martes, 6 de octubre de 2015

La masacre del Fortín Guañacos



“¿Usted está seguro de lo que me está diciendo?”, preguntó el teniente Astrada.
“Los vi, teniente. Eran muchos indios y criollos que estaban por Buta Mallín. Parecía como que se estaban preparando para algo”, dijo el hombre.
El teniente Sebastián Astrada se quedó pensativo unos segundos. Le agradeció la información al comerciante chileno que había llegado hasta la guarnición y luego lo despidió.
Astrada había sido designado para hacerse cargo del Fortín Guañacos en 1879, año en el que la IV División del Ejército Argentino había bajado desde Mendoza para iniciar por el norte la denominada Conquista del Desierto.
El fortín, ubicado en la margen izquierda del Río Guañacos, unos 2.500 metros antes de la desembocadura del Neuquén, había sido construido con el objetivo de controlar el tránsito de los pasos fronterizos Pichachèn, Buta Mallìn y Alico. La rutina de los militares era realizar salidas exploratorias por la zona que, hasta entonces, parecía tranquila.
Pero la información que le había acercado el comerciante era inquietante. Astrada ya había sido advertido de posibles malones provenientes del otro lado de la cordillera y sabía que un ataque de estas características podría terminar en una tragedia.
Después de pensar y caminar durante una hora frente a las hermosas imágenes que le regalaba el paisaje, Astrada tomó la decisión de corroborar aquella información que le habían traído.
Así, preparó una guarnición de 17 hombres para realizar un patrullaje por la zona. Todos los soldados alistados estaban bien armados y equipados. Sería una exploración de rutina, como tantas que habían hecho desde que se levantó la fortificación de piedra y maderas.
“Alferez Boer: usted se va a quedar a cargo del fortín”, ordenó el teniente. “Nosotros haremos una recorrida por la zona y regresaremos”, agregó con un tono seco.
Eliseo Boer, un joven que recién comenzaba su carrera militar en el Ejército, recibió y aceptó la orden con un saludo al teniente. No dijo nada, pero pensó inmediatamente en todos los riesgos que podría correr la guarnición si la mitad de la tropa se iba.
El quedaría a cargo del fortín con tan solo 15 soldados, algunos auxiliares y peones y un pequeño grupo de mujeres y niños, familiares de la tropa. En el lugar había armas y municiones, pero no las suficientes como para defenderse de un malón.
Desde siempre había escuchado las historias de los hermanos Pincheira, ex soldados de la corona española que terminaron convirtiéndose en bandoleros que arrasaban con todo a su paso desde Chile hacia la Argentina. Esos ejércitos populares integrados por indios y criollos cruzaban habitualmente la cordillera para robar ganado, tomar mujeres cautivas y reclutar hombres para su causa. Los Pincheira ya habían dejado de ser una amenaza desde hace años. Pero los fantasmas de un posible ataque siempre acechaban.
Los presagios de Boer finalmente se cumplieron en las primeras horas de la mañana del 19 de enero de 1881.
El ruido lejano de la carrera de centenares de caballos, puso en alerta a los guardias del fortín y despertó a quienes todavía descansaban.
Boer se levantó de un salto cuando escuchó los gritos. Tomó su fusil y salió corriendo hacia el mangrullo a medio vestir. Cuando estuvo en lo más alto se sorprendió con la imagen que le llegaba desde las montañas. Unos quinientos jinetes armados con rifles se habían lanzado al ataque de la pequeña guarnición.
Boer ordenó al puñado de hombres que tenía a su lado a prepararse para disparar. Y en no menos de cinco minutos, cuando los atacantes estaban a tiro, comenzó la balacera. Una serie de estampidos ininterrumpidos rompieron la tranquilidad de aquella mañana de verano.
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El teniente Astrada vio el humo desde lejos y ordenó a sus hombres dirigirse a toda carrera hacia el fortín. Eran cerca de las 12 del 20 de enero, un día después del ataque que había sufrido la guarnición militar.
A medida que se iban aproximando, los jinetes comenzaron a tener una dimensión de lo que había sido aquella batalla.
De la fortificación de piedras y madera quedaban sólo restos humeantes, rodeados de un centenar de cadáveres. Atacantes y atacados habían regado de sangre todo el perímetro del fortín. También habían quedado algunos hombres gravemente heridos que en cuestión de minutos agrandaría aún más la lista de víctimas. Con el último suspiro, uno de ellos confesó que el ataque había sido encabezado por el cacique Queupo junto a un ejército de indios y criollos bien armados. Y que el objetivo era robar armas, tomar cautivas y todo lo que pudieran. Dijo además que el escape se produjo a través del Paso Pichachén. Luego murió.
Astrada y el resto de los milicos dedicaron casi todo el día a enterrar los muertos y agrupar las pocas pertenencias que habían quedado. Cuando finalizaron, emprendieron la retirada hasta Chos Malal.
El Fortín Guañacos nunca fue reconstruido. Los restos, desgastados por el viento y la lluvia, quedaron en el olvido. Sólo viejas crónicas de la época y algunos historiadores recuerdan aquella mañana trágica, de sangre, batalla y muerte.

viernes, 2 de octubre de 2015

La muerte de un desertor

Javier Villarroel nunca le había tenido miedo a la muerte. Desde chico pensó que cuando fuera grande integraría las filas del Ejército y, que para ser militar, no tendría que tener miedo.
Pero ahora la situación era distinta. Estaba atado de manos, con los brazos cruzados en la espalda, esperando que sus compañeros acataran la orden del sargento. Sus ojos habían sido vendados con un trapo sucio para que no mirara el desenlace, como si eso sirviera de consuelo.
Javier había tenido aquella primera entrevista en el Ejército a principios de 1879, cuando se enteró que estaban incorporando a voluntarios para una expedición hacia el sur del país. Y cuando aprobaron su ingreso casi lloró de alegría.
“En el Ejército, en la expedición al desierto”, se repitió entonces, como sin terminar de creerlo.
Así se fue. Se despidió su familia, con la emoción del caso. Su madre lo abrazó y lo besó. “Cuidate”, le dijo. Su padre lo saludó de lejos, con el mismo orgullo.
La expedición partió desde Malargüe, donde se alzaba el Fuerte General San Martín. Con destino hacia el desconocido y misterioso territorio del Neuquén, aquel lugar casi virgen, con montañas desgastadas por el viento y alimentadas por la nieve, con ríos bravos y cielos limpios.
El capellán se le acercó despacio y masculló algunas palabras apenas entendibles, que hablaban de “resignación” y “arrepentimiento”, pero no de perdón.
Escaparse del Ejército no era otra cosa que “desertar” y la deserción se pagaba con la vida. Ya se lo habían advertido en aquella primera entrevista que tuvo antes de hacerse soldado, pero él ni siquiera lo había tenido en cuenta cuando huyó. Necesitaba escaparse de la expedición, pero también de los fantasmas que lo perseguían. Los malditos fantasmas…
Uno en particular lo atormentaba y lo visitaba cada día y cada noche. Era el fantasma de un hombre sin nombre. De un indio que intentó zafar de la masacre, y que él persiguió como si fuera un animal de caza, hasta que lo arrinconó contra un monte, y le metió un balazo en el pecho, sin pensar, acuciado por el ansia de cumplir su deber.
El gesto de agonía de aquel hombre, los ojos secos y vacíos, la boca entreabierta llena de tierra y sangre, lo perseguía una y otra vez.
Lo había matado, cuando matar no estaba en sus planes. Siempre le habían hablado de llevar soberanía al sur, de “convencer” a las gentes que vivían en el lugar desde siempre. Pero él había cumplido con aquella orden de disparar. Todavía no entendía cómo. Tal vez por el temor, o por la responsabilidad, o por la ignorancia… Pero había matado y había visto matar a muchos más.
Por eso escapó aquella noche sin luna, en un caballo flaco, sin rumbo, ni conocimiento. Atormentado y perdido. Por eso la patrulla que salió a buscarlo lo encontró a los pocos días y lo apresó sin resistencia, entumecido de frío, agobiado por el cansancio.
Con las primeras luces del día, los cinco soldados se formaron en fila y en silencio a la espera de la orden para matar al desertor.
El capellán se acercó y le preguntó si tenía algo que decir antes de morir.  Volvió sobre sus pasos y habló con el oficial.  Entonces le quitaron el trapo sucio de los ojos. Prefería morir mirando el cielo.
Cumplido el deseo, y tras la orden del sargento, una ráfaga de cinco balas le abrió el pecho. Cayó de rodillas y luego se desplomó sobre un costado.
Murió al instante, con una expresión extraña.
Le quedaron los ojos abiertos, secos y opacos.

Como los de aquel indio que había matado, y que finalmente se había cobrado venganza.


Nota del autor: Javier Villarroel existió. Fue un soldado mendocino que murió fusilado por desertor de la Cuarta División durante la denominada Conquista del Desierto un viernes 25 de abril de 1879 en el norte del territorio de Neuquén.

Publicado en el portal DiariamenteNeuquen