Es mediodía y llego con mis dos hijos más chicos a almorzar a un
paseo de compras. El menú, mal que me pese, consiste en hamburguesas de
una nueva cadena de comida rápida que, según la publicidad, son las más
ricas del mundo.
Y como ya intenté en otras oportunidades (en vano) tratar de
convencer a mis hijos de ir a otro lugar, estoy ahí parado haciendo cola
en una fila interminable de gente ansiosa y desesperada por comer esas
hamburguesas.
El espacio que agrupa a todos los negocios gastronómicos es enorme,
pero no alcanza. Hay cientos de mesas con gente comiendo apurada sobre
bandejas de plástico y el menú es variado: pizzas, hamburguesas,
sánguches, carnes, ensaladas, pollo. Son todas opciones de comida
rápida. Algunas apenas elaboradas, otras más chatarras. El sonido es
extraño. Es un bullicio indescifrable que mezcla palabras, ruidos de
cubiertos, bocas llenas.
En la fila hay cinco o seis personas esperando adelante mío.
Mientras, voy mirando las opciones que tengo. Mis hijos eligieron antes.
Me apuntan que quieren dos “Whopper” simples con combos “regulares”.
Veo que hay otros sánguches con nombres igualmente raros, pero que son
casi todos iguales: pan, hamburguesa, tomate, lechuga, cebolla, papas
fritas. Confiando en que ellos eligieron bien, me decido por la
“Whopper” con combo regular. Después de un rato me doy cuenta que lo de
“regular” está relacionado al tamaño. Regular quiere decir que el vaso
de coca es el más chico, igual que el paquete de papas fritas. Las otras
opciones son el combo mediano Un poco más grande y el “king” que
contiene dos baldes de coca y un paquetón de papas fritas. Me pregunto
quién se puede tomar semejante cantidad de gaseosa y comerse esa parva
de papas. Mi respuesta está dos lugares delante de la fila, en una
familia que –igual que la mía- hace su pedido.
La familia en cuestión la integran todas personas obesas. Mamá gorda,
papá gordo, nene gordo y nena gorda. Además del parecido genético los
identifican las formas redondeadas, los culos panzas y piernas rollizos.
Todos piden “Whoppers” dobles, triples y cuádruples con combo “King”,
es decir todo grande. Para reforzar, el padre también reclama unos snaks
de pollo frito y aros de cebolla rebozados para picar o complementar.
Le comento a mis hijos. Se ríen. Les digo que son la familia King,
aunque en realidad no estoy en condiciones de reírme de nadie. Desde
hace tiempo tengo una panza pronunciada acompañada por unos cuantos
kilos de más. Y estoy ahí, igual que ellos pidiendo comida chatarra. No
se de qué me río.
Me toca el turno y recito casi de memoria mi pedido. Aclaro que una
gaseosa la quiero light, por la culpa que me generó la broma hacia la
familia King. El pibe que me atiende no tiene más de 19 años y está
enloquecido. Forma parte de un ejército de adolescentes que trabaja a
las corridas, cocinando hamburguesas, friendo papas, armando sánguches y
sirviendo gaseosas.
Son 20 o más. Todos están estresados y uniformados con la ropa del
local. Todos corren por los pasillos del lugar con la increíble
habilidad de no tocarse uno con el otro. Indudablemente están tan
adiestrados que parecen un número circense, una coreografía de servicios
gastronómicos tan típica de estos tiempos que corren. Algunos dan
directivas en voz alta, otros tocan botones, otros empaquetan y llenan
vasos. Me pregunto con qué cara terminarán el día. Y con qué ganas de
hacer otra cosa, después del estrés por haber preparado centenares de
hamburguesas.
Mi pedido tarda un par de minutos. Mis hijos ya se habían ubicado en
una mesa cerca del local y voy haciendo equilibrio entre la gente que
sigue sumándose a la cola y los que se me cruzan. Soy un malabarista
tratando de que no se me caiga la bandeja con las tres “Whoppers” de
combo regular.
Y cuando llego se me viene la imagen de los pichones en el nido
cuando les traen alimento. Tenemos hambre, pero además el entorno hace
que todo tenga que ser mucho más rápido. Hay que comer ya.
A tres mesas de nosotros, la familia King plantea una dura batalla
contra las Whoppers de combos gigantes en un espectáculo que le
amargaría el día al doctor Cormillot. En la mesa de al lado un
matrimonio de viejos está a punto de terminar dos hamburguesas. Ellos
tampoco pudieron resistir la publicidad y ahí están, dándose un
permitido de colesterol y grasa que con suerte lo repetirán dentro de un
año.
Desempaquetamos las Whoppers y atacamos. Mi primer tarascón deja una
medialuna en el sánguche, al mejor estilo de un tiburón blanco. Los tres
estamos en silencio y apenas nos permitimos un “mmmmmm” de aprobación
para darnos a entender que efectivamente las Whoppers son ricas. Pero no
hablamos. Masticamos, picamos papas fritas, tomamos gasesosa a través
de una pajita, todo a ritmo de competencia, que hace que en no menos de
10 minutos queden los papeles vacíos manchados con mayonesa y kétchup y
un par de papas que sobrevivieron en el fondo de las cajitas.
Cruzo un par de palabras con mis chicos a modo de sobremesa, aunque
estos lugares no son los indicados para eso. Me lo recuerda la mirada de
un tipo que de golpe se paró al lado mío con una bandeja llena de
comida y una cara de culo impresionante. Detrás de él lo sigue su mujer y
un hijo. El mensaje corporal es más que elocuente.
Pegamos la última chupada de gaseosa, nos levantamos y le dejamos
gentilmente la mesa. La cara de culo se les transforma y lo agradecen.
Antes de alejarme del patio de comidas, hecho una última mirada al
lugar. El enorme salón es un frenesí de gente masticando, deambulando
con bandejas de comida en busca de mesa o esperando que los atiendan en
cualquiera de los locales que despacha almuerzos.
Abandonamos el ruedo y en menos de 10 metros el escenario cambia
radicalmente cuando ingresamos a un gran pasillo lleno de locales
comerciales. Entramos a otra dimensión con un ritmo más lento, más
placentero. La gente camina como turista, recorre vidrieras, mira
ofertas, se toma su tiempo.
Me pongo en el medio de mis hijos, los abrazo por los hombros y nos
sumamos a esta propuesta de pasos cansinos y sin rumbo. Lo disfrutamos
en un silencio distendido, apenas interrumpido por algunas ocurrencias o
promociones que nos llaman desde los escaparates.
Los tres estamos felices y pipones después de aquel almuerzo vertiginoso.
Las Whoppers con combo regular estuvieron buenas. Y fueron una gran excusa para pasar un mediodía juntos.