“¿Usted está seguro de lo que me está
diciendo?”, preguntó el teniente Astrada.
“Los vi, teniente. Eran muchos indios y
criollos que estaban por Buta Mallín. Parecía como que se estaban preparando
para algo”, dijo el hombre.
El teniente Sebastián Astrada se quedó
pensativo unos segundos. Le agradeció la información al comerciante chileno que
había llegado hasta la guarnición y luego lo despidió.
Astrada había sido designado para hacerse
cargo del Fortín Guañacos en 1879, año en el que la IV División del Ejército
Argentino había bajado desde Mendoza para iniciar por el norte la denominada
Conquista del Desierto.
El fortín, ubicado en la margen izquierda
del Río Guañacos, unos 2.500
metros antes de la desembocadura del Neuquén, había sido
construido con el objetivo de controlar el tránsito de los pasos fronterizos
Pichachèn, Buta Mallìn y Alico. La rutina de los militares era realizar salidas
exploratorias por la zona que, hasta entonces, parecía tranquila.
Pero la información que le había acercado
el comerciante era inquietante. Astrada ya había sido advertido de posibles
malones provenientes del otro lado de la cordillera y sabía que un ataque de
estas características podría terminar en una tragedia.
Después de pensar y caminar durante una
hora frente a las hermosas imágenes que le regalaba el paisaje, Astrada tomó la
decisión de corroborar aquella información que le habían traído.
Así, preparó una guarnición de 17 hombres
para realizar un patrullaje por la zona. Todos los soldados alistados estaban
bien armados y equipados. Sería una exploración de rutina, como tantas que
habían hecho desde que se levantó la fortificación de piedra y maderas.
“Alferez Boer: usted se va a quedar a cargo
del fortín”, ordenó el teniente. “Nosotros haremos una recorrida por la zona y
regresaremos”, agregó con un tono seco.
Eliseo Boer, un joven que recién comenzaba
su carrera militar en el Ejército, recibió y aceptó la orden con un saludo al
teniente. No dijo nada, pero pensó inmediatamente en todos los riesgos que
podría correr la guarnición si la mitad de la tropa se iba.
El quedaría a cargo del fortín con tan solo
15 soldados, algunos auxiliares y peones y un pequeño grupo de mujeres y niños,
familiares de la tropa. En el lugar había armas y municiones, pero no las
suficientes como para defenderse de un malón.
Desde siempre había escuchado las historias
de los hermanos Pincheira, ex soldados de la corona española que terminaron
convirtiéndose en bandoleros que arrasaban con todo a su paso desde Chile hacia
la Argentina. Esos ejércitos populares integrados por indios y criollos
cruzaban habitualmente la cordillera para robar ganado, tomar mujeres cautivas
y reclutar hombres para su causa. Los Pincheira ya habían dejado de ser una
amenaza desde hace años. Pero los fantasmas de un posible ataque siempre
acechaban.
Los presagios de Boer finalmente se
cumplieron en las primeras horas de la mañana del 19 de enero de 1881.
El ruido lejano de la carrera de centenares
de caballos, puso en alerta a los guardias del fortín y despertó a quienes
todavía descansaban.
Boer se levantó de un salto cuando escuchó
los gritos. Tomó su fusil y salió corriendo hacia el mangrullo a medio vestir.
Cuando estuvo en lo más alto se sorprendió con la imagen que le llegaba desde
las montañas. Unos quinientos jinetes armados con rifles se habían lanzado al
ataque de la pequeña guarnición.
Boer ordenó al puñado de hombres que tenía
a su lado a prepararse para disparar. Y en no menos de cinco minutos, cuando
los atacantes estaban a tiro, comenzó la balacera. Una serie de estampidos
ininterrumpidos rompieron la tranquilidad de aquella mañana de verano.
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El teniente Astrada vio el humo desde lejos
y ordenó a sus hombres dirigirse a toda carrera hacia el fortín. Eran cerca de
las 12 del 20 de enero, un día después del ataque que había sufrido la
guarnición militar.
A medida que se iban aproximando, los
jinetes comenzaron a tener una dimensión de lo que había sido aquella batalla.
De la fortificación de piedras y madera
quedaban sólo restos humeantes, rodeados de un centenar de cadáveres. Atacantes
y atacados habían regado de sangre todo el perímetro del fortín. También habían
quedado algunos hombres gravemente heridos que en cuestión de minutos
agrandaría aún más la lista de víctimas. Con el último suspiro, uno de ellos
confesó que el ataque había sido encabezado por el cacique Queupo junto a un
ejército de indios y criollos bien armados. Y que el objetivo era robar armas,
tomar cautivas y todo lo que pudieran. Dijo además que el escape se produjo a
través del Paso Pichachén. Luego murió.
Astrada y el resto de los milicos dedicaron
casi todo el día a enterrar los muertos y agrupar las pocas pertenencias que
habían quedado. Cuando finalizaron, emprendieron la retirada hasta Chos Malal.
El Fortín Guañacos nunca fue reconstruido.
Los restos, desgastados por el viento y la lluvia, quedaron en el olvido. Sólo
viejas crónicas de la época y algunos historiadores recuerdan aquella mañana
trágica, de sangre, batalla y muerte.