Javier Villarroel nunca le había tenido miedo a la
muerte. Desde chico pensó que cuando fuera grande integraría las filas del
Ejército y, que para ser militar, no tendría que tener miedo.
Pero ahora la situación era distinta. Estaba atado de
manos, con los brazos cruzados en la espalda, esperando que sus compañeros
acataran la orden del sargento. Sus ojos habían sido vendados con un trapo
sucio para que no mirara el desenlace, como si eso sirviera de consuelo.
Javier había tenido aquella primera entrevista en el
Ejército a principios de 1879, cuando se enteró que estaban incorporando a
voluntarios para una expedición hacia el sur del país. Y cuando aprobaron su
ingreso casi lloró de alegría.
“En el Ejército, en la expedición al desierto”, se
repitió entonces, como sin terminar de creerlo.
Así se fue. Se despidió su familia, con la emoción del
caso. Su madre lo abrazó y lo besó. “Cuidate”, le dijo. Su padre lo saludó de
lejos, con el mismo orgullo.
La expedición partió desde Malargüe, donde se alzaba el
Fuerte General San Martín. Con destino hacia el desconocido y misterioso
territorio del Neuquén, aquel lugar casi virgen, con montañas desgastadas por
el viento y alimentadas por la nieve, con ríos bravos y cielos limpios.
El capellán se le acercó despacio y masculló algunas
palabras apenas entendibles, que hablaban de “resignación” y “arrepentimiento”,
pero no de perdón.
Escaparse del Ejército no era otra cosa que “desertar” y
la deserción se pagaba con la vida. Ya se lo habían advertido en aquella
primera entrevista que tuvo antes de hacerse soldado, pero él ni siquiera lo
había tenido en cuenta cuando huyó. Necesitaba escaparse de la expedición, pero
también de los fantasmas que lo perseguían. Los malditos fantasmas…
Uno en particular lo atormentaba y lo visitaba cada día y
cada noche. Era el fantasma de un hombre sin nombre. De un indio que intentó
zafar de la masacre, y que él persiguió como si fuera un animal de caza, hasta
que lo arrinconó contra un monte, y le metió un balazo en el pecho, sin pensar,
acuciado por el ansia de cumplir su deber.
El gesto de agonía de aquel hombre, los ojos secos y
vacíos, la boca entreabierta llena de tierra y sangre, lo perseguía una y otra
vez.
Lo había matado, cuando matar no estaba en sus planes.
Siempre le habían hablado de llevar soberanía al sur, de “convencer” a las
gentes que vivían en el lugar desde siempre. Pero él había cumplido con aquella
orden de disparar. Todavía no entendía cómo. Tal vez por el temor, o por la
responsabilidad, o por la ignorancia… Pero había matado y había visto matar a
muchos más.
Por eso escapó aquella noche sin luna, en un caballo
flaco, sin rumbo, ni conocimiento. Atormentado y perdido. Por eso la patrulla
que salió a buscarlo lo encontró a los pocos días y lo apresó sin resistencia,
entumecido de frío, agobiado por el cansancio.
Con las primeras luces del día, los cinco soldados se
formaron en fila y en silencio a la espera de la orden para matar al desertor.
El capellán se acercó y le preguntó si tenía algo que decir
antes de morir. Volvió sobre sus pasos y
habló con el oficial. Entonces le
quitaron el trapo sucio de los ojos. Prefería morir mirando el cielo.
Cumplido el deseo, y tras la orden del sargento, una
ráfaga de cinco balas le abrió el pecho. Cayó de rodillas y luego se desplomó
sobre un costado.
Murió al instante, con una expresión extraña.
Le quedaron los ojos abiertos, secos y opacos.
Como los de aquel indio que había matado, y que
finalmente se había cobrado venganza.
Nota del autor:
Javier Villarroel existió. Fue un soldado mendocino que murió fusilado por
desertor de la Cuarta División durante la denominada Conquista del Desierto un
viernes 25 de abril de 1879 en el norte del territorio de Neuquén.
Publicado en el portal DiariamenteNeuquen
No hay comentarios:
Publicar un comentario