Transcurrieron 17 años desde que se hizo pasar por muerto para poder
sobrevivir. Dice que se le ocurrió de repente, tal vez por el miedo que
tenía. Pensó que en la misma situación estaría su amigo, que tenía 11
años, uno menos que él. Los dos habían recibido varias puñaladas, pero
las heridas no fueron letales. Por eso se salvaron. Los otros tres
chicos no tuvieron la misma suerte.
Claudio Painebilú tiene ahora 28 años y es uno de los sobrevivientes de
la Masacre del Limay, un triple crimen que conmovió al país y que hizo
llorar a todo un barrio. El asesinato ocurrió durante el atardecer del
14 de noviembre de 1998 y tuvo a un solo responsable: Julio Aquines, que
desde 1999 purga una condena a prisión perpetua.
Desde que ocurrió la masacre, Claudio es otra persona. Se emociona
cuando recuerda ese día de pesadilla y todavía no tiene explicaciones
para entender por qué sucedió, más allá de las pericias psiquiátricas
que indican que Aquines era un psicópata suelto y que el destino quiso
que los encontrara aquella tarde en la orilla del río Limay. Le cuesta
hablar del tema y hace pausas prolongadas cuando trae a la memoria las
postales de aquella tarde. “Me acuerdo como si hubiese sido ayer”, dice
mientras se toca las manos una y otra vez, tal vez por los nervios o por
la angustia del recuerdo.
Claudio tiene una contextura delgada, es lampiño y tiene el cabello
oscuro, corto y prolijo. Aparenta muchos menos años. Es callado y
tímido. Hilvana oraciones cortas, de manera pausada, como midiendo cada
palabra.
Aquel día había ido hasta el río junto a cuatro amigos. En realidad, a
dos de los cuatro chicos los conocía realmente; a los otros los tenía
visto del barrio Valentina Sur, donde vivía, pero era la primera vez que
salían juntos.
Claudio Painebilú (12), Juan Carlos Urra (11), los hermanos César y
Cayetano Correa (14 y 17) y Carlos Trafipán (16) llegaron a la costa del
Limay, luego de atravesar el barrio. Era una mañana cálida y apacible,
ideal para lanzar las líneas atadas a las latas en busca de truchas o
pejerreyes.
Pescaron todo el día y se divirtieron hasta que el cansancio pudo más.
Claudio y Juan Carlos, los dos más chicos, se quedaron en la orilla,
mientras los grandes seguían probando suerte con el agua a la cintura.
Eran las seis de la tarde, tal vez un poco más.
Julio Aquines (27) apareció de la nada, caminando por entre las
piedras. “¡Qué hacen acá?. Esto es propiedad privada”, les dijo de mala
manera. Los dos más chicos se sorprendieron y se asustaron. Aquines
parecía no estar en sus cabales. Creen que estaba borracho o drogado. O
las dos cosas.
Pero el miedo se transformó en pánico cuando aquel joven sacó un arma
de fuego que, tiempo después, se sabría que era de juguete. “No nos
dimos cuenta porque nunca habíamos visto un arma; estábamos muy
asustados”, asegura Claudio.
Los chicos se largaron a llorar. Los tres adolescentes más grandes
salieron del río para ver qué pasaba. “Ya nos vamos”, le explicaron a
modo de disculpa. “Ahora no se van nada”, respondió Aquines mostrando el
arma y un cuchillo que tenía en la otra mano.
Bajo amenazas, los cinco menores caminaron unos mil metros por la
orilla, aguas abajo hasta que el agresor les dijo que pararan. Allí se
desencadenó la tragedia. “Le pidió a Juan Carlos que nos sacara los
cordones de las zapatillas a todos y luego él nos ató las manos”,
recuerda Claudio.
La furia de Aquines se desató en cuestión de segundos. A Juan Carlos le
asestó 11 puñaladas por la espalda y luego se dirigió a Claudio. “Me
metió una cuchillada en la panza, otra en el pecho y cuatro en la
espalda; también me hizo un corte en la oreja”, dice con la voz
entrecortada.
El ritual de la muerte se repitió aun con más saña. A los tres más
grandes los apuñaló varias veces. Luego los tapó con una manta que
habían llevado los chicos, les tiró hojarasca arriba y los prendió
fuego. Trafipán murió en el acto por las heridas. Los dos hermanos,
asfixiados.
Claudio y Juan yacían a pocos metros del lugar del fuego. Estaban
malheridos, pero no sabían cuánto. Sin embargo, ante el temor de que
Aquines se diera cuenta de que aún estaban con vida, decidieron hacerse
los muertos. Así, quedaron tenidos al resplandor del fuego a medida que
se hacía de noche, mirándose en silencio. “Pasaron como tres horas hasta
que no se sentían movimientos. Entonces pensé que se había ido”,
cuenta.
Con las pocas fuerzas que le quedaban, Claudio cargó a Juan Carlos como
pudo y comenzó a desandar los mil metros por los que los había traído.
Fue un camino tortuoso y en penumbras el que tuvieron que atravesar.
“Además de las heridas del cuchillo, teníamos los pies lastimados. No sé
si tenía miedo; quería regresar a mi casa cuanto antes”, asegura.
Los dos sobrevivientes atravesaron una laguna, tropezaron con piedras y
ramas y caminaron hasta el límite de sus fuerzas hasta que llegaron a
la Escuela 223 del barrio, donde en ese momento se realizaba un festival
folclórico. Los asistentes a la fiesta quedaron paralizados cuando
vieron a los dos nenes exhaustos y ensangrentados, casi al borde del
desmayo. “Un hombre nos llevó hasta el hospital Bouquet Roldán y de ahí
nos trasladaron al Castro Rendón”, indica Claudio.
Ambos quedaron internados. Juan Carlos sufrió la peor parte porque una
de las puñaladas le perforó un pulmón. Milagrosamente, Claudio
evolucionó porque los cortes no fueron tan profundos.
Los medios nacionales se hicieron eco inmediatamente de aquel acto
brutal. Los diarios y canales de televisión de todo el país rotularon el
triple crimen como “la Masacre del Limay” y dedicaron amplios espacios
para cubrir la noticia.
Pasaron 17 años de aquella pesadilla. Claudio logró sobrevivir a la
tragedia gracias al apoyo psicológico que le brindaron durante cuatro
meses, aunque los recuerdos lo persiguen cada tanto. “A veces tengo
pesadillas; hace poco tuve una muy fea”, reconoce.
Pero el destino le dio una oportunidad a Claudio, quien hoy disfruta de
una familia. Tiene una mujer y tres pequeñas hijas que son su gran
contención. Él trabaja como empleado; su esposa está desocupada. Dice
que le gustaría estar mejor porque vive en la casa de sus padres, ya que
no tiene una vivienda propia, y que aguarda con esperanzas que alguna
vez desde el IPVU (donde se anotó hace años) le digan que salió
beneficiado para poder independizarse completamente.
¿Cuánto le cambió la vida aquella experiencia espantosa? “Soy otra
persona -dice con la misma voz pausada- porque me cuesta mucho salir de
mi casa. Lo hago para trabajar y nada más. Prefiero estar con mi
familia”.
Claudio asegura que, pese a todo lo que le tocó sufrir, no le guarda
rencor a Julio Aquines, aquel hombre que asesinó a sus amigos y le marcó
la vida para siempre. “No quiero venganza ni tengo odio. Si lo tuviera,
estaría en el mismo lugar que él”, descarga antes de despedirse.
El barrio se mantiene en alerta
En Valentina Sur Rural todos conocen la historia de la Masacre del
Limay. Los más viejos se encargaron de contarles a los chicos cuándo y
cómo ocurrió. Por eso no es llamativo que cualquier vecino al que se le
pregunte sobre el caso comente y opine al respecto.
El barrio, un conglomerado de casas humildes que conviven con grandes
mansiones de los barrios cerrados que hay en los alrededores, quedó
conmovido cuando hace poco menos de un mes se enteró que el responsable
de la masacre, Julio Aquines, pidió salidas transitorias porque cumplía
con los requisitos estipulados para tal fin. Sin embargo, la jueza de
Ejecución Penal, Raquel Gass, rechazó la solicitud de su abogada debido a
que los estudios criminológicos alertaban la posibilidad de
reincidencia.
La pequeña comunidad de Valentina Sur respiró profundo cuando se
enteró de la decisión de la jueza, aunque no son pocos los que advierten
que si alguna vez lo dejan libre la misma gente del barrio se encargará
de que se haga justicia.
¿Quiso emular a otro asesino?
Algunos peritos que intervinieron en el juicio creen que Julio
Aquines pudo haber matado por narcisismo, para ser reconocido. Por este
motivo es que no ocultó ninguna huella e hizo todo lo posible para que
lo atraparan.
Sostienen que el Triple Crimen de Cipolletti, ocurrido un año antes,
pudo haber sido el disparador. Tal vez quiso emular al otro asesino.
Nota del autor: En la imagen que ilustra esta crónica, Claudio camina conmigo por las calles de Valentina Sur.
El artículo salió publicado en el diario Lmneuquen.
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