Agustín
Orejas y Manuela Gómez vivían su amistad con la seriedad y madurez que
le imponía la época a un par de adolescentes. Sus familias se conocían y
ya anticipaban que la joven pareja tendría un destino común, aunque no
pensaban que los acontecimientos se desarrollarían de manera tan rápida y
dramática.
En junio de ese año, el asesinato
del archiduque Francisco Fernando de Austria, en Sarajevo, desencadenó
un clima de inestabilidad en todo el continente europeo, que ya venía
temblando al compás de las principales potencias. La Primera Guerra
Mundial estaba por dar sus primeros pasos.
Las
familias de Agustín y Manuela sabían que un enfrentamiento de estas
características sería desastroso, más allá de que España se había
declarado neutral ante el posicionamiento del resto de los países. Por
eso, en la primera oportunidad que tuvieron de hablar del tema, no lo
dudaron: lo mejor sería que los chicos se fueran cuanto antes a otro
continente, en lo posible, a América. Pero, ¿cómo lo lograrían siendo
menores? A alguien se le ocurrió que lo mejor sería que se casaran en
España y se embarcaran con documentos falsos que indicaran que ambos ya
eran mayores de edad.
Lo hablaron varias veces y
planificaron el "escape" hasta el último detalle. También decidieron
cuál sería el mejor destino: la ciudad de Nueva York.
Un
par de meses después, las familias se reunieron en el puerto de Gijón.
La parejita de adolescentes ya se había casado y estaba a punto de
emprender la aventura más grande de sus vidas.
El
barco León XIII partió rumbo a las islas Canarias, primer contacto
después del continente, para luego seguir camino hasta Norteamérica. Sin
embargo, el clima tuvo un rol decisivo en aquel viaje.
Un
frente de tormenta violento hizo que el capitán decidiera cambiar el
rumbo hacia el sur, a la espera de que las aguas se calmaran. Pero la
calma nunca llegó. Fue como si el mar embravecido empujara al vapor cada
vez más abajo hasta que, finalmente, el responsable de la nave decidió
que lo mejor sería seguir hasta el puerto de Buenos Aires para
abastecerse y luego desandar camino bordeando el continente para llegar a
Estados Unidos.
En octubre de 1914, el León XIII finalmente arribó a la Argentina después de un largo y angustioso viaje.
Al sur
Apenas
pisaron tierras porteñas, Agustín y Manuela retomaron un tema que
habían venido hablando desde que se enteraron que el destino del barco
no sería Norteamérica. "¿Y si nos quedamos en Argentina?" fue la
pregunta que los dos hicieron casi al mismo tiempo.
Manuel sabía por sus padres que en Chile había parientes cercanos.
No era mala idea ir hasta aquel país donde tuvieran contención hasta que
lograran adaptarse a la nueva tierra. Pero, ¿cómo llegar hasta allá?
En
el puerto alguien les dijo que si querían ir a Chile, lo mejor era
llegar hasta alguno de los territorios argentinos limítrofes, como San
Juan, Mendoza o –más al sur- Neuquén. Y el matrimonio adolescente e
inexperto eligió el nombre que más le gustó, el que se leía de la misma
manera de adelante hacia atrás y viceversa.
La
ciudad de Neuquén era todavía un grupo de casas humildes que empezaba a
organizarse de a poco, luego de que ocho años antes la designaran
capital del territorio. En la estación del ferrocarril, Agustín y
Manuela se bajaron con sus bártulos y quedaron maravillados con el
paisaje desértico, que contrastaba de manera increíble con la frescura
del Limay. Agustín, en especial, quedó fascinado con ese entorno agreste
y esa pequeña ciudad donde todo estaba por hacer. "¿Y si en vez de
seguir para Chile nos quedamos acá?", le preguntó a su mujer.
Conseguir trabajo no fue algo difícil. De profesión jornalero y con
estudios primarios, Agustín logró un conchabo en el almacén de ramos
generales La Maragata, en Sarmiento y Láinez. Y con el correr del tiempo
tuvo otros empleos que le permitieron ganarse la vida, como el de
sepulturero, trayendo difuntos en carreta desde el hospital de Allen.
También colaboró para la instalación de la primera usina de energía de
la ciudad y se desempeñó en distintos lugares de la vida social
neuquina, como en la fundación del club Pacífico.
El
amor y el tiempo les dieron dos hijos: Agustín y Alberto, a quienes
Manuela crió con toda la dedicación, mientras acompañaba y ayudaba a su
marido en la casa que compartían en San Martín y Jujuy, donde casi
terminaba la ciudad.
Cuentan sus descendientes
que vivieron felices en ese olvidado territorio y trabajaron de manera
incansable para colaborar con el progreso de la capital.
Manuela murió primero, a los 50 años. Agustín la acompañó 19 años después.
La
parejita de españoles que llegó a Neuquén, casi de casualidad,
escapando de la guerra, guarda en sus raíces la historia, la aventura,
los sueños y el sacrificio de los pioneros. Aquellos que se hicieron hombres y mujeres de golpe, sin importarles su desarraigo. Ni siquiera su inocencia adolescente.
Nota del autor: en la foto que ilustra esta nota, Agustín y Manuela junto a sus dos hijos: Agustín y Alberto.
Publicado en el diario Lmneuquen.