos años fue mi prima Silvia -que era mayor que yo- y un día, así como si nada, me lanzó: “Papá Noel no existe; es tu papá disfrazado”. Casi me muero de angustia. “¡Sí, existe!”, repliqué confundido. “No, no existe. Me lo dijeron mis papás”, selló la discusión.
Inmediatamente recordé que en todas las Nochebuenas, cada vez que estaba por venir Papá Noel, mi viejo desaparecía unos 15 minutos antes de las 12 y era mi mamá o algunos de los adultos presentes los que nos entretenían con alguna excusa para luego decirnos que saliéramos corriendo al patio porque el trineo estaba aterrizando en la terraza. Por esa distracción previa, es que siempre llegábamos tarde y nunca habíamos podido ver aquel descenso desde las estrellas, ni el carro ni los renos.
Papá Noel bajaba despacio por la escalera que, como en todos los veranos estaba tapizada de madreselvas, y cuando desde lo alto nos veía a todos paralizados, lanzaba el característico “Jo, Jo, Jo.. ¡Feliz Navidad!”. Como la impresión era tan grande y la ansiedad por tener el regalo desbordaba, ninguno de nosotros sospechaba que ese gordo bonachón, de barba blanca y vestido de rojo era en realidad mi papá. Inmediatamente abría la bolsa y comenzaba a llamarnos uno a uno, a medida que leía el cartelito con los nombres que tenía cada regalo. Yo abría el paquete desesperado, por más que supiera que en la caja larga estarían las patas de rana y en la otra más cuadrada, la máscara de buceo.
Después de la tremenda revelación de mi prima, ninguna Navidad fue igual para mi. No dejé de concurrir a la juguetería con mi mamá para elegir el regalo de Nochebuena, pero nunca más redacté aquellas cartas con pedidos fundamentados, confesiones de travesuras y promesas de ser un nene mejor.
Papá Noel volvió unos años más para cumplir con la ilusión de los más chicos y yo colaboré con la rutina teatral para que pareciera mágico, hasta que un día no hizo falta que viniera más porque todos habíamos crecido y la línea de la ingenuidad se había desdibujado.
Cuando llegué a ser un adulto y formé mi familia, recreé aquella escena que tantas veces había hecho mi viejo para regalarle la misma ilusión a mis hijos. Y lo hice en unas cuantas ocasiones hasta que una vez más se cerró el ciclo de la inocencia y los chicos se enteraron de la verdad.
Hoy, a pesar de ser un adulto, en cada Nochebuena me hago un tiempo para soñar con aquellos lindos momentos. Cada vez que llegan las 12, recuerdo a mi mamá anunciando el aterrizaje del trineo en la terraza, el revuelo de todos corriendo hasta el patio y la frenada brusca ante la imponente presencia de mi viejo disfrazado en la escalera.
Y vuelvo a ser aquel nene. El que esperaba ansioso la Navidad. El que le escribía cartitas a Papá Noel.

domingo, 22 de noviembre de 2015

Sobreviviente de una masacre

Hay quienes aseguran que se trató de uno de los tantos crímenes olvidados de la Segunda Guerra Mundial. Fue, en comparación con el sangriento saldo que dejó la barbarie global, algo menor; pero para quienes habitaban en Brescia, aquella tranquila ciudad de la Lombardía, fue una masacre.
El 13 de julio de 1944 a las 11 de la mañana el cielo se oscureció de golpe y el ruido de los motores de un enjambre de aviones disparó la sirena del pueblo, como ya había ocurrido en otras oportunidades.

Quienes habitaban en Brescia sabían que esa porción de tierra del norte de Italia era un blanco apetecible. La creciente industria la había convertido sin querer en un objetivo fundamental para los ejércitos de la coalición, que intentaban terminar de una vez por todas con el avance nazi y lo que quedaba del fascismo.

Carlo Garza era un chico de 9 años que vivía una infancia alegre junto a sus padres y a sus tres hermanos menores. Practicaba deportes –su gran pasión-, iba a la escuela y disfrutaba de la libertad. Antes de que se desatara la guerra, era un nene feliz.

Aquel 13 de julio, cuando las sirenas anunciaron un posible ataque, su padre los sacó casi en vuelo. Ni siquiera tuvieron la oportunidad de vestirse. Corrieron todos de la mano hasta el refugio más próximo a la casa, una propiedad de tres plantas ubicada en la Vía Santa Croce. La familia ocupaba el segundo piso.

Al refugio llegaron con el último aliento, a los tropezones. Y luego de un silencio aterrador, comenzó a sonar un silbido largo y cada vez más fuerte hasta que los estruendos se hicieron insoportables.
Durante 20 minutos, 186 aviones aliados lanzaron 518 bombas racimo, esos temibles artefactos que cuando explotaban lanzaban otros que también estallaban y sembraban destrucción a su paso.

Cuando el silencio volvió a la ciudad y ya no había riesgos, el padre de Carlo sacó a su familia del refugio para volver al hogar. Pero las imágenes que se encontraron mostraban a una ciudad distinta.
"Mi casa era solamente escombros; todo el pueblo estaba destruido", recuerda a 70 años de aquella pesadilla.

La pintoresca y pujante Brescia había sido arrasada. Edificios enteros de la Piazza Vittoria habían quedado reducidos a montones de ladrillos y hierros deformados. El hotel Gambero, que muchos habían buscado como refugio, también fue alcanzado por las bombas. Los muertos se contaban por centenares. El olor de la sangre y la tierra se mezclaban en el aire.

Sin más pertenencias que lo puesto, la familia Garza se mudó a un establo abandonado en las afueras. Lo más desesperante estaba por llegar. "Durante mucho tiempo no tuvimos qué comer. Pero lo más duro era ver a mis padres preocuparse por no tener comida para darnos", asegura.

La madre de Carlo hacía lo que podía. Hervía raíces, "disfrazaba" guisos con cualquier animal silvestre que cazaban, y hasta tuvo que servir la carne de algunas de las pocas mascotas que sobrevivieron a las bombas y deambulaban por las ruinas de la ciudad. "Cuando hay hambre, uno come lo que hay; a veces mi madre traía un brócoli y para nosotros era una fiesta", asegura.

Carlo, con la responsabilidad de ser el hijo mayor, colaboró con la familia como pudo. Cuando los soldados norteamericanos ocuparon la ciudad, encontró una singular forma de ganarse la vida. "Juntaba las colillas de los cigarrillos y a la noche las desarmaba y las dejaba orear en una bolsa. Al otro día vendía el tabaco a una mujer que armaba cigarros", recuerda. También oficiaba de guía a los militares en cualquier trámite que necesitaban hacer. Todo fuera para conseguir algunas monedas que sirvieran para sobrevivir.

Cuando finalizó la guerra e Italia comenzó a acomodar su economía, la vida de los Garza se encauzó. Carlo volvió a sonreír después de mucho tiempo y a retomar las cosas que tanto le gustaban, como la práctica de deportes.

Su adolescencia y su juventud coincidieron con el desarrollo de su país y del resto de Europa. Sin embargo, a los 25 años tuvo la posibilidad de comenzar una nueva vida en tierras lejanas.

Ya casado, en 1960 llegó a Villa Regina para desempeñarse como jefe de personal de una empresa. El contacto se lo había dado su cuñado, que tenía conocidos en esa ciudad rionegrina que comenzaba a crecer y que se había convertido en una gran colonia agrícola de inmigrantes italianos. "Vine por un año; y acá estoy", dice con una gran sonrisa cargada de nostalgia.

A través de varios viajes de trabajo, Carlo conoció Neuquén, ciudad que eligió como su último destino. En la región continuó con su pasión por los deportes: el atletismo, el boxeo y el judo, actividad que todavía desarrolla con las mismas ganas que cuando era un chico.

Cada tanto, cuando el bolsillo lo permite, se da una vuelta por su querida Brescia, aquella que de un día para el otro desapareció por las bombas.

Dice que cuando llega, siempre pasa por la Via Santa Croce, donde estaba su casa paterna, aunque ahora el urbanismo y el tiempo la cambiaron por completo. Hay edificios altos y modernos, hay residencias imponentes y por las calles circulan automóviles lujosos.

Sin embargo, la esencia de Brescia sigue siendo la misma que hace 70 años, pese a que la economía floreció y la impronta industrial es cada vez más fuerte. El aire que llega de los valles y el aroma fresco del río Mella hacen que Carlo cierre los ojos, retroceda en el tiempo y vuelva a su infancia. Y por un momento, se ve jugando con sus amigos, practicando deportes, estudiando en la escuela o almorzando junto a sus padres y hermanos. Y sin proponérselo también se ve corriendo al refugio que le salvó la vida. Aquel que le permitió ser un testigo viviente de un triste capítulo de la historia.

Publicado en Lmneuquen

martes, 6 de octubre de 2015

La masacre del Fortín Guañacos



“¿Usted está seguro de lo que me está diciendo?”, preguntó el teniente Astrada.
“Los vi, teniente. Eran muchos indios y criollos que estaban por Buta Mallín. Parecía como que se estaban preparando para algo”, dijo el hombre.
El teniente Sebastián Astrada se quedó pensativo unos segundos. Le agradeció la información al comerciante chileno que había llegado hasta la guarnición y luego lo despidió.
Astrada había sido designado para hacerse cargo del Fortín Guañacos en 1879, año en el que la IV División del Ejército Argentino había bajado desde Mendoza para iniciar por el norte la denominada Conquista del Desierto.
El fortín, ubicado en la margen izquierda del Río Guañacos, unos 2.500 metros antes de la desembocadura del Neuquén, había sido construido con el objetivo de controlar el tránsito de los pasos fronterizos Pichachèn, Buta Mallìn y Alico. La rutina de los militares era realizar salidas exploratorias por la zona que, hasta entonces, parecía tranquila.
Pero la información que le había acercado el comerciante era inquietante. Astrada ya había sido advertido de posibles malones provenientes del otro lado de la cordillera y sabía que un ataque de estas características podría terminar en una tragedia.
Después de pensar y caminar durante una hora frente a las hermosas imágenes que le regalaba el paisaje, Astrada tomó la decisión de corroborar aquella información que le habían traído.
Así, preparó una guarnición de 17 hombres para realizar un patrullaje por la zona. Todos los soldados alistados estaban bien armados y equipados. Sería una exploración de rutina, como tantas que habían hecho desde que se levantó la fortificación de piedra y maderas.
“Alferez Boer: usted se va a quedar a cargo del fortín”, ordenó el teniente. “Nosotros haremos una recorrida por la zona y regresaremos”, agregó con un tono seco.
Eliseo Boer, un joven que recién comenzaba su carrera militar en el Ejército, recibió y aceptó la orden con un saludo al teniente. No dijo nada, pero pensó inmediatamente en todos los riesgos que podría correr la guarnición si la mitad de la tropa se iba.
El quedaría a cargo del fortín con tan solo 15 soldados, algunos auxiliares y peones y un pequeño grupo de mujeres y niños, familiares de la tropa. En el lugar había armas y municiones, pero no las suficientes como para defenderse de un malón.
Desde siempre había escuchado las historias de los hermanos Pincheira, ex soldados de la corona española que terminaron convirtiéndose en bandoleros que arrasaban con todo a su paso desde Chile hacia la Argentina. Esos ejércitos populares integrados por indios y criollos cruzaban habitualmente la cordillera para robar ganado, tomar mujeres cautivas y reclutar hombres para su causa. Los Pincheira ya habían dejado de ser una amenaza desde hace años. Pero los fantasmas de un posible ataque siempre acechaban.
Los presagios de Boer finalmente se cumplieron en las primeras horas de la mañana del 19 de enero de 1881.
El ruido lejano de la carrera de centenares de caballos, puso en alerta a los guardias del fortín y despertó a quienes todavía descansaban.
Boer se levantó de un salto cuando escuchó los gritos. Tomó su fusil y salió corriendo hacia el mangrullo a medio vestir. Cuando estuvo en lo más alto se sorprendió con la imagen que le llegaba desde las montañas. Unos quinientos jinetes armados con rifles se habían lanzado al ataque de la pequeña guarnición.
Boer ordenó al puñado de hombres que tenía a su lado a prepararse para disparar. Y en no menos de cinco minutos, cuando los atacantes estaban a tiro, comenzó la balacera. Una serie de estampidos ininterrumpidos rompieron la tranquilidad de aquella mañana de verano.
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El teniente Astrada vio el humo desde lejos y ordenó a sus hombres dirigirse a toda carrera hacia el fortín. Eran cerca de las 12 del 20 de enero, un día después del ataque que había sufrido la guarnición militar.
A medida que se iban aproximando, los jinetes comenzaron a tener una dimensión de lo que había sido aquella batalla.
De la fortificación de piedras y madera quedaban sólo restos humeantes, rodeados de un centenar de cadáveres. Atacantes y atacados habían regado de sangre todo el perímetro del fortín. También habían quedado algunos hombres gravemente heridos que en cuestión de minutos agrandaría aún más la lista de víctimas. Con el último suspiro, uno de ellos confesó que el ataque había sido encabezado por el cacique Queupo junto a un ejército de indios y criollos bien armados. Y que el objetivo era robar armas, tomar cautivas y todo lo que pudieran. Dijo además que el escape se produjo a través del Paso Pichachén. Luego murió.
Astrada y el resto de los milicos dedicaron casi todo el día a enterrar los muertos y agrupar las pocas pertenencias que habían quedado. Cuando finalizaron, emprendieron la retirada hasta Chos Malal.
El Fortín Guañacos nunca fue reconstruido. Los restos, desgastados por el viento y la lluvia, quedaron en el olvido. Sólo viejas crónicas de la época y algunos historiadores recuerdan aquella mañana trágica, de sangre, batalla y muerte.

viernes, 2 de octubre de 2015

La muerte de un desertor

Javier Villarroel nunca le había tenido miedo a la muerte. Desde chico pensó que cuando fuera grande integraría las filas del Ejército y, que para ser militar, no tendría que tener miedo.
Pero ahora la situación era distinta. Estaba atado de manos, con los brazos cruzados en la espalda, esperando que sus compañeros acataran la orden del sargento. Sus ojos habían sido vendados con un trapo sucio para que no mirara el desenlace, como si eso sirviera de consuelo.
Javier había tenido aquella primera entrevista en el Ejército a principios de 1879, cuando se enteró que estaban incorporando a voluntarios para una expedición hacia el sur del país. Y cuando aprobaron su ingreso casi lloró de alegría.
“En el Ejército, en la expedición al desierto”, se repitió entonces, como sin terminar de creerlo.
Así se fue. Se despidió su familia, con la emoción del caso. Su madre lo abrazó y lo besó. “Cuidate”, le dijo. Su padre lo saludó de lejos, con el mismo orgullo.
La expedición partió desde Malargüe, donde se alzaba el Fuerte General San Martín. Con destino hacia el desconocido y misterioso territorio del Neuquén, aquel lugar casi virgen, con montañas desgastadas por el viento y alimentadas por la nieve, con ríos bravos y cielos limpios.
El capellán se le acercó despacio y masculló algunas palabras apenas entendibles, que hablaban de “resignación” y “arrepentimiento”, pero no de perdón.
Escaparse del Ejército no era otra cosa que “desertar” y la deserción se pagaba con la vida. Ya se lo habían advertido en aquella primera entrevista que tuvo antes de hacerse soldado, pero él ni siquiera lo había tenido en cuenta cuando huyó. Necesitaba escaparse de la expedición, pero también de los fantasmas que lo perseguían. Los malditos fantasmas…
Uno en particular lo atormentaba y lo visitaba cada día y cada noche. Era el fantasma de un hombre sin nombre. De un indio que intentó zafar de la masacre, y que él persiguió como si fuera un animal de caza, hasta que lo arrinconó contra un monte, y le metió un balazo en el pecho, sin pensar, acuciado por el ansia de cumplir su deber.
El gesto de agonía de aquel hombre, los ojos secos y vacíos, la boca entreabierta llena de tierra y sangre, lo perseguía una y otra vez.
Lo había matado, cuando matar no estaba en sus planes. Siempre le habían hablado de llevar soberanía al sur, de “convencer” a las gentes que vivían en el lugar desde siempre. Pero él había cumplido con aquella orden de disparar. Todavía no entendía cómo. Tal vez por el temor, o por la responsabilidad, o por la ignorancia… Pero había matado y había visto matar a muchos más.
Por eso escapó aquella noche sin luna, en un caballo flaco, sin rumbo, ni conocimiento. Atormentado y perdido. Por eso la patrulla que salió a buscarlo lo encontró a los pocos días y lo apresó sin resistencia, entumecido de frío, agobiado por el cansancio.
Con las primeras luces del día, los cinco soldados se formaron en fila y en silencio a la espera de la orden para matar al desertor.
El capellán se acercó y le preguntó si tenía algo que decir antes de morir.  Volvió sobre sus pasos y habló con el oficial.  Entonces le quitaron el trapo sucio de los ojos. Prefería morir mirando el cielo.
Cumplido el deseo, y tras la orden del sargento, una ráfaga de cinco balas le abrió el pecho. Cayó de rodillas y luego se desplomó sobre un costado.
Murió al instante, con una expresión extraña.
Le quedaron los ojos abiertos, secos y opacos.

Como los de aquel indio que había matado, y que finalmente se había cobrado venganza.


Nota del autor: Javier Villarroel existió. Fue un soldado mendocino que murió fusilado por desertor de la Cuarta División durante la denominada Conquista del Desierto un viernes 25 de abril de 1879 en el norte del territorio de Neuquén.

Publicado en el portal DiariamenteNeuquen

martes, 29 de septiembre de 2015

El intendente que amenazó con vender el norte neuquino a los chilenos

“¡Usted es un pedigüeño, Gorgni!…. ¡Como todos los intendentes, un pedigüeño que nunca le alcanza lo que tiene!”, vociferó el gobernador Rodolfo Rosauer ante la mirada helada y furiosa del jefe comunal. 
“Si su gente quiere comida o ropa, que se venga al valle a trabajar, que aquí hay trabajo para todo el mundo”, agregó el mandatario con tono severo. 
Antonio Manuel Gorgni era un médico rural que se desempeñaba en toda la zona norte de la provincia del Neuquén y que había sido nombrado intendente interventor de la localidad de Andacollo. 
En la década del 60, la mayoría de los pueblos norteños estaban olvidados por el poder central, pese a los insistentes reclamos que hacían los administradores. Hacía falta de todo: obras, ayuda social, trabajo, servicios, infraestructura. 
Esa visita que realizó Gorgni a la casa de gobierno de Neuquén fue la gota que colmó el vaso. Aunque en parte se la imaginaba, la respuesta del gobernador no era la que esperaba. El intendente necesitaba ayuda urgente de todo tipo porque los problemas y las carencias del pueblo eran una prioridad. Sin ayuda del gobierno, sería imposible solucionar tantos inconvenientes. 
Por eso Gorgni no contestó y apenas si masculló una despedida entre los dientes ante la indiferencia del gobernador. Había viajado una decena de veces a la capital y la respuesta era la misma de siempre: “usted es un pedigüeño, como todos los intendentes”. 
Cuando esa misma tarde llegó a Andacollo, Gorgni pensó una y mil veces la manera de “conmover” a las autoridades del poder central. Hasta que finalmente la encontró. 
En su oficina, tomó la máquina de escribir y comenzó a redactar una carta al alcalde de Andacollo, un pueblo homónimo ubicado en territorio chileno. 
En la extensa misiva, el intendente le recordaba las tradiciones y culturas del norte neuquino, todo lo que habían hecho los chilenos para el desarrollo del pueblo y el “desinterés” que tenían las autoridades argentinas en toda la zona. 
Por eso, le propuso a su colega una suerte de trabajo en conjunto para tratar de que el gobierno chileno se hiciera cargo de todo el olvidado Departamento Minas. Hacerse cargo no era otra cosa que tratar de comprar el territorio. 
La respuesta del funcionario chileno no tardó en llegar. En efecto se le dijo a Gorgni que el gobierno trasandino estaba dispuesto a aceptar la propuesta y para iniciar las acciones ante las respectivas cancillerías y la ONU para que “esta colonia chilena, vuelva a la soberanía de sus antiguos habitantes”. 
El intendente neuquino leyó la nota una y otra vez, la guardó en el sobre en la que había llegado y luego de armar un listado de ayudas para Andacollo, volvió a viajar a Neuquén Capital. 
Luego de esperar largos minutos en uno de los patios internos de la casa de gobierno, el secretario del gobernador le dio el visto bueno para que ingresara a la audiencia. 
“¡Lo estaba extrañando! ¡Espero que no venga a pedir limosnas para la gente del norte!”, fue el sarcasmo del mandatario. 
“Quédese tranquilo gobernador. Vengo a dejarle esta carta para que lo lea cuando pueda”, dijo cortante. Acto seguido, Gorgni pegó media vuelta y se retiró sin siquiera un saludo. Un vehículo lo estaba esperando en la puerta para llevarlo nuevamente a Andacollo. 
Después del largo viaje, el intendente finalmente llegó a su pueblo y lo primero que vio apenas ingresó a su oficina fue un telegrama furioso del gobernador: “Médico loco. Abandone trámites. El Departamento Minas no se vende. Presentarse urgente Acción Social con vehículo de carga”. 
A partir de este episodio las relaciones entre el gobierno y los municipios comenzaron a cambiar. Si era necesaria ayuda se la enviaba urgente; si se reclamaban obras se hacían a la brevedad. 
Todo lo que comenzaron a reclamar los municipios fue cumplido en tiempo y forma por el gobierno de la provincia. 
No fuera cosa que algún intendente se enojara. Y que alguno -como el doctor Gorgni- y volviera a tentar a los chilenos con extrañas propuestas para cambiar los mapas.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Sangre alrededor del fortín



La sangrienta batalla que a continuación se relata ocurrió hace 133 años, justo debajo de los puentes que hoy unen a las ciudades de Neuquén y Cipolletti.


Fortín Primera División, 16 de enero de 1882

Muy temprano, poco antes que se asomara el sol, una partida de milicos había salido de recorrida desde el Fortín Primera División hacia el paraje La Picasa, para observar los terrenos del lugar, y comprobar la posible presencia de indios detrás de la línea de fortines. El grupo lo integraban el cabo Manuel Contreras y cuatro soldados.
El Fortín estaba ubicado a 500 metros del Paso Fotheringham, sobre el río Neuquén, muy cerca de la confluencia con el Limay.
Casi a la misma hora, tres soldados habían sido enviados hacia una isla del Neuquén a cuidar a medio centenar de caballos que habían quedado pastando en el lugar.
Juan Lindor Robledo, Lorenzo Montecino y Ramón Mercado, un joven mendocino de 22 años, partieron en busca de los animales, que estaban ubicados relativamente cerca del fortín. Sería un trabajo de rutina, como tantas veces lo habían hecho.
Aprovechando la frescura del amanecer el capitán Juan José Gómez también decidió hacer una tarea similar, pero con su caballo.
El animal que montaba Gómez no había sido enviado a la isla porque era tan brioso que varias veces se le había escapado. Por este motivo, el hombre había decidido atarlo a una estaca en el mismo fortín durante toda la noche para salir a trotar en horas de la madrugada para cansarlo un poco. No sería un trayecto largo. Con salir a correr por los alrededores bastaría para calmar al nervioso animal y domesticarlo un poco.
Una veintena de soldados y troperos aun descansaba en el fortín, sin saber que ese día se libraría una batalla sangrienta.
Un millar de guerreros de las tribus de Namuncurá, Reuquecurá y Ñancucheo, con la colaboración de indios neuquinos y araucanos de Chile, habían planeado un audaz asalto al pequeño edificio construido con piedras y palos.
La Conquista del Desierto había comenzado en 1879 y tenía como objetivo lograr dominio real sobre los territorios de la región pampeana y la Patagonia que la Argentina reclamaba haber heredado de España, pero que hasta ese entonces permanecían bajo el control de pueblos originarios de diversas tribus.
Así como habían avanzado las columnas militares por distintos puntos de la Patagonia, las agrupaciones indígenas se habían organizado para resistir cualquier intento de usurpación de sus tierras. Y los combates eran realmente sangrientos.

Sorpresas
El capitán Gómez disfrutaba el paisaje del río, los árboles y el ruido del agua en esa mañana de verano, fresca y reconfortante, cuando el sonido del clarín y las descargas de los fusiles lo volvieron a la realidad. El ataque de los indios había comenzado y era realmente feroz.
Inmediatamente el militar se dio cuenta que estaba en peligro. Había quedado completamente alejado de su guarnición, por lo que no tuvo otro remedio, para volver al lugar, que atravesar las filas enemigas.
Antes de emprender una carrera alocada en busca de refugio, se había sacado una camisa roja y se la había enrollado en un brazo para defenderse de las lanzas.
Cuando los indios notaron su presencia inmediatamente se dirigieron a él. Cinco jinetes habían salido del fortín para darle protección a punta de pistola, mientras que el resto seguía parapetado contra las maderas disparando sus fusiles una y otra vez.
Revolver en mano, Gómez eludió una decena de indios, pero no pudo evitar el encuentro casi cuerpo a cuerpo con dos de los atacantes. A uno lo mató de un certero disparo, pero al otro lo erró, por lo que el indio con un rápido reflejo lanzó un chuzazo que lo alcanzó en la pierna. Pese al dolor, la reacción de Gómez también fue rápida y de dos disparos terminó con la vida de su enemigo. La velocidad de su caballo le permitió finalmente entrar al fortín.
La aparición de Gómez sorprendió realmente a los indios que se replegaron por un instante para organizarse y volver a la carga.
Pero en ese mismo momento, tuvo lugar otro imprevisto. La patrulla de soldados que comandaba el cabo Contreras volvía de hacer su relevamiento en La Picasa (donde hoy se encuentra la ciudad de Cinco Saltos), por lo que no pudo eludir la batalla.
Gómez ordenó a los soldados que estaban en el Fortín que abrieran fuego contra unos 70 indios que habían salido en busca de los recién llegados. Esta rápida acción permitió que Contreras y sus hombres lograran llegar milagrosamente hasta la empalizada del fortín sin mayores heridas que algún corte de lanza.

El rescate
Pero el combate seguiría dando sorpresas. Los tres soldados que habían ido a cuidar la caballada aparecieron por el lado del río y el choque fue inevitable. Cuando los vieron los indios se lanzaron al ataque.
El soldado Robledo cayó atravesado por cinco lanzazos y murió al instante. Montecino alcanzó a disparar su arma, pero ante la gran cantidad de enemigos decidió retroceder hasta una laguna que se había formado por el desborde del río Neuquén. Hasta allí fueron a buscarlo y lo mataron a chuzazos.
El joven Mercado quedó solo. En vano, disparó su carabina y luego sacó su sable para batirse con varios indios que lo rodeaban.
Desde el Fortín alcanzaron a ver la escena, pero Mercado estaba demasiado lejos para el alcance de los fusiles, por lo que el sargento Ponce le pidió permiso al capitán Gómez para que le permita salir a auxiliarlo. Los soldados Gerónimo Reinoso, Nicasio Bustos, Emilio Luján y Manuel Díaz lo acompañarían aun sabiendo el riesgo que esta misión implicaba.
Los caciques, de manera inteligente, ordenaron no salir a atacar a los salvadores. Era mejor esperarlos para cuando estuvieran lejos del alcance de las balas, buscarlos y matarlos.
Tras una rápida carrera, los cinco militares llegaron finalmente hasta donde estaba Mercado. A los tiros lograron ahuyentar unos metros a los indios, pero el salvataje se hizo complicado. El soldado no se podía parar porque una lanza lo había atravesado de lado a lado.
“Agarrate de la cola del caballo”, le gritó uno de sus compañeros. Con las pocas fuerzas que le quedaban Mercado se aferró al animal y el grupo retomó el regreso al Fortín, no sin antes enfrentarse nuevamente a una gran columna de indios que había ido a buscarlos.
A los tiros y sablazos, los soldados lograron avanzar hasta quedar cerca de la guarnición militar que cubrió con varios disparos la llegada.
Mercado quedó tendido en el suelo y un soldado tuvo que salir en su búsqueda para auxiliarlo. Logró levantarlo e ingresarlo finalmente al Fortín, pero el esfuerzo fue en vano. El joven soldado finalmente moriría horas después por las heridas de 27 lanzazos.

El desenlace
El grueso de los indios, que se había mantenido sin intervenir en estas primeras acciones de lucha, escuchó finalmente la orden de los caciques para el ataque final al fuerte. Y todos salieron en masa a matar o morir.
Los grupos, con lanzas y cuchillos en mano, llegaron rápidamente con sus caballos casi hasta el borde del foso que rodeaba al fortín. Allí se bajaron y se lanzaron dentro de la zanja para tratar de llegar a la guarnición. Pero los disparos de fusiles y revólveres impidieron que el enemigo llegue a la empalizada.
En cuestión de segundos, numerosos cadáveres quedaron tendidos en la zanja sin que se lograra penetrar en la pequeña fortaleza militar, por lo que los jefes decidieron ordenar la retirada para reagruparse y esperar una mejor oportunidad.
Pero además de la férrea defensa de los soldados en el fortín, una acción del capitán Gómez sería decisiva para poner fin al ataque. En un momento de la batalla, el capitán alcanzó divisar a lo lejos la figura de uno de los principales cabecillas, que organizaba los ataques de los indios, por lo que le pidió el fusil a un soldado para intentar un disparo salvador.
El capitán apoyó el Remington en un hueco de la empalizada, apuntó pacientemente y disparó. La bala cruzó todo el campo de batalla e impactó en el cuerpo del cacique, que cayó muerto instantáneamente para sorpresa de todos sus seguidores.
El episodio terminó convenciendo al resto de los capitanejos de que sería mejor una retirada ordenada sin arriesgar más vidas. Después de todo el saldo no había sido tan malo para los indios. Habían matado cuatro soldados y herido a una decena más de milicos por lo que el fortín había quedado debilitado. Además tenían en su poder 50 caballos que habían logrado robar de la isla donde pastaban. Los 27 muertos que habían tenido en sus filas no significaban un número importante para el gran ejército que poseían.

El parte
Cuando los indios se retiraron, dentro del fortín volvió la calma, pero la depresión se adueñó del aguerrido capitán Gómez.
En el parte de guerra que escribió al coronel Villegas comentó los pormenores de la batalla y lamentó haber perdido a cuatro soldados y a toda la caballada.
“Puedo asegurar al señor coronel que si los indios consiguieron arrebatarme parte de los caballos que estaban en el corral, no fue por culpa mía, ni por descuido o negligencia.  Y si después de retirarse no los perseguí fue debido al estado de la tropa.  Apenas disponía de diez hombres en estado de moverse”, aseguró en el escrito.
Por la acción de defensa del fortín, Juan José Gómez fue promovido al grado de Sargento Mayor; Ponce a Sargento 1º, y los soldados Gerónimo Reinoso, Nicasio Bustos, Emilio Luján y Manuel Díaz, que protagonizaron el audaz rescate, a Cabos 1º.
La batalla del Fortín Primera División fue uno de los tantos episodios sangrientos que se vivieron en el norte de la Patagonia a finales del siglo XIX a partir de la denominada Conquista del Desierto.

 
(Los datos con los que fue escrita esta crónica fueron extraídos de la página www.revisionistas.com.ar en la que citan como fuente a don Mario Raone y su libro: Fortines del Desierto y a la Asociación Vuelta de Obligado)
Esta crónica fue publicada en el portal Diariamenteneuquén
 

martes, 22 de septiembre de 2015

El fantasma y los vivos



“Yo la vide mi coronel…. La vide con mis propios ojos”, dijo el policía casi sin aliento.
“Era horrible…. Toda chascona y con una mirada que …”.
El cabo no alcanzó a terminar la frase que enseguida hizo la señal de la cruz dos veces seguidas y levantó la vista como invocando algún poder divino para su protección.
“¡No me va a decir que usted también cree en fantasmas, Benavidez!”, dijo el coronel Manuel Olascoaga tratando de no perder la paciencia.
“¿Y qué hizo cuándo la vio?”, volvió a repreguntar.
“Y… me juí corriendo… ¿qué quiere qué haga mi coronel?”
Corría 1891 y hacía tiempo que en la tranquila Chos Malal se hablaba insistentemente que un fantasma andaba rondando el pueblo.
Los testimonios se multiplicaban y, por coincidencia o efecto reflejo, todos describían lo mismo: una mujer de cabello largo, muy delgada y blanca como la nieve que emitía sonidos guturales y hacía ademanes cada vez que se cruzaba con algún vecino. Luego desaparecía misteriosamente.
Algunos decían que se trataba de un alma en pena que se negaba a abandonar el mundo de los vivos y que únicamente se iría si se llevaba a algún mortal con ella.
El cura de la ciudad ya estaba al tanto del tema., pero no tenía muchas explicaciones. Decía que había que rezar y que en lo posible nadie enfrentara al fantasma. Es más, hasta hacía recomendaciones a las niñas y jovencitas, puesto que había testigos que aseguraban que el fantasma andaba ligero de ropas.
Olascoaga, que por entonces había asumido el cargo de primer gobernador del territorio neuquino, había escuchado la historia mil veces. Se la habían contado colaboradores, funcionarios, amigos, vecinos… y realmente estaba harto del tema.
El militar no creía que se tratara de un fantasma como todo el mundo decía. Estaba convencido de que el fantasma era alguien que se disfrazaba y se dedicaba a asustar a la gente como una manera de divertirse. Es más, hasta casi tenía la certeza de que podría tratarse de un hombre con ropas de mujer y alguna cabellera improvisada con lana de oveja.
“Benavidez: vaya y dígale a su jefe que me venga a ver urgente. ¿Me entiende? ¡Urgente!”, gritó el gobernador. El policía salió corriendo.
En forma paralela, Olascoaga convocó a todos sus colaboradores a una reunión inmediata porque tenía que darles a conocer una noticia muy importante.
Una vez reunido todo el equipo en su despacho, el gobernador comenzó a caminar lentamente con los brazos cruzados en la espalda y mirándolos a todos de reojo. El silencio y la intriga mantenían a todos expectantes.
“Si hay alguien de ustedes que no cree en el fantasma que dicen que anda dando vueltas que levante la mano”, dijo Olascoaga sin dejar de caminar. Todos se miraron de reojo, pero los brazos seguían en su lugar.
“Entonces todos creen”, dijo con tono seco. Nadie contestó.
El gobernador se paró por un momento frente a su escritorio y levantó un papel con la punta de los dedos y se los mostró.
“Este es un decreto que acabo de firmar. A partir de ahora, es una obligación para cualquier policía disparar su arma si llega a encontrarse con el fantasma. El que no lo haga será dado de baja”, dijo paseándose frente a la fila de colaboradores y manteniendo el papel con la mano en alto.
“Además vamos a ofrecer un premio de 20 pesos para aquel que logre capturarlo. Quiero que se entere todo el pueblo”, ordenó.
La noticia del decreto corrió más rápido que el viento y a partir de ese día terminaron definitivamente los avistamientos de fantasmas en todo Chos Malal.
Cuentan algunos que ante semejante amenaza, el alma en pena finalmente abandonó el mundo terrenal.
Cuentan otros que algún vivo recapacitó y prefirió no arriesgarse. No fuera cosa que un chumbazo lo pasara de verdad al mundo de los muertos.

Ilustración: Carlos Isola.