martes, 29 de septiembre de 2015

El intendente que amenazó con vender el norte neuquino a los chilenos

“¡Usted es un pedigüeño, Gorgni!…. ¡Como todos los intendentes, un pedigüeño que nunca le alcanza lo que tiene!”, vociferó el gobernador Rodolfo Rosauer ante la mirada helada y furiosa del jefe comunal. 
“Si su gente quiere comida o ropa, que se venga al valle a trabajar, que aquí hay trabajo para todo el mundo”, agregó el mandatario con tono severo. 
Antonio Manuel Gorgni era un médico rural que se desempeñaba en toda la zona norte de la provincia del Neuquén y que había sido nombrado intendente interventor de la localidad de Andacollo. 
En la década del 60, la mayoría de los pueblos norteños estaban olvidados por el poder central, pese a los insistentes reclamos que hacían los administradores. Hacía falta de todo: obras, ayuda social, trabajo, servicios, infraestructura. 
Esa visita que realizó Gorgni a la casa de gobierno de Neuquén fue la gota que colmó el vaso. Aunque en parte se la imaginaba, la respuesta del gobernador no era la que esperaba. El intendente necesitaba ayuda urgente de todo tipo porque los problemas y las carencias del pueblo eran una prioridad. Sin ayuda del gobierno, sería imposible solucionar tantos inconvenientes. 
Por eso Gorgni no contestó y apenas si masculló una despedida entre los dientes ante la indiferencia del gobernador. Había viajado una decena de veces a la capital y la respuesta era la misma de siempre: “usted es un pedigüeño, como todos los intendentes”. 
Cuando esa misma tarde llegó a Andacollo, Gorgni pensó una y mil veces la manera de “conmover” a las autoridades del poder central. Hasta que finalmente la encontró. 
En su oficina, tomó la máquina de escribir y comenzó a redactar una carta al alcalde de Andacollo, un pueblo homónimo ubicado en territorio chileno. 
En la extensa misiva, el intendente le recordaba las tradiciones y culturas del norte neuquino, todo lo que habían hecho los chilenos para el desarrollo del pueblo y el “desinterés” que tenían las autoridades argentinas en toda la zona. 
Por eso, le propuso a su colega una suerte de trabajo en conjunto para tratar de que el gobierno chileno se hiciera cargo de todo el olvidado Departamento Minas. Hacerse cargo no era otra cosa que tratar de comprar el territorio. 
La respuesta del funcionario chileno no tardó en llegar. En efecto se le dijo a Gorgni que el gobierno trasandino estaba dispuesto a aceptar la propuesta y para iniciar las acciones ante las respectivas cancillerías y la ONU para que “esta colonia chilena, vuelva a la soberanía de sus antiguos habitantes”. 
El intendente neuquino leyó la nota una y otra vez, la guardó en el sobre en la que había llegado y luego de armar un listado de ayudas para Andacollo, volvió a viajar a Neuquén Capital. 
Luego de esperar largos minutos en uno de los patios internos de la casa de gobierno, el secretario del gobernador le dio el visto bueno para que ingresara a la audiencia. 
“¡Lo estaba extrañando! ¡Espero que no venga a pedir limosnas para la gente del norte!”, fue el sarcasmo del mandatario. 
“Quédese tranquilo gobernador. Vengo a dejarle esta carta para que lo lea cuando pueda”, dijo cortante. Acto seguido, Gorgni pegó media vuelta y se retiró sin siquiera un saludo. Un vehículo lo estaba esperando en la puerta para llevarlo nuevamente a Andacollo. 
Después del largo viaje, el intendente finalmente llegó a su pueblo y lo primero que vio apenas ingresó a su oficina fue un telegrama furioso del gobernador: “Médico loco. Abandone trámites. El Departamento Minas no se vende. Presentarse urgente Acción Social con vehículo de carga”. 
A partir de este episodio las relaciones entre el gobierno y los municipios comenzaron a cambiar. Si era necesaria ayuda se la enviaba urgente; si se reclamaban obras se hacían a la brevedad. 
Todo lo que comenzaron a reclamar los municipios fue cumplido en tiempo y forma por el gobierno de la provincia. 
No fuera cosa que algún intendente se enojara. Y que alguno -como el doctor Gorgni- y volviera a tentar a los chilenos con extrañas propuestas para cambiar los mapas.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Sangre alrededor del fortín



La sangrienta batalla que a continuación se relata ocurrió hace 133 años, justo debajo de los puentes que hoy unen a las ciudades de Neuquén y Cipolletti.


Fortín Primera División, 16 de enero de 1882

Muy temprano, poco antes que se asomara el sol, una partida de milicos había salido de recorrida desde el Fortín Primera División hacia el paraje La Picasa, para observar los terrenos del lugar, y comprobar la posible presencia de indios detrás de la línea de fortines. El grupo lo integraban el cabo Manuel Contreras y cuatro soldados.
El Fortín estaba ubicado a 500 metros del Paso Fotheringham, sobre el río Neuquén, muy cerca de la confluencia con el Limay.
Casi a la misma hora, tres soldados habían sido enviados hacia una isla del Neuquén a cuidar a medio centenar de caballos que habían quedado pastando en el lugar.
Juan Lindor Robledo, Lorenzo Montecino y Ramón Mercado, un joven mendocino de 22 años, partieron en busca de los animales, que estaban ubicados relativamente cerca del fortín. Sería un trabajo de rutina, como tantas veces lo habían hecho.
Aprovechando la frescura del amanecer el capitán Juan José Gómez también decidió hacer una tarea similar, pero con su caballo.
El animal que montaba Gómez no había sido enviado a la isla porque era tan brioso que varias veces se le había escapado. Por este motivo, el hombre había decidido atarlo a una estaca en el mismo fortín durante toda la noche para salir a trotar en horas de la madrugada para cansarlo un poco. No sería un trayecto largo. Con salir a correr por los alrededores bastaría para calmar al nervioso animal y domesticarlo un poco.
Una veintena de soldados y troperos aun descansaba en el fortín, sin saber que ese día se libraría una batalla sangrienta.
Un millar de guerreros de las tribus de Namuncurá, Reuquecurá y Ñancucheo, con la colaboración de indios neuquinos y araucanos de Chile, habían planeado un audaz asalto al pequeño edificio construido con piedras y palos.
La Conquista del Desierto había comenzado en 1879 y tenía como objetivo lograr dominio real sobre los territorios de la región pampeana y la Patagonia que la Argentina reclamaba haber heredado de España, pero que hasta ese entonces permanecían bajo el control de pueblos originarios de diversas tribus.
Así como habían avanzado las columnas militares por distintos puntos de la Patagonia, las agrupaciones indígenas se habían organizado para resistir cualquier intento de usurpación de sus tierras. Y los combates eran realmente sangrientos.

Sorpresas
El capitán Gómez disfrutaba el paisaje del río, los árboles y el ruido del agua en esa mañana de verano, fresca y reconfortante, cuando el sonido del clarín y las descargas de los fusiles lo volvieron a la realidad. El ataque de los indios había comenzado y era realmente feroz.
Inmediatamente el militar se dio cuenta que estaba en peligro. Había quedado completamente alejado de su guarnición, por lo que no tuvo otro remedio, para volver al lugar, que atravesar las filas enemigas.
Antes de emprender una carrera alocada en busca de refugio, se había sacado una camisa roja y se la había enrollado en un brazo para defenderse de las lanzas.
Cuando los indios notaron su presencia inmediatamente se dirigieron a él. Cinco jinetes habían salido del fortín para darle protección a punta de pistola, mientras que el resto seguía parapetado contra las maderas disparando sus fusiles una y otra vez.
Revolver en mano, Gómez eludió una decena de indios, pero no pudo evitar el encuentro casi cuerpo a cuerpo con dos de los atacantes. A uno lo mató de un certero disparo, pero al otro lo erró, por lo que el indio con un rápido reflejo lanzó un chuzazo que lo alcanzó en la pierna. Pese al dolor, la reacción de Gómez también fue rápida y de dos disparos terminó con la vida de su enemigo. La velocidad de su caballo le permitió finalmente entrar al fortín.
La aparición de Gómez sorprendió realmente a los indios que se replegaron por un instante para organizarse y volver a la carga.
Pero en ese mismo momento, tuvo lugar otro imprevisto. La patrulla de soldados que comandaba el cabo Contreras volvía de hacer su relevamiento en La Picasa (donde hoy se encuentra la ciudad de Cinco Saltos), por lo que no pudo eludir la batalla.
Gómez ordenó a los soldados que estaban en el Fortín que abrieran fuego contra unos 70 indios que habían salido en busca de los recién llegados. Esta rápida acción permitió que Contreras y sus hombres lograran llegar milagrosamente hasta la empalizada del fortín sin mayores heridas que algún corte de lanza.

El rescate
Pero el combate seguiría dando sorpresas. Los tres soldados que habían ido a cuidar la caballada aparecieron por el lado del río y el choque fue inevitable. Cuando los vieron los indios se lanzaron al ataque.
El soldado Robledo cayó atravesado por cinco lanzazos y murió al instante. Montecino alcanzó a disparar su arma, pero ante la gran cantidad de enemigos decidió retroceder hasta una laguna que se había formado por el desborde del río Neuquén. Hasta allí fueron a buscarlo y lo mataron a chuzazos.
El joven Mercado quedó solo. En vano, disparó su carabina y luego sacó su sable para batirse con varios indios que lo rodeaban.
Desde el Fortín alcanzaron a ver la escena, pero Mercado estaba demasiado lejos para el alcance de los fusiles, por lo que el sargento Ponce le pidió permiso al capitán Gómez para que le permita salir a auxiliarlo. Los soldados Gerónimo Reinoso, Nicasio Bustos, Emilio Luján y Manuel Díaz lo acompañarían aun sabiendo el riesgo que esta misión implicaba.
Los caciques, de manera inteligente, ordenaron no salir a atacar a los salvadores. Era mejor esperarlos para cuando estuvieran lejos del alcance de las balas, buscarlos y matarlos.
Tras una rápida carrera, los cinco militares llegaron finalmente hasta donde estaba Mercado. A los tiros lograron ahuyentar unos metros a los indios, pero el salvataje se hizo complicado. El soldado no se podía parar porque una lanza lo había atravesado de lado a lado.
“Agarrate de la cola del caballo”, le gritó uno de sus compañeros. Con las pocas fuerzas que le quedaban Mercado se aferró al animal y el grupo retomó el regreso al Fortín, no sin antes enfrentarse nuevamente a una gran columna de indios que había ido a buscarlos.
A los tiros y sablazos, los soldados lograron avanzar hasta quedar cerca de la guarnición militar que cubrió con varios disparos la llegada.
Mercado quedó tendido en el suelo y un soldado tuvo que salir en su búsqueda para auxiliarlo. Logró levantarlo e ingresarlo finalmente al Fortín, pero el esfuerzo fue en vano. El joven soldado finalmente moriría horas después por las heridas de 27 lanzazos.

El desenlace
El grueso de los indios, que se había mantenido sin intervenir en estas primeras acciones de lucha, escuchó finalmente la orden de los caciques para el ataque final al fuerte. Y todos salieron en masa a matar o morir.
Los grupos, con lanzas y cuchillos en mano, llegaron rápidamente con sus caballos casi hasta el borde del foso que rodeaba al fortín. Allí se bajaron y se lanzaron dentro de la zanja para tratar de llegar a la guarnición. Pero los disparos de fusiles y revólveres impidieron que el enemigo llegue a la empalizada.
En cuestión de segundos, numerosos cadáveres quedaron tendidos en la zanja sin que se lograra penetrar en la pequeña fortaleza militar, por lo que los jefes decidieron ordenar la retirada para reagruparse y esperar una mejor oportunidad.
Pero además de la férrea defensa de los soldados en el fortín, una acción del capitán Gómez sería decisiva para poner fin al ataque. En un momento de la batalla, el capitán alcanzó divisar a lo lejos la figura de uno de los principales cabecillas, que organizaba los ataques de los indios, por lo que le pidió el fusil a un soldado para intentar un disparo salvador.
El capitán apoyó el Remington en un hueco de la empalizada, apuntó pacientemente y disparó. La bala cruzó todo el campo de batalla e impactó en el cuerpo del cacique, que cayó muerto instantáneamente para sorpresa de todos sus seguidores.
El episodio terminó convenciendo al resto de los capitanejos de que sería mejor una retirada ordenada sin arriesgar más vidas. Después de todo el saldo no había sido tan malo para los indios. Habían matado cuatro soldados y herido a una decena más de milicos por lo que el fortín había quedado debilitado. Además tenían en su poder 50 caballos que habían logrado robar de la isla donde pastaban. Los 27 muertos que habían tenido en sus filas no significaban un número importante para el gran ejército que poseían.

El parte
Cuando los indios se retiraron, dentro del fortín volvió la calma, pero la depresión se adueñó del aguerrido capitán Gómez.
En el parte de guerra que escribió al coronel Villegas comentó los pormenores de la batalla y lamentó haber perdido a cuatro soldados y a toda la caballada.
“Puedo asegurar al señor coronel que si los indios consiguieron arrebatarme parte de los caballos que estaban en el corral, no fue por culpa mía, ni por descuido o negligencia.  Y si después de retirarse no los perseguí fue debido al estado de la tropa.  Apenas disponía de diez hombres en estado de moverse”, aseguró en el escrito.
Por la acción de defensa del fortín, Juan José Gómez fue promovido al grado de Sargento Mayor; Ponce a Sargento 1º, y los soldados Gerónimo Reinoso, Nicasio Bustos, Emilio Luján y Manuel Díaz, que protagonizaron el audaz rescate, a Cabos 1º.
La batalla del Fortín Primera División fue uno de los tantos episodios sangrientos que se vivieron en el norte de la Patagonia a finales del siglo XIX a partir de la denominada Conquista del Desierto.

 
(Los datos con los que fue escrita esta crónica fueron extraídos de la página www.revisionistas.com.ar en la que citan como fuente a don Mario Raone y su libro: Fortines del Desierto y a la Asociación Vuelta de Obligado)
Esta crónica fue publicada en el portal Diariamenteneuquén
 

martes, 22 de septiembre de 2015

El fantasma y los vivos



“Yo la vide mi coronel…. La vide con mis propios ojos”, dijo el policía casi sin aliento.
“Era horrible…. Toda chascona y con una mirada que …”.
El cabo no alcanzó a terminar la frase que enseguida hizo la señal de la cruz dos veces seguidas y levantó la vista como invocando algún poder divino para su protección.
“¡No me va a decir que usted también cree en fantasmas, Benavidez!”, dijo el coronel Manuel Olascoaga tratando de no perder la paciencia.
“¿Y qué hizo cuándo la vio?”, volvió a repreguntar.
“Y… me juí corriendo… ¿qué quiere qué haga mi coronel?”
Corría 1891 y hacía tiempo que en la tranquila Chos Malal se hablaba insistentemente que un fantasma andaba rondando el pueblo.
Los testimonios se multiplicaban y, por coincidencia o efecto reflejo, todos describían lo mismo: una mujer de cabello largo, muy delgada y blanca como la nieve que emitía sonidos guturales y hacía ademanes cada vez que se cruzaba con algún vecino. Luego desaparecía misteriosamente.
Algunos decían que se trataba de un alma en pena que se negaba a abandonar el mundo de los vivos y que únicamente se iría si se llevaba a algún mortal con ella.
El cura de la ciudad ya estaba al tanto del tema., pero no tenía muchas explicaciones. Decía que había que rezar y que en lo posible nadie enfrentara al fantasma. Es más, hasta hacía recomendaciones a las niñas y jovencitas, puesto que había testigos que aseguraban que el fantasma andaba ligero de ropas.
Olascoaga, que por entonces había asumido el cargo de primer gobernador del territorio neuquino, había escuchado la historia mil veces. Se la habían contado colaboradores, funcionarios, amigos, vecinos… y realmente estaba harto del tema.
El militar no creía que se tratara de un fantasma como todo el mundo decía. Estaba convencido de que el fantasma era alguien que se disfrazaba y se dedicaba a asustar a la gente como una manera de divertirse. Es más, hasta casi tenía la certeza de que podría tratarse de un hombre con ropas de mujer y alguna cabellera improvisada con lana de oveja.
“Benavidez: vaya y dígale a su jefe que me venga a ver urgente. ¿Me entiende? ¡Urgente!”, gritó el gobernador. El policía salió corriendo.
En forma paralela, Olascoaga convocó a todos sus colaboradores a una reunión inmediata porque tenía que darles a conocer una noticia muy importante.
Una vez reunido todo el equipo en su despacho, el gobernador comenzó a caminar lentamente con los brazos cruzados en la espalda y mirándolos a todos de reojo. El silencio y la intriga mantenían a todos expectantes.
“Si hay alguien de ustedes que no cree en el fantasma que dicen que anda dando vueltas que levante la mano”, dijo Olascoaga sin dejar de caminar. Todos se miraron de reojo, pero los brazos seguían en su lugar.
“Entonces todos creen”, dijo con tono seco. Nadie contestó.
El gobernador se paró por un momento frente a su escritorio y levantó un papel con la punta de los dedos y se los mostró.
“Este es un decreto que acabo de firmar. A partir de ahora, es una obligación para cualquier policía disparar su arma si llega a encontrarse con el fantasma. El que no lo haga será dado de baja”, dijo paseándose frente a la fila de colaboradores y manteniendo el papel con la mano en alto.
“Además vamos a ofrecer un premio de 20 pesos para aquel que logre capturarlo. Quiero que se entere todo el pueblo”, ordenó.
La noticia del decreto corrió más rápido que el viento y a partir de ese día terminaron definitivamente los avistamientos de fantasmas en todo Chos Malal.
Cuentan algunos que ante semejante amenaza, el alma en pena finalmente abandonó el mundo terrenal.
Cuentan otros que algún vivo recapacitó y prefirió no arriesgarse. No fuera cosa que un chumbazo lo pasara de verdad al mundo de los muertos.

Ilustración: Carlos Isola.

lunes, 21 de septiembre de 2015

El día que los militares quisieron usurpar el hospital

“El lunes vamos y ocupamos el lugar. Que el hospital lo construyan en otro lado”, les dijo a dos de sus oficiales inmediatos el general Horacio Crespo, flamante comandante de la Brigada de Infantería de Montaña en Neuquén.
La sexta división del Ejército había sido creada en 1940 para hacer base en el territorio neuquino y las primeras autoridades ya habían sido designadas. Crespo tenía la responsabilidad de comandar aquella guarnición militar que cumpliría un rol estratégico para la soberanía del país.
El problema era que en la joven ciudad de Neuquén no había edificios ni infraestructura, y lo que recién se había terminado de construir -después de casi tres años- era el nuevo hospital de la ciudad, con el objetivo de que en ese lugar funcionara la Asistencia Pública.
La primera medida que se tomó para dar albergue a los militares fue que el comando funcionara temporalmente en una parte de la Gobernación -en ese momento encabezaba el coronel Enrique Pilotto-, pero, según lo que cuentan testigos de aquella época, la relación entre ambos militares no era buena. Por este motivo, es que después de un par de meses de incómoda convivencia, la plana mayor del Ejército fue reubicada en la parte alta del Cine Teatro Español. También en las inmediaciones se alquilaron algunas casas para los oficiales hasta que se construyera el edificio del Comando. ¿Pero cuánto tardaría?
“Seguro que va a demorar años; no podemos esperar tanto teniendo ese hospital vacío, sin gente ni aparatos”, reflexionó en aquel momento, enojado, el general.
En efecto, el edificio que se construyó estaba listo, pero el gobierno nacional no había dispuesto los fondos para comprar todo el equipamiento necesario. La medida también podría demorarse demasiado aun con las necesidades de mejorar el servicio de salud.
En 1926, había llegado a la ciudad el doctor Castro Rendón, contratado por las autoridades nacionales para cubrir una suplencia en la Asistencia Pública, pero el director que había pedido la licencia nunca regresó y el joven médico tuvo que hacerse cargo. El propio Castro Rendón había seguido de cerca el avance de las obras del nuevo hospital y ya se había enterado, a través de varios rumores, de que los militares codiciaban aquel nuevo edificio.
En ese entonces, la Asistencia Pública funcionaba en la calle Láinez, frente a una parte de la colonia ferroviaria (hoy patinódromo del Parque Central), en una precaria infraestructura que no alcanzaba para nada. Por ese motivo es que se había solicitado el nuevo hospital. Había necesidades concretas y urgentes que atender.
El 10 de abril de 1940, los rumores que indicaban que el Ejército ocuparía las instalaciones del nuevo edificio ya no se ocultaban y todo el pueblo sabía que la acción se tomaría en cualquier momento (probablemente el lunes 15), por lo que los responsables de la Asistencia Pública decidieron intervenir inmediatamente.
Según el testimonio de María Soldano y del enfermero Oscar Arabarco (recopilados en el libro Cosas de Neuquén, de Víctor Peláez), el discreto pero intenso operativo se llevó a cabo el domingo 14 de abril desde horas tempranas. Con la ayuda de los trabajadores ferroviarios, en la ambulancia Ford A que tenía el servicio de salud en ese entonces, comenzaron a trasladar primero las camas, los aparatos y los insumos. Luego, los enfermos que había en ese momento. Para ocupar más espacio en el nuevo edificio, algunos ferroviarios aceptaron hacerse pasar como pacientes, como para que el escenario fuera más convincente.
Al día siguiente, el general Crespo y su comitiva llegaron al nuevo hospital, ubicado en la calle Talero, pero cuando ingresaron se sorprendieron al ver que en el interior había gente internada, médicos y enfermeros trabajando normalmente. “Algo” había ocurrido ese fin de semana y ellos no lo sabían. El general miró a sus colaboradores, pegó media vuelta y se fue sin decir nada. El intento de ocupación había fracasado. El primer hospital del territorio neuquino estaba funcionando con normalidad.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Arturo, el maestro que murió de ganas de enseñar



“Apure el paso don maestro; porque la cordillera se nos cierra”, dijo el baqueano, mientras taloneaba el caballo. La nieve golpeaba sin piedad y el viento les hacía estremecer el cuerpo en cada ráfaga helada.
Arturo Hansen tenía apenas 19 años y recién se había recibido de maestro normal en Viedma, allá por la década del 30. Sus padres lo habían incentivado para que cursara estudios superiores y dejara el taller de vehículos con el que vivía la familia. Su papá sostenía que la docencia era una profesión muy noble y constituiría un gran porvenir para su hijo.
Cuando obtuvo el título, el joven decidió que la mejor manera de honrar su profesión era haciendo patria en aquellos lugares de la Patagonia “donde nadie quería ir”. Y así fue que las autoridades de Educación lo destinaron finalmente como maestro rural en Epulafquen, un pequeño paraje perdido en el norte de la provincia de Neuquén.
Muy delgado, de ojos celestes y piel lechosa, producto de la genética heredada por sus antepasados dinamarqueses, Arturo nunca se hubiera imaginado que el viaje para su futura escuela sería una terrible aventura.
En Viedma le habían entregado el pasaje con destino a Zapala, pueblo que lo recibió con un viento helado y penetrante que casi lo tira al suelo.
Después de haber pasado la noche en el hotel de Doña Paca, Arturo reanudó su viaje hacia el norte, aunque esta vez no tuvo tanta suerte. Un camionero que rumbeaba hacia Chos Malal lo “levantó” y lo ubicó en la caja del vehículo, entre decenas de bártulos que se golpeaban unos contra otros. Tuvo que soportar el frío y el viento hasta el río Agrio, donde bajó el acompañante del conductor y por fin Arturo logró tener un lugar con más cobijo.
Cuando llegaron a Chos Malal era de noche, por lo que tuvieron que esperar en el pequeño habitáculo del camión -tapados con ponchos-, hasta el otro día para poder cruzar en la balsa.
Arturo tenía los pies helados y la tos casi no lo deja dormir. ¿Tanto frío podía hacer en Neuquén?
Al otro día, luego de cruzar el río, un maestro le consiguió un caballo para que siguiera camino hacia Andacollo. El paisaje era hermoso. Un conjunto de postales blancas de nieve, entre cerros y valles lo acompañó hasta que finalmente llegó al pueblo, donde fue recibido por maestros y lugareños.
Cuando vieron el estado en el que estaba el pobre maestro, débil, afiebrado y sin fuerzas, le recomendaron que hiciera reposo y que recién saliera rumbo a Epulfaquen cuando se sintiera mejor. Pero eran tantas las ganas de llegar y de encontrarse con la escuela y sus alumnos que apenas si pasó una noche y al otro día salió nuevamente a caballo en compañía de un baqueano.
“Apure el paso don maestro; porque la cordillera se nos cierra”, repitió su acompañante.
A paso firme y al trote cuando la geografía lo permitía, Arturo atravesó otra vez los cerros blancos entre vientos fríos y escarchilla. Los pies congelados en los estribos, las manos entumecidas aferradas a las riendas eran lo único que le permitía mantenerse en equilibrio. “Señor, no me abandones. . . Por lo menos que pueda llegar a mi escuela”, imploró una y otra vez mirando el cielo. Y el pedido se cumplió.
Al día siguiente, los jinetes llegaron a Epulafquen. La dueña de la pensión donde se alojaría le dio un tazón de café con caña para tratar de reanimarlo, pues quienes lo vieron dudaban que el pálido joven estuviera vivo. Así, Arturo durmió casi todo un día, arropado con todo lo que podía ponerse encima. El viaje había sido tremendo y su salud había quedado muy deteriorada.
Durante siete días, maestros y alumnos intercambiaron experiencias y aprendieron mutuamente. Los chicos, los principios básicos de la educación. Arturo, las costumbres y geografía de la zona. “¿Siempre nieva y hace tanto frío por acá?”, preguntaba una y otra vez. Los alumnos se reían. Para ellos era algo normal.
Cierta mañana Arturo se levantó con más fiebre que la ya acostumbrada y con un malestar general en todo su cuerpo. Sentía que la cabeza le pesaba como nunca y apenas si tenía ánimos para caminar. Pero no quiso faltar. Sabía que muchos chicos viajaban grandes distancias a caballo para poder ir a la escuela. Ese día volvió a nevar, y el viento sopló como nunca.
Con las pocas fuerzas que le quedaban, Arturo llegó a la escuela y comenzó a dar clases, pero en un momento dado, perdió el equilibrio y se desvaneció sobre el pupitre.
Los chicos salieron corriendo a pedir ayuda y varios minutos después un grupo de vecinos lo levantó en vilo para llevarlo a la cama.
Arturo nunca se recuperó y falleció siete días después. El frío, el viento y la crudeza de la cordillera le habían quitado la vida de a poco.
Con madera rústica le improvisaron un féretro y en un incipiente cementerio lo enterraron. Fue una ceremonia sencilla y triste a la que asistieron algunos pobladores y sus 16 alumnos.
Arturo Hansen fue uno de los tantos maestros rurales que de manera anónima hicieron patria en la Patagonia.
Hoy son pocos los que lo recuerdan por su nombre.
Sólo hablan del maestro flacucho, gringo y de ojos claros, que murió de ganas de enseñar.


Nota del autor: Los datos de la presente narración fueron extraídos del libro Perfiles Patagónicos, de Raúl Entraigas
Ilustración: Carlos Isola.