lunes, 27 de julio de 2015
El misterio de la poetisa que desapareció en el río
Con el corazón desgarrado por el desamor y el alma aplastada por tanta tristeza. Así la vieron antes de que desapareciera para siempre a orillas del río Neuquén.
Todos en el norte neuquino se enteraron de que Celmira Yáñez era una mujer desdichada y conocieron su historia a través de un cuaderno prolijamente escrito en el que narró su corta vida en versos compuestos en décimas. Se acongojaron cuando supieron de su abandono cuando apenas era una beba y quedaron conmovidos por la tristeza que tuvo que padecer durante su infancia y juventud. Era como si el destino se hubiese ensañado con ella, como si hubiese estado sentenciada a no ser feliz desde que vio la luz en su Huinganco natal, aquel 6 de agosto de 1946. Las décimas de Celmira encierran tanta tristeza como misterio. La breve cronología de su vida volcada en versos es lo único que dejó y que quedó como un legado para la cultura e historia del norte neuquino.
Su mamá, Emperatriz Yáñez, la crió durante diez meses, pero luego la abandonó, tal vez porque no la podía mantener. Una familia de puesteros se apiadó de la beba y decidió criarla.
“¡Mi adorada madrecita, madrecita Emperatriz!. Ya sería mi destino que diez meses me crió, no me tenía cariño y por eso me olvidó”, expresó mucho después en sus versos.
Se cree que fueron los mejores años de Celmira. Disfrutaba su infancia y la libertad que le deba aquel entorno natural. Aprendió a querer la nieve, a nutrirse del sol y a volar con el viento en las mansas tardes cordilleranas.
Pero aquella felicidad fue breve. Una noche de invierno de 1954, durante una tormenta de nieve, la desgracia volvió a tocarla. En ese momento Celmira se encontraba a solas con su madre, que estaba embarazada y cerca de dar a luz.
“Y un día, estando nublado, día de gran ventarrón luego se puso a llover y cayó una gran nevazón. Ahí yo volví a padecer y a sufrir mi corazón”, escribió.
Se cree que la mujer fue a encender una vela y se pegó un golpe tan fuerte que le aceleró el trabajo de parto, pero no logró sobrevivir. Sola y aislada por el temporal, debido a que su padrastro estaba trabajando lejos, la pequeña se hizo cargo de su hermanito y a la vez fue testigo de la muerte de su madre adoptiva.
“Y estando solita yo, mi mamita a luz dio, y yo tomé en mis manos al hijito que nació, y sólo de mí y su hijito, de los dos se despidió”, relató en aquel cuaderno.
La vida de Celmira dio un vuelco nuevamente y la felicidad que había alcanzado en sus primeros años de vida se esfumó de golpe. Su padre adoptivo no tardó demasiado tiempo en encontrar otra mujer que lo ayudara a criar a su hijo recién nacido y a la pobre Celmira que, por segunda vez, había quedado huérfana.
“Esto es todo lo que sé yo, y no lo sé por los de afuera. Se hacía el que lloraba, lloraba la borrachera, y en el llanto yo le escuchaba: ¡Ya tengo otra que me quiera!”, diría en sus décimas.
Casi sola y sin tantos mimos como le prodigaba su segunda madre, Celmira aprovechó sus estudios en la escuela para dedicarse a lo que más le gustaba: escribir poesías para atenuar su desdicha y soledad. “Y después me sentí yo, muy triste y muy apenada, sin tener padre ni madre, sin tener más quién me amara. Que ya volví a quedar como pájaro, solita y abandonada”, dejó asentado.
Ya siendo una adolescente, la joven tuvo la suerte de conocer el amor. Quedó flechada la primera vez que vio a aquel muchacho y se deslumbró frente a su sonrisa y su hombría. ¿Sería él el encargado de ponerle fin a tanta tristeza?
No se sabe con exactitud cuánto duró la relación. Creen que fue muy poco tiempo. La Cordillera del Viento, los bosques y arroyos fueron testigos de aquel amor puro, de cálidos abrazos y besos de pasión y ternura. Sin embargo, el camino de Celmira estaba signado por la desdicha y las piedras que a veces pone el destino.
“¡Maldita en mi mala suerte que a este mundo vine a llegar! Cuando me quise casar con un joven de veinte años lo tomaron por engaño y a la cárcel fue a quedar”, relató en su cuaderno. Hay quienes sostienen que Celmira intentó reanudar luego la relación, pero que aquel hombre que tanto la había enamorado terminó hechizado por otra mujer. Lo cierto es que de esa experiencia de desamor nunca pudo salir y en sus versos anticipó lo que sería una despedida: “¡Adiós mi tierra querida donde me crié tantos años! Con mis piernas temblorosas yo seguiré caminando; pasarán los meses, los días y los años. ¡Ahí se conoce la vida y se ven los desengaños!”. “¡Adiós almitas queridas tesoritos de mi amor! Les quedará en el pecho una herida. ¡Otra va en mi corazón! Yo llevo el alma marchita, sequita como una flor”.
Las ropas de Celmira Yáñez fueron halladas a orillas del río Neuquén junto a un cuaderno donde se encontraban escritos los poemas que relataban sus penurias. Al momento de su desaparición tenía 20 años.
Los lugareños creen que la joven, atrapada en una profunda depresión, se suicidó arrojándose a la correntada, pero su cuerpo nunca fue encontrado. Hay otras versiones, sin embargo, que sostienen que Celmira pudo haber ido a Chile en busca de una nueva vida o un nuevo amor. Nunca dejó rastro alguno.
El paso del tiempo se encargó de alimentar la leyenda de aquella mujer triste. Y hoy, a casi 50 años de su partida, las cantoras del norte neuquino entonan las décimas del cuaderno encontrado a la vera del río. Lo hacen para mantener viva la historia de Celmira. Lanzan sus versos al aire como si fuera un llamado, como si aún tuvieran esperanzas de que algún día ella regrese a su tierra.
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lunes, 20 de julio de 2015
La historia del gobernador y la máquina de hacer billetes
“¡Me importa un cuerno que no se deba hacer, hay que hacerlo y
punto!”, vociferó el gobernador Justo Sócrates Anaya en su despacho. Dos
de sus colaboradores quedaron incrédulos mirándose el uno al otro. Y
antes de ensayar una respuesta, la voz del mandatario volvió a tronar:
“¿¡Ustedes creen que vamos a sobrevivir si siguen demorándose los
sueldos de esa manera!?” “¿¡O nos resignamos a usar el dinero de los
chilenos para siempre?!”.
Anaya había asumido la gobernación del territorio de Neuquén en 1890,
luego de una extensa y exitosa carrera en el Ejército Argentino. Desde
que era un adolescente supo que quería dedicarse a las armas. Por eso no
dudó un segundo en dejar sus estudios para enrolarse en el Ejército
cuando estalló la guerra de la Triple Alianza. Durante años participó
activamente en combates que se libraron en distintos puntos del país
hasta lograr el grado de coronel.
Su impecable foja de servicios hizo que el presidente Carlos
Pellegrini lo nombrara gobernador del territorio del Neuquén para
reemplazar a Manuel Olascoaga.
Anaya siempre se jactaba de ser un tipo expeditivo. Si surgían
problemas había que solucionarlos de manera rápida y eficiente. Tenía
carácter suficiente para hacerlo. Cuando asumió su mandato como
gobernador supo lo difícil que era administrar un territorio tan lejos
de Buenos Aires. Todo se hacía difícil y la dependencia era un gran
problema.
En aquellas épocas, Chos Malal y todo el norte neuquino tenía un
fuerte desarrollo comercial que excedía las fronteras y la proximidad de
la República de Chile generaba una fusión de culturas, razas y
costumbres inevitable. Pese a las prohibiciones, la moneda chilena era
la que más circulaba por el territorio norteño y la que más aceptación
tenía entre los comerciantes argentinos. Anaya lo sabía y estaba
desesperado por encontrar una solución para evitar que la invasión y la
conquista del gobierno trasandino siguiera consolidándose. ¿Pero de qué
manera? El “peso fuerte” argentino con el que se pagaban los sueldos en
Chos Malal llegaba siempre con demora y la gente protestaba con razón.
“¿Para qué nos quieren imponer una moneda que llega tarde y casi no
existe?”, era el razonamiento de los lugareños, alimentado con picardía
por los chilenos.
Cierto día, en una de esas tantas demoras en la llegada de dinero
fresco proveniente de Buenos Aires y ante el malestar creciente de los
empleados, a Justo Sócrates Anaya se le ocurrió la idea de dejar de
depender del gobierno nacional y comenzar a implementar la moneda propia
del norte neuquino. Así fue que instruyó a sus colaboradores para que
en la imprenta que había traído Olascoaga comenzaran a imprimirse
billetes con el peso local. Se harían en papel romaní y el propio
gobernador los firmaría de puño y letra, uno por uno.
La primera remesa de billetes frescos causó tanta sorpresa como
resistencia entre los pobladores que preferían seguir comerciando con la
moneda chilena o, a lo sumo, con pepitas de oro, una práctica también
muy común en aquellas épocas.
“La gente no quiere estos billetes”, le comentó uno de sus
colaboradores días después que empezara a circular la nueva moneda.
Anaya se enfureció. “¡Hagan correr la voz de que si no los usan serán
castigados!”, gritó.
Así fue que con el paso de los meses el comercio del norte neuquino
comenzó a convivir con tres monedas bien diferenciadas: los pesos
chilenos, los pesos fuertes argentinos y los pesos fuertes neuquinos,
además de las clásicas pepitas de oro.
Anaya estaba a sus anchas y ya empezaba a tomarle el gusto a esta
nueva forma de administrar, ya que era mucho más fácil de lo que
parecía. ¿Falta dinero de Buenos Aires? Se imprime en Neuquén. ¿Falta
papel para imprimir? Se le agregan más ceros así los billetes valen más.
Rápido y simple.
Entusiasmado por su relativo éxito y mostrando su carácter de militar,
el gobernador decidió seguir poniendo orden en el territorio con
decisiones fuertes, aunque muchas veces disparatadas. A pedido de un
grupo de amigos, abolió impuestos que había aplicado Olascoaga y
disolvió la banda del Ejército porque no le gustaba la música que
interpretaba y, especialmente, porque los ensayos se hacían a la hora de
la siesta.
Como era muy difícil de constatar la ley de marcas de los animales con
los oficiales que venían de Buenos Aires, Anaya decidió impulsar una
ley de marcas neuquina. Y como si fuera poco, prohibió la caza de
animales, especialmente de guanacos y avestruces, y hasta puso fechas
obligatorias para que los crianceros salieran y volvieran todos juntos a
hacer las veranadas, una manera de “emprolijar” esa costumbre
ancestral. No fuera cosa que anduvieran todos desparramados por el
campo.
El malestar de la gente del pueblo y de los paisanos fue creciendo de
tal manera que finalmente llegó a oídos del gobierno nacional. El
presidente Luis Sáenz Peña abrió los ojos asombrado cuando le contaron
lo que había ocurrido en el lejano territorio neuquino. Podía llegar a
entender lo de la banda del Ejército, lo de la fecha de las veranadas,
la prohibición de caza y hasta la ley de marcas, pero ¿moneda propia?
¿Con qué respaldo?
Se desconoce si el presidente le recriminó a Anaya alguna de sus
prácticas tan extravagantes como polémicas cuando escuchó todos los
informes que le llegaron de aquel rincón de la Patagonia. Sí se sabe que
en 1894, luego de haber cumplido cuatro años de mandato, a Don Justo
Sócrates le mandaron un reemplazante.
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lunes, 13 de julio de 2015
Se reencontró con su familia luego de 43 años
Pasaron 43 años de aquel viaje a Buenos Aires. Marcelo
estaba muy enfermo y ni en Taquimilán, su pueblo natal, ni en Neuquén estaban
las herramientas para curarlo de un cuadro gastrointestinal que amenazaba con
quitarle la vida.
Un vuelo sanitario lo llevó a la gran ciudad cuando tenía 5
años junto a su mamá, Cristina Figueroa.
Allí le dijeron que deberían internarlo para hacerle un tratamiento complejo e
intenso. Pero a medida que el tiempo pasaba, la familia no estaba en condiciones
de acompañarlo en aquel proceso de recuperación. En Taquimilán había otros seis
hijos que atender y los recursos eran muy escasos. Alguien les dijo que el
mismo Estado se haría cargo de trasladarlo de regreso a Neuquén, pero eso no
ocurrió. Marcelo estuvo un año internado hasta que finalmente mejoró, pero ante
la ausencia de sus padres, en el hospital lo entregaron en adopción.
La familia siempre tuvo presente que en Buenos Aires había
quedado Marcelo, pero sin recursos era imposible recuperarlo. En la década del
60 era difícil viajar desde Taquimilán -apenas un pequeño caserío en ese
entonces- a Neuquén. Por lo que hacerlo a la Capital Federal era una aventura
impensable. Suponían que el nene estaba bien y que tendría la contención de
alguien, probablemente del mismo Estado o de alguna familia que lo cuidara, que
fue lo que finalmente ocurrió.
Con el correr de los años, los hermanos de Marcelo
decidieron ocuparse del tema para regresarlo a la familia. ¿Pero cómo? Lo único
que tenía la madre era el acta de nacimiento con su nombre y la fecha en que
había nacido. Tenían que buscar a un tal Marcelo Figueroa entre millones de
personas. Lo intentaron una y otra vez, pero fue en vano. Es que su nombre era
muy común y había pasado demasiado tiempo.
Cierto día, Cristina, una de las hermanas, decidió pedirle
ayuda al intendente de Taquimilán, Juan Carlos Montecino. Le comentó que quería
ir al programa de televisión Los unos y los otros, que se dedica a encontrar
gente perdida. Pero el jefe comunal pensó que lo mejor sería que una de sus
colaboradoras, la asistente social Nely Miranda, se ocupara personalmente del
tema y comenzara a rastrear todos los datos posibles.
Después de un trabajo minucioso y paciente, Miranda encontró
lo que tanto buscaba. Una familia de apellido Fernández había adoptado a un
nene que se llamaba Marcelo y que había estado internado en un hospital público
de Buenos Aires en la década del 60. ¿Sería él?
Miranda siguió con la nueva pista hasta que finalmente se
comunicó con la familia y logró dar con Marcelo Fernández, un hombre de 48 años
que se dedicaba al comercio en el rubro electricidad industrial. Era él, con el
apellido de sus padres adoptivos.
Marcelo conocía sus raíces porque de chico le habían contado
toda la historia, por lo que inmediatamente supo que la gente de Taquimilán que
lo buscaba era la familia que lo había criado hasta los 5 años.
Cuando los Figueroa recibieron la noticia no lo podían
creer. Marcelo, el nene que había quedado internado en Buenos Aires hacía 43
años, estaba vivo y tenía intenciones de reencontrarse con sus padres y
hermanos. ¿Pero cuándo?
Un vuelo de Aerolíneas Argentinas lo trajo a la ciudad de
Neuquén la mañana del miércoles. En el aeropuerto estaba un grupo de familiares
emocionados esperándolo con un enorme cartel de bienvenida. Entre ellos,
Cristina, su mamá, que ahora está por cumplir 87 años. Estaba expectante,
emocionada, incrédula aún de volver a ver a su hijo.
Cuando los pasajeros del vuelo comenzaron a ingresar al
salón del aeropuerto, no hizo falta adivinar demasiado quién de todos los
presentes era Marcelo. El parecido con su madre y sus hermanos era increíble.
El primer gesto reflejo fue una sonrisa nerviosa. Después un abrazo
interminable y muchas lágrimas. Una explosión de sentimientos que estuvo
contenida durante 43 años.
El grupo familiar se sacó fotos para inmortalizar aquel
momento e inmediatamente partió rumbo a Taquimilán, donde lo esperaba el resto
del familión que hoy componen los Figueroa. Todos querían verlo.
En la entrada del pueblo, sobre la Ruta 40, se apostaron
parientes, amigos y vecinos de la comunidad que hoy tiene apenas 1200
habitantes. También estaba el intendente, principal gestor de aquel
reencuentro. Los carteles se repetían: “Bienvenido, Marcelo”. Luego, la
caravana siguió hasta la casa de los Figueroa, donde ya se había organizado una
fiesta sin fin para recibirlo. Se asaron lechones, chivos, se cocinaron
cazuelas y se encendieron fuegos que se mantuvieron vivos hasta la noche para
darle calor a un gran baile popular que se extendió hasta que el cansancio pudo
más que la emoción.
Marcelo, el nene que había perdido a su familia en Buenos
Aires hace 43 años, volvía a sus raíces. Regresaba a su Taquimilán a
reencontrarse con los paisajes de su remota infancia, con los olores de la casa
donde nació, con la tierra de las calles en las que aprendió a caminar.
Retornaba con el mandato que tiene la sangre para cumplir el sueño que se
repitió tantas veces en su vida: volver a sentir el amor de sus hermanos y el
calor único e inconfundible que tiene el abrazo de una mamá.
Publicado en Lmneuquen
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martes, 7 de julio de 2015
Cuando Neuquén crecía alrededor de las vías
Van a ser las 19 y el tren está por llegar. De a poco el
andén se va poblando de gente, como si se tratara de la entrada de un teatro
cuya obra de estreno está por comenzar.
Es verano y hace calor en una Neuquén desolada, casi virgen,
donde la estación del ferrocarril resulta un refugio fresco entre la arena
caliente. De a poco el pueblo sale del letargo que causan las tardes agobiantes
patagónicas. Los primeros movimientos del caserío indican que la movida social
está por comenzar.
Las mujeres se arreglan y se pintan como si concurrieran a
esa primera cita romántica tan esperada. Pero, en realidad, lo hacen a ciegas,
sólo para ver quién viene o quien está en la estación. Llegan presurosas,
siempre de a grupos de dos o de tres, tratando de mantener el brillo de sus
zapatos, acomodándose el peinado, cuidando cada pliegue del vestido,
despidiendo aromas de lavanda o jazmines.
Los hombres solos concurren igual, con la misma expectativa.
Jopos engominados, rostros afeitados, bigotes emprolijados, el mejor pantalón,
la camisa recién planchada. “Apurémonos que llega el tren”, dicen y aceleran el
paso levantando una ligera polvareda por la Avenida Argentina, mientras ven la
zona de las vías cada vez más cerca.
Durante muchos años, especialmente en las primeras décadas
de existencia, la estación del ferrocarril era el punto de encuentro más
importante que tenía la ciudad de Neuquén. En el tren no sólo llegaban las
novedades de Buenos Aires, a través de los diarios y las mercaderías. También
venían hombres y mujeres de todos lados en busca de un lugar para vivir.
Amoríos
Américo Rada, que ingresó al ferrocarril en 1954, en San
Antonio Oeste, y que en 1965 comenzó a trabajar en la estación de Neuquén,
dentro de la Superintendencia de Tráfico, que tenía la supervisión del
movimiento de pasajeros y cargas, coincide con el relato de mucha gente que
afirma que ese viejo andén, que dentro de pocos días volverá a ver pasar
formaciones modernas construidas por la empresa Materfer, fue testigo de
encuentros y varias historias de amor. “Muchos romances comenzaron en este
lugar”, asegura entre risas y nostalgias.
Las imágenes están frescas como si hubiese sido ayer y
pintan a la Neuquén humilde que quería crecer, la que se deslumbraba con
cualquier pequeño adelanto de la época. La Neuquén de inmigrantes y pioneros
que tenían más sueños que realidades.
“Algunos venían acá solo a esperar el tren, a ver gente nueva, las
chicas incluso pensaban que podían encontrar algún novio, era la mejor época
del ferrocarril”, cuenta, por su parte, Gilberto Godoy, ex maquinista, que ya
conducía formaciones allá por los años 50 y 60.
Cuando la locomotora rugía anunciando su llegada, el gentío
se arremolinaba en el andén. Muchos llegaban antes para encontrarse con alguien
conocido, que en aquella época no eran pocos, o para tratar de entablar alguna
conversación con aquel hombre o aquella mujer que habían visto alguna vez. No
era raro visualizar algún contingente de turistas que después emprenderían desde
allí otro viaje hacia la cordillera o a artistas, como los que conformaban las
viejas orquestas de tango o elencos de teatro.
También estaban los comerciantes de la zona del Bajo,
aguardando los productos que habían comprado en Buenos Aires y que les permitirían
seguir creciendo y expandiendo su negocio. La mercadería se llevaba al viejo
galpón frente al andén donde hoy funciona la sala de arte Saraco. Era una
maquinaria perfecta de esfuerzo y dedicación.
“Ahí viene”
En la Estación todo estaba preparado y listo para dar la
bienvenida a los visitantes. El edificio estaba limpio, con sus pisos de
listones de pinotea lustrados con kerosene y sus bancos pintados de verde
intenso. Un pequeño ejército de trabajadores se alistaba para la carga y
descarga de los vagones, mientras los empleados de la estación se preparaban
para recibir a los visitantes.
Con la llegada de la locomotora se producía un silencio
expectante hasta que se abrieran las puertas y comenzaran a bajar “los nuevos”.
A pocos metros, hombres y mujeres intentaban un mejor contacto visual en puntas
de pie o con sus cuellos estirados hasta más no poder. “¿Quién será?” “¿Vendrá
de visita o se quedará a vivir?”, repetían los comentarios.
Ajenos a la curiosidad, jóvenes ansiosos por ganarse unas
monedas oficiaban de maleteros y guías para acompañar a los visitantes hasta el
hotel Confluencia, el mejor lugar de alojamiento que tenía la ciudad y el
segundo centro de reuniones al que concurrían los neuquinos. En ese espacio se
celebraban fiestas y bailes, las mujeres concurrían a tomar el té y los hombres
se arremolinaban en las mesas para hablar de política. También era el lugar
obligado de salida para las parejas de novios o matrimonios. Salir a cenar y
luego concurrir al cine Teatro Español a ver la película del momento eran los
programas habituales.
La Estrella del Valle
Dos trenes de pasajeros llegaban todos los días a Neuquén.
Uno era conocido como “la Estrella del Valle”, que constaba de vagones con
camarote, primera y pullman. Era el más directo, aunque antes de arribar a
Neuquén proveniente de Buenos Aires, hacía paradas en Las Flores, Olavarría,
Bahía Blanca, Río Colorado, Regina, Roca, Allen y Cipolletti. Al otro tren se
lo llamaba “el lechero”, se detenía en casi todas las estaciones del recorrido
y no tenía los “lujos” de la Estrella. De todos modos, ambos eran confortables,
con asientos tapizados y materiales nobles construidos en los talleres
ferroviarios de Remedios de Escalada, en la provincia de Buenos Aires.
La rutina de la llegada de la formación se repetía
cotidianamente, como un ritual social inevitable, como si se tratara de un polo
de atracción difícil de escapar por su poderoso magnetismo.
La estación ferroviaria, epicentro de mil historias de amor,
destinos y esperanzas se prepara ahora para revivir aquellas postales ajadas
por el tiempo. Después de 22 años de sombras y de olvidos, hoy vuelve a lucir
su elegante fachada de estilo inglés, aquella que vio nacer al pueblo y que,
como en las primeras épocas, vuelve a ilusionarse con la llegada del tren.
AMAR LAS VIAS, A PESAR DE TODO
“Tengo los mejores
recuerdos del tren, más allá del accidente que tuve cuando era chico”, asegura
Jorge Izquierdo, ex dirigente judicial que vivió gran parte de su infancia al
lado de las vías. Su padre era ferroviario y la familia tenía una casa en la
vieja colonia, ubicada donde está hoy el Parque Central.
Jorge siempre jugaba en las vías con los chicos del barrio,
pero un día, cuando tenía 9 años vivió la peor pesadilla de su vida. Se
encontraba cruzando debajo de los vagones de una formación, cuando no se dio
cuenta de que el tren estaba haciendo maniobras. Las ruedas le pasaron por
encima de una de sus piernas y literalmente se la molieron.
En vano, los médicos intentaron salvársela, pero le tuvieron
que hacer una amputación a la altura de la rodilla. Su padre lo llevó a Buenos
Aires para que lo atendieran, pero una infección en medio del viaje lo obligó a
bajarse en Bahía Blanca. “Me bajaron con una gangrena, así que me volvieron a
cortar la pierna”, recuerda.
De aquel duro trauma se recuperó definitivamente. A tal
punto que, una vez que le colocaron una pierna de madera, volvió a corretear
entre los vagones y a jugar a la pelota en la estación.
“Mi vida estaba alrededor de la estación y de aquella
colonia ferroviaria”, asegura. Y destaca que la familia de trabajadores era una
verdadera corporación de hombres que tenían un fuerte concepto de lo que era
patria y soberanía.
¿Cómo espera la llegada de la nueva formación? Con
expectativa y nostalgia. Jorge fue parte de aquella comunidad de neuquinos que
se criaron alrededor de la estación y que buena parte de su vida pasó alrededor
de las vías, jugando y creciendo, a la espera de que llegara el tren.
EL ULTIMO VIAJE
Américo Rada, a sus 79 años, carga en su memoria aquella
tarde calurosa y triste que no olvidará jamás y de la que, jura, mucho tuvo que
ver con los problemas de salud que lo aquejan en la actualidad. Todo refiere a
ese 11 de marzo de 1993, día en que partió el último tren de pasajeros hacia
Buenos Aires y, con él, la suerte de amplios sectores de la sociedad que veían
cómo el menemismo arrasaba con todo lo que se interponía en sus planes de
privatización y desguace del Estado.
“Lo sacamos de prepo, porque estaba la orden de que ni ese
tren siquiera iba a salir. Nos habíamos propuesto resistir la medida de cierre
del ramal, pero no pudimos”, cuenta el ex ferroviario, al que después echaron
de su trabajo en la superintendencia a fines de ese año.
“¿Qué sentí ese día quiere usted saber?”, pregunta Rada y
enseguida se hace un silencio. Intenta explicar esa dramática jornada pero no
puede, se quiebra, sus ojos se humedecen. Se toma un tiempo, respira profundo,
junta fuerzas y ahí sí se despacha: “Ese día veíamos morir el país, fue
terrible, nosotros ya sabíamos que se terminaba, que se venía una Argentina del
desquicio a la que le habían lesionado su arteria esencial”. Rada asegura, sin
embargo, que, pese al deterioro en que se encontraba, el tren salió completo.
La historia cuenta que el 12 de marzo, ya en la estación
Constitución de Buenos Aires, una foto publicada en un diario de alcance
nacional llegó a retratar la imagen de una mujer llorando al descender de
aquella formación. La misma que, algunas décadas atrás, había sido bautizada
“la Estrella del Valle”.
Con la colaboración
de mi colega y amigo Francisco Carnese. Artículo publicado en Lmneuquen.
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