miércoles, 27 de mayo de 2015

Asesinato en la estación del ferrocarril

Eduardo Castro Rendón lo reconoció enseguida, pese a los gestos desencajados de dolor.
Todo su cuerpo era un revuelto de trapos ensangrentados. La mirada se perdía por momentos y la respiración se hacía cada vez más dificultosa. “Fue el comisario Fernández”, dijo con un hilo de voz.


El médico neuquino le pidió que no hablara, que se quedara quieto. Cuando llegaran a Resistencia le atenderían las graves heridas. Intentó contenerle las hemorragias con lo que podía. En el vagón del tren no había nada de utilidad. El tenía su maletín de médico, pero poco era lo que podía hacer.
¿Cómo era que ambos se habían encontrado en aquel viaje, tan lejos de la Patagonia?
Emilio Rodríguez Iturbide había sido uno de los pioneros de la capital neuquina y un casi desconocido protagonista de la historia de Neuquén. Había sido él bajo las órdenes de Eduardo Talero el que había organizado todo el traslado desde Chos Malal a la Confluencia para fundar la capital del territorio.
Oriundo de una familia española que había llegado de Chile, Emilio había ocupado el cargo de tenedor de libros, durante la gobernación de Carlos Bouquet Roldán, su “cuñado”, debido al imprevisto amor de su hermana Sara con aquel político casi 30 años mayor que ella.
Emilio había ocupado también el cargo de gobernador interino del Neuquén en agosto de 1912, durante dos semanas, entre dos períodos gubernamentales de Eduardo Elordi.
Su trabajo administrativo había sido tan eficaz que en 1914 fue nombrado Inspector de Territorios Nacionales. Luego, en 1930 fue nombrado comisario Inspector de Policía en la ciudad de Presidente Roque Sáenz Peña, lugar donde decidió recluirse para atenuar el dolor por la muerte de su hijo Aurelio, durante un accidente náutico en Buenos Aires.
Emilio sabía de dolores y frustraciones. Su primer matrimonio había fracasado y por eso, en 1916 se había reencontrado con la felicidad al casarse con Micaela Eirin, una mujer que lo contenía y lo acompañaba en todos sus viajes. Sin embargo, la desdicha parecía acompañarlo a cada lugar.
Tres meses antes, su nueva esposa había muerto por una repentina enfermedad y el destino lo había dejado nuevamente solo.
Aquel 17 de abril de 1945 Emilio viajaba desde Buenos Aires a su casa de Resistencia, como lo hacía tantas veces. En la estación Charadai, ya en territorio chaqueño, decidió bajarse para estirar las piernas y tomar un poco de aire.
Emilio se desperezó, levantó los brazos y sintió el olor de la naturaleza, tan distinto al de las estaciones de las grandes ciudades. Pero el pequeño placer duró poco.
Un hombre que se había bajado de otro vagón se le abalanzó apenas lo reconoció. “¡Por tu culpa me quedé sin trabajo, hijo de puta!”, vociferó con un cuchillo en la mano.
Adeostato Antonio Fernández era un policía chaqueño que había sido expulsado de la fuerza por un sumario que Emilio le había realizado, a pedido del ex gobernador Solari. El hombre, furioso, aprovechó la sorpresa del neuquino y lo apuñaló en el abdomen. Lo hizo una y otra vez hasta que Emilio cayó de rodillas doblado de dolor. Luego escapó.
Un transeúnte que caminaba por allí y vio el ataque lo socorrió. “Lléveme de vuelta al tren”, le pidió desesperado tratando de contener la sangre que le salía a borbotones de su abdomen.
Cuando la noticia comenzó a correr entre los pasajeros y el tren estaba a punto de reanudar su viaje, uno de los viajeros se identificó como médico. Era el doctor Eduardo Castro Rendón, que circunstancialmente viajaba en otro de los vagones para realizar un trabajo en Resistencia.
El médico lo vio y lo reconoció de inmediato. “Usted es…”. El moribundo asintió con su cabeza.
Castro Rendón lo revisó y descubrió 30 heridas abiertas y sangrantes diseminadas por todo el cuerpo. “Trate de aguantar que falta poco para llegar a Resistencia”, le dijo a modo de consuelo, pero sabiendo que el destino de la víctima estaba sellado.
Poco antes de la estación de Cotelai y cuando todavía faltaba mucho para llegar a la capital, Emilio murió. Antes logró decirle a Castro Rendón quién había sido su asesino y el por qué de semejante agresión.
Emilio Rodríguez Iturbide fue una pieza importante de la historia de Neuquén. Fue un personaje destacado y poco conocido, un prócer de bajo perfil que encontró la muerte de manera violenta y absurda, muy lejos de la Patagonia, en una estación del ferrocarril.

viernes, 22 de mayo de 2015

Un matrimonio de apuro

El cura miró al novio y a la novia, mientras leía los mandamientos de la Iglesia a quienes estaban a punto de contraer matrimonio.
Cada tanto hacía una pausa en su lectura para levantar la vista y mirar a la pareja, en medio del profundo silencio que había en la capilla de Andacollo, pese a que el recinto estaba prácticamente colmado por familiares y amigos de los novios.
Manuel Bucarey, poblador rural de la zona de Manzano Amargo, había recibido de los padres de la novia la responsabilidad de desposarla y convertirla en una mujer de familia. En la década del 30, prácticamente no se tenía demasiado en cuenta la opinión de la mujer si su padre creía que tal fulano era un buen candidato para que la acompañe de por vida. Lo importante era que el hombre tuviera una buena posición. El amor podía llegar con el tiempo. Bucarey, a quien apodaban el “Albino” por su cabello blanco, su piel rosada y sus pestañas casi transparentes, era reconocido por ser un hacendado que con frecuencia se dedicaba a la compra y venta de animales tanto en Argentina como en Chile, por lo que su lugar de residencia era un poco en cada pago, dependiendo cómo anduviera el negocio. Por su actividad comercial y ganadera tenía un buen pasar.
Una vez finalizada la introducción de los votos matrimoniales, el cura volvió a levantar la vista y con un tono aun más solemne se dirigió a la novia con la pregunta que todos los asistentes estaban esperando: “¿Aceptas a Manuel como legítimo esposo, acompañarlo en la enfermedad y en la salud, hasta que la muerte los separe?”. Un nuevo silencio se apoderó de toda la capilla hasta que la novia contestó con un “no” seco y contundente que sonó como un disparo y rebotó con eco en cada rincón del salón.
Un masivo “Ohhhhhh”, mezclado con cuchicheos comenzó a escucharse de inmediato para la sorpresa del novio y del curita que había llegado de Chos Malal, como lo hacía frecuentemente para casar a las parejas de otros pueblos.
Antes de que el sacerdote intentara repreguntar, la novia pegó media vuelta y finalmente se escapó de la capilla con tranco apurado, arrastrando el vestido.
Pese a la embarazosa situación, Manuel no se inmutó. Y después de pensar un minuto, se dio vuelta y enfrentó a los presentes para lanzar una pregunta aun más desconcertante: “¿Alguna de las damas aquí presentes, quisiera acompañar de por vida en matrimonio a este novio abandonado?”
Otra ola de murmullos y exclamaciones volvió a inundar el salón religioso, hasta que de uno de los bancos se escuchó una voz serena, pero firme. “Yo acepto”.
La que aceptaba la propuesta era Dominga Fernández, una joven que todavía era soltera y se apiadó de la incómoda situación en la que había quedado el novio.
La muchacha se levantó de su asiento, cruzó toda la capilla seguida por centenares de ojos curiosos y se subió al altar para que el curita, que a esa altura estaba al borde del colapso, reanudara la ceremonia.
La declaración pública de amor que realizó la mujer, al aceptar la propuesta, finalmente se convirtió en un lazo sentimental indestructible que unió a la pareja durante toda la vida.
A lo largo de los años, Dominga y Manuel se radicaron en la zona, tuvieron muchos hijos y juntos colaboraron para el desarrollo del siempre postergado norte neuquino.
Los testimonios de quienes los conocieron dicen que fueron muy felices y que, cumpliendo los mandatos que les encomendó el curita, vivieron juntos muchos años.
Sólo la muerte los separó, cuando ya eran viejos.


jueves, 21 de mayo de 2015

Alpargata letal

Cuatro hombres salen borrachos de un bar. Dos se pelean. Uno saca un cuchillo, el otro una alpargata. El del cuchillo muere. Se inicia una investigación por el crimen.

El hecho ocurrió en Colonia Valentina, en 1956, cuando Neuquén todavía era territorio nacional y apenas si soñaba con convertirse en una gran ciudad.
En 23 de abril de ese año la Policía encontró el cadáver de un hombre en una calle de tierra que atravesaba la zona de chacras. El cuerpo estaba sobre un charco de agua que se había formado por las lluvias. La víctima había quedado boca abajo y se había ahogado, según confirmó la autopsia. No presentaba signos de violencia. Era un verdadero misterio.
La Policía comenzó a tomar testimonios a los vecinos y a los parroquianos que habitualmente frecuentaban el bar de Dionisia Soto, ubicado a pocos metros del hecho. A partir de esos relatos el caso comenzó a esclarecerse hasta llegar a la verdad.
La noche anterior al crimen, Santiago Melihual, Juan Domingo Vázquez, José Pérez y Elías Fernández habían llegado al bar temprano. Charlaron amistosamente y tomaron abundante cantidad de vino. Cerca de las 21, la dueña del local vio que los clientes estaban pasados de copas y les pidió que se retiraran porque ya era la hora de cerrar. Los parroquianos aceptaron la sugerencia a regañadientes. Antes de irse, compraron una botella de anisado para refrescar las gargantas en el regreso. El drama está a punto de comenzar.
La indagatoria que figura en el expediente iniciado por el Poder Judicial de la Nación, indica que cuando los cuatro hombres salieron a la calle, Melihual le pidió a Vázquez que lo acompañara y éste se negó, por lo que el hombre comenzó a insultarlo y lo invitó a pelear. Vázquez escuchaba los gritos una y otra vez hasta que finalmente se dio vuelta y fue a pedirle explicaciones a su amigo.
Cuando estaba ubicado a pocos centímetros, Melihual sacó un cuchillo de 30 centímetros que tenía escondido en la cintura y le tiró un puntazo que Vázquez alcanzó a esquivar. Furioso, el atacante insistió con otra estocada, pero su oponente ya estaba preparado para defenderse. Al momento del primer cuchillazo fallido, Váquez se había sacado la alpargata del pie derecho casi como un acto reflejo. Cuando vino la segunda agresión no lo dudó: con una mano apartó el brazo armado y con la otra que tenía la alpargata le pegó un golpe fuerte y preciso en la cabeza.
Melihual quedó aturdido y se desmoronó, ocasión que Vázquez aprovechó para quitarle el cuchillo. Posteriormente tomó a su amigo por las ropas y lo arrojó a un costado para que no quedara en medio de la calle, con tan mala suerte que el hombre quedó boca abajo sobre un charco de agua y barro y se ahogó.
El subcomisario José Vega, instructor de la causa, fue el encargado de tomar declaración a todos los testigos para tratar de determinar si la historia que contaba Vázquez era realmente lo que había ocurrido. Pero además hubo que hacer las pericias correspondientes para confirmar si el golpe de la alpargata podía ser tan fuerte como para desmayar a una persona.
La Justicia ordenó la reconstrucción del hecho y la documentó con fotografías. En el mismo lugar donde había ocurrido el crimen citaron al acusado para que explicara cómo había sido el ataque de cuchillo y la defensa de la alpargata.
Vázquez relató una vez más aquella historia. Dijo que le pegó a Melihual “con la punta de la alpargata, de soslayo” y que fue tan fuerte el golpe que la víctima quedó inconsciente. Los peritos determinaron que, en efecto, como la tierra estaba muy mojada por la lluvia, el yute de la alpargata absorbió toda esa humedad y terminó convirtiendo aquel calzado en un arma pesada, ideal para la defensa y potencialmente letal en un golpe.
Todos los testigos coincidieron en que la pelea la había iniciado la víctima y que lo único que hizo Vázquez fue defenderse con lo único que tenía a mano, por lo que la Justicia finalmente absolvió al acusado del crimen.
La historia quedó plasmada en el expediente 365 del Juzgado Nacional de Primera Instancia Nº2. Durante años, el caso fue comentado una y otra vez en los ámbitos judiciales y policiales. Quedó en la historia como un crimen inusual en el que un hombre intentó asesinar a otro con un cuchillo, pero su vida terminó sorpresivamente truncada en un charco de agua, luego de un descuido y de un inesperado alpargatazo.

Nota del autor: La foto que ilustra esta historia es la de la reconstrucción del crimen que figuraba en el expediente judicial.

miércoles, 20 de mayo de 2015

Un gobernador enamorado

“¿Qué podría hacer para expresar todo el amor que tengo por vos?”, le dijo él a su amada, con los ojos perdidos en el horizonte. Ambos estaban tendidos sobre la arena del desierto mirando un cielo desbordado de estrellas en una noche quieta y serena de principios de 1904.

“Ya me demostraste todo tu amor”, le contestó ella clavándole los ojos azules y profundos mientras le acariciaba el pelo.
Carlos Bouquet Roldán era el gobernador del territorio de Neuquén y estaba organizando la inauguración de la nueva capital que hasta hace poco había estado ubicada en Chos Malal, al norte de la provincia.
Carlos tenía 51 años y era un hombre apuesto, de modales refinados, carácter severo y una cultura exquisita. Su matrimonio había fracasado recientemente con Carmen Zavalía y sin darse cuenta se había enamorado perdidamente de Sara, hermana de uno de sus colaboradores en la administración de la provincia.
Oriundo de Córdoba, Carlos nunca se hubiera imaginado que viviría un momento como ese: tendido en la barda virgen de lo que sería la capital, al lado de una carpa que había montado para organizar el nuevo gobierno. Mucho menos con aquella joven de cabellos rubios y mirada adolescente a la que le llevaba más de 30 años. En una noche estrellada, casi mágica.
Sara Rodríguez Iturbide era la hermana de Emilio, un tenedor de libros del gobernador. El primer día que conoció a Carlos, supo que era el amor de su vida, aun con la resistencia de su familia, tanto por la diferencia de edad como por el hecho de que aquel hombre ya estaba casado.
Sus padres habían llegado al norte neuquino provenientes de Chile, pero las raíces de la familia estaban en Valladolid, España, de donde eran oriundos.
En el pueblo, el romance de ambos estaba en boca de todos, aunque nadie lo hablaba de manera abierta. Todos sabían que el matrimonio de Carlos había terminado. Conocían la historia de esta amante secreta desde que él la vio por primera vez en Chos Malal. También estaban al tanto que la muerte de su pequeño hijo, Enrique, cuando apenas era un niño, había precipitado las cosas. Carlos había caído en un profundo pozo depresivo. Su mujer finalmente se fue.
El gobernador había encontrado en Sara algo más que una simple relación. Ella era hermosa, pero a la vez, una mujer madura, pese a su corta edad. Lo contenía, lo asesoraba, lo levantaba cada vez que él caía atrapado por sus fantasmas o por la melancolía. También lo alentaba en este nuevo proyecto de fundar una “gran ciudad” en el medio del desierto.
Carlos la abrazó y la miró con ternura. “Ya se cuál será mi mejor homenaje para demostrarte mi amor”, le dijo.
Ella se rió con intriga. “Quiero saberlo ahora”, le contestó con aires de capricho.
“El día de tu cumpleaños será un día muy especial para vos y para la gente que viva aquí”, le dijo.
Ella lo miró con más intriga.
“El día de tu cumpleaños será fundada la ciudad con la que tanto sueño. Ese será mi mejor homenaje y la mejor prueba de amor que te puedo dar”, reafirmó satisfecho con la propuesta.
Ella volvió a reir y lo abrazó feliz. Ambos se fundieron en un beso interminable.
La noche, abierta y profunda, iluminada por millones de estrellas y una luna desmesurada, fue el escenario de aquella promesa.
Y los pastos secos y las dunas de la barda fueron los testigos del por qué un 12 de septiembre fue la fecha elegida para que naciera una gran ciudad llamada Neuquén.

 Nota del autor: La hermana de Carlos Bouquet Roldán, Josefa, se había casado con José Figueroa Alcorta, quien fue candidato a vicepresidente de la Nación en la fórmula con Manuel Quintana.
Cuando Quintana murió, Figueroa Alcorta asumió la presidencia de la Nación para finalizar el mandato. En ese momento, Carlos Bouquet Roldán ya había terminado su gestión como gobernador, así que su cuñado, flamante primer mandatrio, le ofreció trabajo como Jefe de Aduanas.
Carlos y Sara se trasladaron a Buenos Aires donde vivieron el resto de sus días. El murió en 1921 cuando tenía 67 años.

domingo, 17 de mayo de 2015

Más allá de los hombres

-¿Y si nos casamos?, preguntó Marcela.
- ¡¿Te has vuelto loca?!, contestó Elisa con una carcajada.
La risa duró lo que tarda un beso en sellar dos bocas.
Marcela y Elisa se habían conocido en la Escuela de Maestras de La Coruña, España, a fines de 1890.

Cuentan quienes la conocieron que fue un amor a primera vista. Un amor prohibido, aun más para esa época en que las mujeres debían casarse con hombres y cualquier posibilidad de homosexualismo era penado hasta con la cárcel.
Pero Marcela y Elisa se querían con locura. Sabían los riesgos que corrían, pero el amor podía más que cualquier ley, costumbre o cultura.
Cuando los padres de Marcela comenzaron a sospechar que su hija era más que una amiga con Elisa, decidieron tomar una drástica medida y la enviaron a Madrid para que terminara sus estudios terciarios.
Pero un par de años después, cuando Marcela volvió a La Coruña, ya recibida de maestra, volvió a sentir el mismo flechazo cuando vio a su amada. Y a partir de ese momento decidieron que nadie ni nada las separaría.
- ¿Cómo que nos vamos a casar?, preguntó Elisa.
- Una de las dos se disfrazará de hombre, se cortará el pelo y listo. Nadie se dará cuenta, le dijo Marcela con entusiasmo tomándole las manos y dándole otro beso.
Lo que parecía en principio una broma fue tomando forma hasta que ambas terminaron de redondear un plan. Primero deberían distanciarse, fingiendo una discusión. Luego, Elisa tomaría la identidad de Mario, un primo que había desaparecido en un naufragio, para ocupar el lugar de marido. ¿Quién podría darse cuenta?
Elisa volvió al pueblo como Mario, con un aspecto bastante masculino, aunque delicado. Mario era flaco y desgarbado, tenía el cabello bien corto y modales rústicos forzados, como para que nadie sospechara de él.
Mario y Elisa comenzaron a noviar delante de todo el pueblo, con las formalidades que imponían las buenas costumbres hasta que finalmente anunciaron su casamiento.
El cura de La Coruña casó a la feliz pareja el 26 de mayo de 1901 ante una parroquia repleta. Nadie sospechó de Elisa, puesto que como Mario era su primo, el parecido era natural.
Pero con el correr de los días, los vecinos comenzaron a notar que algo no andaba bien en el nuevo matrimonio. La relación, los modales que tenían la flamante pareja eran bastante extraños, por lo que el engaño no tardó en descubrirse.
Un grupo de mujeres católicas dio a conocer la noticia a través de la prensa y los periodistas de todo el país se hicieron un festín con el escándalo.
Cuando se enteró el cura que las había casado decidió excomulgarlas y cuando se enteraron sus patrones fueron despedidas de su trabajo. Y si faltaba algo, la Policía ordenó su captura.
Elisa y Marcela se habían jurado que nadie ni nada las separaría. Cuando se enteraron que la detención era inminente armaron un bolso ligero y se escaparon a Vigo, luego a Oporto y finalmente a la Argentina.
Los relatos aseguran que la entrada a Buenos Aires no fue fácil para las dos mujeres amantes. Dicen que una de ellas tuvo que casarse con un hombre para reclamar el ingreso formal al país de la otra, haciéndose pasar por su hermana. Pero que el engaño también duró poco.
El marido, ante la negativa de su mujer de consumar el matrimonio, comenzó a investigar el pasado de su fría y desapasionada esposa hasta que se enteró de toda la historia en tierras gallegas. Y el escándalo nuevamente estalló.
Los mismos relatos son confusos entorno al destino que tuvieron Elisa y Marcela.
Hay quienes sostienen que al poco tiempo una de ellas murió. Otros creen que siguieron escapando y escondiéndose por todo el país.
Sin embargo todos coinciden en que las mujeres se siguieron amando como el primer día en que se conocieron, sin importarles las burlas ni los insultos.
Y que lo hicieron con la misma inocencia y audacia de dos personas que se quieren y que están perdidamente enamoradas.

Nota del autor: La presente es la historia real de la primera pareja gay que se casó en España. Basada en este hechos, el escritor Narciso de Gabriel escribió la novela “Más allá de los hombres”.

domingo, 3 de mayo de 2015

El acomodador de cuadros

Había llegado al consultorio del psiquiatra no por una cuestión de salud, sino por una producción periodística.

En el diario me habían encomendado realizar una investigación sobre exorcismos en la región y para lograr una buena doble página necesitaba entrevistarme con todos los referentes religiosos posibles para contar con testimonios y opiniones desde el lado espiritual y la fe y con un psiquiatra para tener la visión de la medicina en un tema tan complejo como el exorcismo.
Un viejo colega me había recordado que tal médico había trabajado como perito en un resonante caso policial ocurrido mucho tiempo atrás en el que se había mezclado el crimen, la religión y cuestiones vinculadas con el exorcismo.
Por eso llamé al consultorio y luego de explicándole el motivo de mi entrevista la secretaria me citó para un día determinado, no sin antes aclararme que el médico en cuestión me recibiría una vez que terminara de atender a todos los pacientes. Antes, no.
Ese día llegué al consultorio cuando promediaba la tarde y la sala de espera estaba repleta de gente. Me presenté ante la secretaria y ésta me pidió que aguardara con el resto de los pacientes.
La sala era amplia, con paredes blancas decoradas con pinturas y varios diplomas del psiquiatra. El mobiliario estaba compuesto por un semicírculo de sillas arrimadas contra la pared e interrumpidas por dos mesitas ratonas con revistas viejas, además del escritorio en el que se encontraba la secretaria. Varias luces empotradas en el techo, cálidas y difusas, hacían que el lugar fuera realmente acogedor. No había música ambiental, por lo que el silencio era interrumpido cada tanto, por una tos, un estornudo o por la voz de la secretaria llamando a los pacientes.
Me ubiqué de pie en un rincón porque las sillas estaban todas ocupadas y me dediqué a mirar mis ocasionales compañeros de espera.
Había hombres y mujeres de edades diversas, aunque la mayoría superaba ampliamente los 40 o 45 años. Algunos leían las revistas viejas. Otros repasaban la composición de la sala de espera y miraban sin mirar. Y también estaban los que -como yo- observábamos al resto de los pacientes. Supongo que por curiosidad o para matar el tiempo.
No se en qué momento un hombre se me acercó y con tono muy amable me pidió “permiso”, como intentando ocupar mi lugar. Extrañado, di un paso hacia el costado y vi como el tipo corregía la ubicación de un cuadro que estaba colgando de la pared. Era uno de los tantos diplomas del médico. El hombre intentaba nivelarlo y lo corría, tomaba distancia y luego volvía a corregir la ubicación. Sólo algunos pacientes le prestaban atención. Uno era yo.
El hombre tendría unos 60 años o tal vez más. Era alto y delgado, de pelo entrecano y entradas prominentes. Sus movimientos eran pausados y estudiados.
Cuando el tipo logró el nivel que creía correcto comenzó a buscar con la mirada la aprobación del resto de los presentes. Como nadie le decía nada, cuando me miró a mí le sonreí levantando el dedo pulgar y el tipo volvió a su silla satisfecho. “Está re loco”, pensé.

Interminable
Como una ley inexorable, siempre que uno quiere que el tiempo pase rápido ocurre todo lo contrario. Después de media hora en la sala de espera me parecía que había pasado una eternidad. Estaba aburrido, ansioso por tener la entrevista con el psiquiatra, pero también frustrado porque la sala de espera se despoblaba muy lentamente. Más de lo que yo me imaginaba.
Decidí ocupar una de las sillas que había quedado vacía, me dirigí hacia una de las mesitas ratonas a buscar una revista. Aunque fuera una publicación vieja era suficiente como para entretenerme y para que el tiempo pase más rápido.
Recién comenzaba a mirar la revista cuando de reojo noté que el hombre que había estado acomodando los cuadros se había vuelto a levantar y se ubicaba frente a una pintura con un marco rústico de madera que reflejaba un jarrón con flores mustias. Una típica naturaleza muerta.
Primero se paró a dos metros, la miró como midiéndola y con mucho cuidado levantó una de las esquinas una y otra vez hasta que quedó perfecta. Perfecta, según su criterio, porque para mí había quedado torcida. Una vez más buscó mi aprobación con la mirada. Pero esta vez le fruncí el seño como diciéndole que estaba mal, lo que le generó un evidente  malestar. El tipo volvió a mirar el cuadro, pero no lo corrigió. Y luego se sentó serio mirándome cada tanto de reojo, como enojado.
Así fueron pasando todos los pacientes una y otra vez. Del consultorio salió una mujer con los ojos llorosos, otro hombre que saludó al médico, a la secretaria y a todo el resto de la sala con un sonoro “buenas tardes” y otros pacientes con distinto tipo de expresiones. Algunas tristes, otras felices, otras raras.
Mientras tanto, el acomodador de los cuadros seguía practicando su obsesión de pulcritud con cada pintura, retrato o diploma que había en la pared. Lo hacía una y otra vez. Y como siempre me miraba buscando mi aprobación. Y como casi siempre corregía el nivel, menos el del cuadro de las flores, lo que a esa altura del partido, ya me había generado cierto fastidio. ¿Por qué corregía todos menos el de las flores mustias?.
Después del interminable desfile de personas, y casi una hora y media de espera, finalmente quedamos el acomodador de cuadros, la secretaria y yo. Me sentí bastante aliviado porque me encontraba a solo un paciente de la entrevista con el médico y era cuestión de hacer un último esfuerzo.
Pero hubo algo que me sorprendió: en un momento dado, la secretaria tomó su abrigo, acomodó unos papeles del escritorio y se fue sin demasiadas explicaciones más que un saludo seco y cortante.
Yo miré mi compañero de espera tratando de buscar alguna respuesta y el tipo me miró a mí como si estuviera todo normal.
En eso se abrió la puerta del consultorio y salió el médico. “¿Cippitelli…?”, dijo mirándome por debajo de los lentes.
“Sí, soy yo… pero él estaba antes…”, le contesté señalando con el dedo índice al acomodador de cuadros.
“Pase… no se preocupe. El es un amigo..”, me explicó mientras extendía su brazo como mostrándome el camino. “En realidad es paciente, pero con el tiempo nos hicimos amigos y cada tanto viene a charlar. ¿Quiere un café?”.
Le acepté el ofrecimiento aunque cuando noté que no hacía ningún movimiento como para ir a buscar el café me imaginé quien sería el que me lo serviría.
En efecto, a los cinco minutos se abrió la puerta y entró el tipo de los cuadros, concentrado y predispuesto, con dos pocillos humeantes que los dejó en el escritorio y se quedó parado a unos metros del médico y de mí.
“Pregunte lo que quiera… lo escucho atentamente”, dijo el psiquiatra.
Durante una hora larga descargué todo el arsenal de preguntas que me había llevado anotado para tratar de entender el exorcismo y que el médico se encargó de responderlas pacientemente, inclusive mostrándome algunos libros de una enorme biblioteca que tenía en la pared.
El amigo-paciente del psiquiatra, en tanto, escuchaba atentamente sentado en un pequeño sillón apartado. Y cada tanto, se paraba frente a un cuadro, lo miraba fijo, lo acomodaba y se volvía a sentar.
Hablamos de las interpretaciones de la Biblia, de Dios, de Lucifer, de algunas patologías humanas, de la vida….Hablamos de todo hasta que  el tema no dio para más.
Satisfecho con mis apuntes y las grabaciones que había logrado, le agradecí al médico el tiempo que me había dado y lo saludé con un efusivo apretón de manos.
Ya que estaba, también me dirigí al acomodador de cuadros que había presenciado toda la entrevista, lo saludé y le agradecí los cafés que había servido con tanta amabilidad.
Dejé a los dos hombres charlando en el consultorio y me retiré. “Lo único que le voy a pedir es que cierre la puerta cuando se vaya”, me pidió el médico.
Atravesé la sala de espera solitaria y antes de dirigirme a la puerta me quedé observando la pintura del jarrón con las flores mustias. Estaba realmente torcida.
Por un momento estuve tentado en acercarme y corregirla, pero finalmente me abstuve.
No fuera cosa que justo en ese momento me sorprendiera el psiquiatra.
O peor aun, que se diera cuenta el acomodador de cuadros.