lunes, 19 de enero de 2015

La excusa de las hamburguesas

Es mediodía y llego con mis dos hijos más chicos a almorzar a un paseo de compras. El menú, mal que me pese, consiste en hamburguesas de una nueva cadena de comida rápida que, según la publicidad, son las más ricas del mundo.
Y como ya intenté en otras oportunidades (en vano) tratar de convencer a mis hijos de ir a otro lugar, estoy ahí parado haciendo cola en una fila interminable de gente ansiosa y desesperada por comer esas hamburguesas.
El espacio que agrupa a todos los negocios gastronómicos es enorme, pero no alcanza. Hay cientos de mesas con gente comiendo apurada sobre bandejas de plástico y el menú es variado: pizzas, hamburguesas, sánguches, carnes, ensaladas, pollo. Son todas opciones de comida rápida. Algunas apenas elaboradas, otras más chatarras. El sonido es extraño. Es un bullicio indescifrable que mezcla palabras, ruidos de cubiertos, bocas llenas.
En la fila hay cinco o seis personas esperando adelante mío. Mientras, voy mirando las opciones que tengo. Mis hijos eligieron antes. Me apuntan que quieren dos “Whopper” simples con combos “regulares”. Veo que hay otros sánguches con nombres igualmente raros, pero que son casi todos iguales: pan, hamburguesa, tomate, lechuga, cebolla, papas fritas. Confiando en que ellos eligieron bien, me decido por la “Whopper” con combo regular. Después de un rato me doy cuenta que lo de “regular” está relacionado al tamaño. Regular quiere decir que el vaso de coca es el más chico, igual que el paquete de papas fritas. Las otras opciones son el combo mediano Un poco más grande y el “king” que contiene dos baldes de coca y un paquetón de papas fritas. Me pregunto quién se puede tomar semejante cantidad de gaseosa y comerse esa parva de papas. Mi respuesta está dos lugares delante de la fila, en una familia que –igual que la mía- hace su pedido.
La familia en cuestión la integran todas personas obesas. Mamá gorda, papá gordo, nene gordo y nena gorda. Además del parecido genético los identifican las formas redondeadas, los culos panzas y piernas rollizos. Todos piden “Whoppers” dobles, triples y cuádruples con combo “King”, es decir todo grande. Para reforzar, el padre también reclama unos snaks de pollo frito y aros de cebolla rebozados para picar o complementar.
Le comento a mis hijos. Se ríen. Les digo que son la familia King, aunque en realidad no estoy en condiciones de reírme de nadie. Desde hace tiempo tengo una panza pronunciada acompañada por unos cuantos kilos de más. Y estoy ahí, igual que ellos pidiendo comida chatarra. No se de qué me río.
Me toca el turno y recito casi de memoria mi pedido. Aclaro que una gaseosa la quiero light, por la culpa que me generó la broma hacia la familia King. El pibe que me atiende no tiene más de 19 años y está enloquecido. Forma parte de un ejército de adolescentes que trabaja a las corridas, cocinando hamburguesas, friendo papas, armando sánguches y sirviendo gaseosas.
Son 20 o más. Todos están estresados y uniformados con la ropa del local. Todos corren por los pasillos del lugar con la increíble habilidad de no tocarse uno con el otro. Indudablemente están tan adiestrados que parecen un número circense, una coreografía de servicios gastronómicos tan típica de estos tiempos que corren. Algunos dan directivas en voz alta, otros tocan botones, otros empaquetan y llenan vasos. Me pregunto con qué cara terminarán el día. Y con qué ganas de hacer otra cosa, después del estrés por haber preparado centenares de hamburguesas.
Mi pedido tarda un par de minutos. Mis hijos ya se habían ubicado en una mesa cerca del local y voy haciendo equilibrio entre la gente que sigue sumándose a la cola y los que se me cruzan. Soy un malabarista tratando de que no se me caiga la bandeja con las tres “Whoppers” de combo regular.
Y cuando llego se me viene la imagen de los pichones en el nido cuando les traen alimento. Tenemos hambre, pero además el entorno hace que todo tenga que ser mucho más rápido. Hay que comer ya.
A tres mesas de nosotros, la familia King plantea una dura batalla contra las Whoppers de combos gigantes en un espectáculo que le amargaría el día al doctor Cormillot. En la mesa de al lado un matrimonio de viejos está a punto de terminar dos hamburguesas. Ellos tampoco pudieron resistir la publicidad y ahí están, dándose un permitido de colesterol y grasa que con suerte lo repetirán dentro de un año.
Desempaquetamos las Whoppers y atacamos. Mi primer tarascón deja una medialuna en el sánguche, al mejor estilo de un tiburón blanco. Los tres estamos en silencio y apenas nos permitimos un “mmmmmm” de aprobación para darnos a entender que efectivamente las Whoppers son ricas. Pero no hablamos. Masticamos, picamos papas fritas, tomamos gasesosa a través de una pajita, todo a ritmo de competencia, que hace que en no menos de 10 minutos queden los papeles vacíos manchados con mayonesa y kétchup y un par de papas que sobrevivieron en el fondo de las cajitas.
Cruzo un par de palabras con mis chicos a modo de sobremesa, aunque estos lugares no son los indicados para eso. Me lo recuerda la mirada de un tipo que de golpe se paró al lado mío con una bandeja llena de comida y una cara de culo impresionante. Detrás de él lo sigue su mujer y un hijo. El mensaje corporal es más que elocuente.
Pegamos la última chupada de gaseosa, nos levantamos y le dejamos gentilmente la mesa. La cara de culo se les transforma y lo agradecen.
Antes de alejarme del patio de comidas, hecho una última mirada al lugar. El enorme salón es un frenesí de gente masticando, deambulando con bandejas de comida en busca de mesa o esperando que los atiendan en cualquiera de los locales que despacha almuerzos.
Abandonamos el ruedo y en menos de 10 metros el escenario cambia radicalmente cuando ingresamos a un gran pasillo lleno de locales comerciales. Entramos a otra dimensión con un ritmo más lento, más placentero. La gente camina como turista, recorre vidrieras, mira ofertas, se toma su tiempo.
Me pongo en el medio de mis hijos, los abrazo por los hombros y nos sumamos a esta propuesta de pasos cansinos y sin rumbo. Lo disfrutamos en un silencio distendido, apenas interrumpido por algunas ocurrencias o promociones que nos llaman desde los escaparates.
Los tres estamos felices y pipones después de aquel almuerzo vertiginoso.
Las Whoppers con combo regular estuvieron buenas. Y fueron una gran excusa para pasar un mediodía juntos.