domingo, 22 de noviembre de 2015

Sobreviviente de una masacre

Hay quienes aseguran que se trató de uno de los tantos crímenes olvidados de la Segunda Guerra Mundial. Fue, en comparación con el sangriento saldo que dejó la barbarie global, algo menor; pero para quienes habitaban en Brescia, aquella tranquila ciudad de la Lombardía, fue una masacre.
El 13 de julio de 1944 a las 11 de la mañana el cielo se oscureció de golpe y el ruido de los motores de un enjambre de aviones disparó la sirena del pueblo, como ya había ocurrido en otras oportunidades.

Quienes habitaban en Brescia sabían que esa porción de tierra del norte de Italia era un blanco apetecible. La creciente industria la había convertido sin querer en un objetivo fundamental para los ejércitos de la coalición, que intentaban terminar de una vez por todas con el avance nazi y lo que quedaba del fascismo.

Carlo Garza era un chico de 9 años que vivía una infancia alegre junto a sus padres y a sus tres hermanos menores. Practicaba deportes –su gran pasión-, iba a la escuela y disfrutaba de la libertad. Antes de que se desatara la guerra, era un nene feliz.

Aquel 13 de julio, cuando las sirenas anunciaron un posible ataque, su padre los sacó casi en vuelo. Ni siquiera tuvieron la oportunidad de vestirse. Corrieron todos de la mano hasta el refugio más próximo a la casa, una propiedad de tres plantas ubicada en la Vía Santa Croce. La familia ocupaba el segundo piso.

Al refugio llegaron con el último aliento, a los tropezones. Y luego de un silencio aterrador, comenzó a sonar un silbido largo y cada vez más fuerte hasta que los estruendos se hicieron insoportables.
Durante 20 minutos, 186 aviones aliados lanzaron 518 bombas racimo, esos temibles artefactos que cuando explotaban lanzaban otros que también estallaban y sembraban destrucción a su paso.

Cuando el silencio volvió a la ciudad y ya no había riesgos, el padre de Carlo sacó a su familia del refugio para volver al hogar. Pero las imágenes que se encontraron mostraban a una ciudad distinta.
"Mi casa era solamente escombros; todo el pueblo estaba destruido", recuerda a 70 años de aquella pesadilla.

La pintoresca y pujante Brescia había sido arrasada. Edificios enteros de la Piazza Vittoria habían quedado reducidos a montones de ladrillos y hierros deformados. El hotel Gambero, que muchos habían buscado como refugio, también fue alcanzado por las bombas. Los muertos se contaban por centenares. El olor de la sangre y la tierra se mezclaban en el aire.

Sin más pertenencias que lo puesto, la familia Garza se mudó a un establo abandonado en las afueras. Lo más desesperante estaba por llegar. "Durante mucho tiempo no tuvimos qué comer. Pero lo más duro era ver a mis padres preocuparse por no tener comida para darnos", asegura.

La madre de Carlo hacía lo que podía. Hervía raíces, "disfrazaba" guisos con cualquier animal silvestre que cazaban, y hasta tuvo que servir la carne de algunas de las pocas mascotas que sobrevivieron a las bombas y deambulaban por las ruinas de la ciudad. "Cuando hay hambre, uno come lo que hay; a veces mi madre traía un brócoli y para nosotros era una fiesta", asegura.

Carlo, con la responsabilidad de ser el hijo mayor, colaboró con la familia como pudo. Cuando los soldados norteamericanos ocuparon la ciudad, encontró una singular forma de ganarse la vida. "Juntaba las colillas de los cigarrillos y a la noche las desarmaba y las dejaba orear en una bolsa. Al otro día vendía el tabaco a una mujer que armaba cigarros", recuerda. También oficiaba de guía a los militares en cualquier trámite que necesitaban hacer. Todo fuera para conseguir algunas monedas que sirvieran para sobrevivir.

Cuando finalizó la guerra e Italia comenzó a acomodar su economía, la vida de los Garza se encauzó. Carlo volvió a sonreír después de mucho tiempo y a retomar las cosas que tanto le gustaban, como la práctica de deportes.

Su adolescencia y su juventud coincidieron con el desarrollo de su país y del resto de Europa. Sin embargo, a los 25 años tuvo la posibilidad de comenzar una nueva vida en tierras lejanas.

Ya casado, en 1960 llegó a Villa Regina para desempeñarse como jefe de personal de una empresa. El contacto se lo había dado su cuñado, que tenía conocidos en esa ciudad rionegrina que comenzaba a crecer y que se había convertido en una gran colonia agrícola de inmigrantes italianos. "Vine por un año; y acá estoy", dice con una gran sonrisa cargada de nostalgia.

A través de varios viajes de trabajo, Carlo conoció Neuquén, ciudad que eligió como su último destino. En la región continuó con su pasión por los deportes: el atletismo, el boxeo y el judo, actividad que todavía desarrolla con las mismas ganas que cuando era un chico.

Cada tanto, cuando el bolsillo lo permite, se da una vuelta por su querida Brescia, aquella que de un día para el otro desapareció por las bombas.

Dice que cuando llega, siempre pasa por la Via Santa Croce, donde estaba su casa paterna, aunque ahora el urbanismo y el tiempo la cambiaron por completo. Hay edificios altos y modernos, hay residencias imponentes y por las calles circulan automóviles lujosos.

Sin embargo, la esencia de Brescia sigue siendo la misma que hace 70 años, pese a que la economía floreció y la impronta industrial es cada vez más fuerte. El aire que llega de los valles y el aroma fresco del río Mella hacen que Carlo cierre los ojos, retroceda en el tiempo y vuelva a su infancia. Y por un momento, se ve jugando con sus amigos, practicando deportes, estudiando en la escuela o almorzando junto a sus padres y hermanos. Y sin proponérselo también se ve corriendo al refugio que le salvó la vida. Aquel que le permitió ser un testigo viviente de un triste capítulo de la historia.

Publicado en Lmneuquen