martes, 1 de marzo de 2016

Tetas abolladas

Algunas quedaron marcadas para siempre. Otras se preguntaron por qué y no faltaron las que se enojaron con la vida y hasta con su entorno. A todas, alguna vez, un médico les diagnosticó la enfermedad que nadie quiere escuchar. Se los dijo con toda la crudeza de la realidad: "Tenés cáncer".
En el predio que tiene el complejo Ruca Hueney, a orillas del Limay, una veintena de mujeres se juntan todos los martes y jueves con el objetivo de ejercitar la práctica del remo, aunque el trasfondo de los encuentros es contar sus experiencias, divertirse, contenerse y darse fuerzas para seguir adelante o para ayudar a las que están por venir. Todas son sobrevivientes del cáncer de mama. Cada una tiene su propia historia, su lucha personal y sus lágrimas porque en algunos casos la enfermedad desnudó otras penurias como el abandono, el maltrato y el desamor.

Patricia Gioffre es la entrenadora de la agrupación bautizada Pode Rosa. Ella es la que las recibe con una sonrisa y un abrazo cada vez que llegan a ese refugio costero. Es la que les enseña lo que significa el remo y la que les muestra la belleza que se esconde en cada meandro del río. Pero a la vez es quien cumple el rol de organizadora de actividades y charlas y hasta de contenedora, aunque ella nunca sufrió el cáncer.

No siempre vienen todas. Pero al menos 10 mujeres cumplen con ese ritual que comienza a las 18 y se extiende una o dos horas. O el tiempo que tenga que ser.

En una mesa larga ubicada adentro del salón que tiene el complejo, las sobrevivientes accedieron a recibir a este cronista para contar sus historias en primera persona y para demostrar que cuando hay ganas y fuerzas, se puede dejar atrás cualquier enfermedad temida y cruel como la que tuvieron que padecer.

Al principio de la charla hay cierta reticencia en hablar, sobre todo en algunas que justo ese día llegaron al grupo por primera vez. Pero con el correr de los minutos, todas comienzan a soltarse y a mostrar su intimidad. La confianza empieza a fluir.

"No quería volver a hablar de la enfermedad. Tuve mucho miedo, pero al acercarme al grupo, vi la posibilidad de tener una actividad donde encontrás gente que pasó por lo mismo y que viene a divertirse y a pasarla bien", dice Gladys, una maestra de Cipolletti que fue operada en el 2009. Asegura que el miedo no se pierde nunca. "Cada vez que me hago un control, hasta que no veo los resultados no se me pasa", reconoce. Sostiene que el cáncer le permitió ver cosas positivas y valorar otras que antes pasaban desapercibidas.

Mabel es empleada administrativa y asegura que se siente muy contenida en el grupo. Se enfermó hace cinco años y, si bien sabía lo que es el cáncer, nunca pensó en que podía llegar a morirse. "Sí, me enojé mucho, pero creo que es algo natural y más aun cuando uno tiene una historia familiar parecida, porque mi mamá falleció de lo mismo", indica. Y aclara que es muy importante la predisposición que uno pone para salir adelante.

Durante la charla comienzan a llegar más sobrevivientes que se suman a la mesa. Patricia prepara una ronda de mates con galletitas y presenta a las nuevas integrantes del grupo. La entrenadora es una verdadera anfitriona que se encarga de cada detalle y hasta contiene con un abrazo o sale con alguna ocurrencia cuando se desborda alguna lágrima.

Por momentos se generan conversaciones cruzadas y se sobreponen las palabras. El clima comienza a distenderse de a poco. Todas hacen un retrato idéntico de las salas de espera por las que pasaron, las quimioterapias y los rayos, las charlas con los médicos y los familiares. Pero lo recuerdan como algo que ya pasó porque lo importante es poder contarlo. De eso se trata.

Mariana es abogada y se enfermó hace cuatro años. Para ella fue muy duro porque cuando le detectaron la enfermedad tenía dos hijos chiquitos, uno de ellos lactante. "Fue inesperado porque me lo detectaron en un control", dice. Y reconoce que se enojó y que se preguntó por qué a ella si llevaba una vida sana. No obstante, asegura que detrás de la enfermedad había algo emocional mucho más grave de lo que no podía salir y le quitaba la vida de a poco: la violencia de género. Asegura que si no hubiese sido por el cáncer, tal vez ella hubiese seguido aguantando los maltratos que parecían casi cotidianos. Eso le permitió además seguir con la crianza de sus hijos, con su trabajo y amistades. 

Todas reconocen que hay que mirar hacia adelante y ocuparse del tema. Los oncólogos, aunque con mucha dureza, se lo aconsejan permanentemente. Dicen que el 50 por ciento del tratamiento son los remedios; el otro 50, la actitud.

Marcela es empleada bancaria. Desde que le detectaron el cáncer, hace 16 años, pasó por varias cirugías y dos quimioterapias. "No soy un buen ejemplo; después de todo lo que pasé, me seguía haciendo problemas por cualquier cosa hasta que me sumé a este proyecto", dice. Y sostiene que el hecho de juntarse a practicar remo con amigas que están en la misma condición le cambió la vida.
Cambios

Ahora las perspectivas son distintas para todas las sobrevivientes. El trabajo es una parte y no un proyecto en sí mismo. Dramáticamente, la escala de valores cambió, pero para bien. Ahora todas viven el día a día, disfrutan las pequeñas cosas y les dan importancia a los hechos que realmente valen la pena, como admirar el paisaje ribereño, sentir el aroma de las plantas, participar de una conversación franca, estar al lado de las personas que las quieren. "Van a necesitar bulones para meterme en un cajón", dice Marcela con firmeza. Todas se ríen.

Avanza el tiempo y se siguen sumando más mujeres a la reunión. La charla es interrumpida para las presentaciones de rigor. Hay abrazos y besos. Crece el interés de cada una por hablar de su experiencia.

Nora vive en General Roca, pero decidió sumarse al grupo neuquino. Llega a la reunión por primera vez. Dice que siempre hizo deportes, pero correr es una de sus pasiones. Hace cuatro años, después de una carrera, notó un bulto en su brazo. Era un ganglio inflamado. Después de los controles se enteró de que tenía un tumor de los bravos. Y asegura que el diagnóstico coincidió con su separación. "Para mí fue algo netamente emocional, después de estar 16 años casada", asegura.

La cuestión estética era algo que le preocupaba a Nora, después de la operación que tuvo que enfrentar. Pero una primera reconstrucción salió mal y tuvo que concurrir al quirófano por segunda vez, en medio del tratamiento. Todo muy traumático y doloroso.

¿Es la estética un valor importante en esa situación? Para algunas, como Nora, era necesario porque, en definitiva, es una suerte de mutilación que sufre el cuerpo. Pero para otras sobrevivientes no lo es, aunque reconocen que más de una vez evitaron mirarse mientras se bañaban porque no soportaban verse de esa manera, mutiladas.

"Cuando conocí a mi marido, le dije que tenía una teta y media. Me dijo: '¿Y qué?'", cuenta otra de las integrantes del grupo. Todas coinciden en que a partir de la enfermedad, cambiaron el concepto de estética y belleza y que el amor va por otro carril, aunque se hayan registrado algunos casos de abandono que –dicen- hubo en el grupo. De a poco, todas se fueron acostumbrando a esa realidad, a esos cuerpos.

Gladys reconoce que cuando terminó el tratamiento el médico le preguntó si quería hacerse una reconstrucción mamaria. "Prefiero tener las tetas abolladas pero sanas", dice y dispara las risas de las demás. "Estarán abolladas, pero son mías y las quiero igual", remata. Y hay otro coro de festejos.
A esta altura, el clima de la reunión es completamente distendido y abierto. Las frases salen con total franqueza y sin ningún tipo de vergüenza. Patricia dice que siempre las reuniones son así, alegres y divertidas, más allá de algún bajón.

Suyai trabaja en la Subsecretaría de Salud y hace tres años le detectaron el cáncer durante un control de rutina. Su reacción fue siempre positiva. "No me puedo tirar a la cama a llorar", asegura que se dijo desde el primer momento. Su marido fue el gran pilar para que saliera adelante, no sólo para superar la enfermedad, sino para ayudarla con un problema extra que la venía atormentando desde hace tiempo: la adicción a las drogas de uno de sus hijos. "Cuando me enfermé le dije a mi hijo: 'a partir de ahora me tengo que dedicar a mi vida; ¿si yo me muero vas a seguir consumiendo?'" Esa frase fue reveladora. Un disparador positivo. Suyai se enfocó en la enfermedad y su hijo comenzó a tratarse. Su vida dependía de él y no de su madre. Los dos lograron salir adelante.

La charla-entrevista se interrumpe. Llega una sobreviviente y luego otra más. Hay saludos y manifestaciones de alegría otra vez. A todas se las ve entusiasmadas organizando actividades para juntar fondos y, de esta manera, seguir trabajando en su campaña de concientización.

Las diez mujeres se ríen, como las amigas que se encuentran después de mucho tiempo. Los testimonios duros quedan abruptamente de lado, como si no hubiesen pasado.

"¿Vieron que nos vamos a ir a Brasil?", interrumpe la entrenadora. Hay una ovación por la propuesta de aventura. Aventuras, de eso se trata. De vivir la vida y disfrutar de las cosas que valen la pena. De divertirse.

La entrevista se termina y el grupo queda inmerso entre risas, conversaciones cruzadas y rondas de mate. 

Cualquiera que las viera diría que es un grupo de amigas de toda la vida, capaces de contarse sus secretos más secretos, de darse fuerza y coraje. De motivarse hasta el punto de sentirse invencibles frente al cáncer. De reírse de todo. Hasta de sus tetas abolladas.



(Publicado en Lmneuquen)

Fidel, de la Patagonia a los Alpes

Siempre ponía de cara de viejo para dar lástima. Era la mejor forma de que alguien lo adoptara aunque fuera un perro viejo y ordinario, un atorrante de mil leches que desde cachorro se había criado en la calle y que probablemente apenas había sido destetado de su madre.

El viejo tenía una compañera inseparable con la que andaba por todos lados. Ambos se cuidaban y se querían en la soledad y el desamparo. Caminaban todo el día, compartían lo poco que encontraban y se daban calor cuerpo con cuerpo cuando el frío se volvía insoportable.

Cuando Soledad Yebrín, una vecina de Villa La Angostura  que se había mudado al barrio Once escapando de las cenizas del volcán Puyehue, vio a la desdichada pareja se enamoró enseguida.

Era junio de 2011 y el invierno cordillerano se hacía cada vez más intenso. Soledad se enteró de que una vecina les daba de comer, pero los pobres perros no tenían dónde dormir. Las primeras nevadas en la villa fueron suficientes para que Soledad tomara la decisión de protegerlos un poco más. Lo habló con su marido, un francés a quien el destino había traído a este rincón del mundo, y les dio asilo para que Fidel y Kiara (tal como los bautizaron) tuvieran comida y refugio, aunque sea durante las noches heladas del invierno.

En la casa de Soledad también vivía Norton, un mestizo golden y setter, y dos gatas que habían adoptado en 2010. Todos tan callejeros y atorrantes como Fidel y Kiara.

Todo cambió en 2014 cuando Soledad y su marido tomaron la decisión de volverse a Francia por una oportunidad laboral.

Como el viaje era largo y era demasiado llevar dos gatas, un perro, bolsos, mudanza y un bebé recién nacido, la pareja decidió que lo mejor sería que Fidel y Kiara se quedaran en una guardería en Dina Huapi. Apenas pudieran regresar, los vendrían a buscar.

Por desgracia, Kiara se escapó un día de aquel refugio y nunca más apareció. Fidel, el perro viejo, se quedó triste a la espera de su compañera o de sus dueños, que habían desaparecido de un momento para el otro.

Pasaron los días y los meses. Fueron casi dos años interminables en aquella guardería, hasta que Soledad y su esposo pudieron volver a Villa La Angostura.

Apenas descendieron del avión en el aeropuerto de Bariloche, lo primero que hicieron fue ir corriendo al refugio para reencontrarse con Fidel. Y allí estaba él, un poco más viejo, pero con la misma expresión de tristeza de siempre. Cuando la pareja lo vio y lo llamó por su nombre, Fidel reaccionó inmediatamente y fue al encuentro de sus dueños en una carrera desenfrenada que terminó cuando se tiró panza arriba llorando de alegría. La emoción fue mutua. El reencuentro se había concretado.

Soledad y su marido hicieron los trámites de rigor para regresar a Europa con su querido y fiel amigo. Le colocaron un chip internacional obligatorio, la vacuna antirrábica, el certificado de salud del veterinario, un trámite en el Senasa y la compra del pasaje para reservarle un lugar en los tres aviones que lo llevarían a Buenos Aires, Roma y Torino para luego seguir camino a Francia, hasta la ciudad de Briançon, un paraíso en los Alpes.

Ya en su nueva casa, Fidel se reencontró con Norton, su viejo amigo, y las dos gatas. Otro motivo para tirarse panza arriba hasta hacerse pis de tanta felicidad. Y de a poco comenzó a adaptarse rápidamente a su nuevo hogar, a esa geografía de montañas nevadas en el invierno y de calor en verano que le parecía tan familiar.

Hoy Fidel tiene entre 12 y 13 años, pero –según su dueña- está impecable y juega como si fuera un cachorrón grandote. Le gusta salir a pasear, saltar en la nieve y tirarse en un sillón cerca de la estufa cuando hace frío.

Muy cada tanto, cuando se manda alguna o lo retan, suele poner cara de viejo triste. Lo hace como cuando vivía solo en la calle, al otro lado del mundo. Como cuando necesitaba esa expresión para sobrevivir. Para tratar de convencer a alguien de que lo adoptara y lo quisiera.

(Publicado en Lmneuquen)