Siempre ponía de cara de viejo para dar lástima. Era la mejor forma de
que alguien lo adoptara aunque fuera un perro viejo y ordinario, un atorrante
de mil leches que desde cachorro se había criado en la calle y que
probablemente apenas había sido destetado de su madre.
El viejo tenía una compañera inseparable con la que andaba por todos
lados. Ambos se cuidaban y se querían en la soledad y el desamparo. Caminaban
todo el día, compartían lo poco que encontraban y se daban calor cuerpo con
cuerpo cuando el frío se volvía insoportable.
Cuando Soledad Yebrín, una vecina de Villa La Angostura que se
había mudado al barrio Once escapando de las cenizas del volcán Puyehue, vio a
la desdichada pareja se enamoró enseguida.
Era junio de 2011 y el invierno cordillerano se hacía cada vez más
intenso. Soledad se enteró de que una vecina les daba de comer, pero los pobres
perros no tenían dónde dormir. Las primeras nevadas en la villa fueron
suficientes para que Soledad tomara la decisión de protegerlos un poco más. Lo
habló con su marido, un francés a quien el destino había traído a este rincón
del mundo, y les dio asilo para que Fidel y Kiara (tal como los bautizaron)
tuvieran comida y refugio, aunque sea durante las noches heladas del invierno.
En la casa de Soledad también vivía Norton, un mestizo golden y setter,
y dos gatas que habían adoptado en 2010. Todos tan callejeros y atorrantes como
Fidel y Kiara.
Todo cambió en 2014 cuando Soledad y su marido tomaron la decisión de
volverse a Francia por una oportunidad laboral.
Como el viaje era largo y era demasiado llevar dos gatas, un perro,
bolsos, mudanza y un bebé recién nacido, la pareja decidió que lo mejor sería
que Fidel y Kiara se quedaran en una guardería en Dina Huapi. Apenas pudieran
regresar, los vendrían a buscar.
Por desgracia, Kiara se escapó un día de aquel refugio y nunca más
apareció. Fidel, el perro viejo, se quedó triste a la espera de su compañera o
de sus dueños, que habían desaparecido de un momento para el otro.
Pasaron los días y los meses. Fueron casi dos años interminables en
aquella guardería, hasta que Soledad y su esposo pudieron volver a Villa La
Angostura.
Apenas descendieron del avión en el aeropuerto de Bariloche, lo primero
que hicieron fue ir corriendo al refugio para reencontrarse con Fidel. Y allí
estaba él, un poco más viejo, pero con la misma expresión de tristeza de
siempre. Cuando la pareja lo vio y lo llamó por su nombre, Fidel reaccionó
inmediatamente y fue al encuentro de sus dueños en una carrera desenfrenada que
terminó cuando se tiró panza arriba llorando de alegría. La emoción fue mutua.
El reencuentro se había concretado.
Soledad y su marido hicieron los trámites de rigor para regresar a
Europa con su querido y fiel amigo. Le colocaron un chip internacional
obligatorio, la vacuna antirrábica, el certificado de salud del veterinario, un
trámite en el Senasa y la compra del pasaje para reservarle un lugar en los
tres aviones que lo llevarían a Buenos Aires, Roma y Torino para luego seguir
camino a Francia, hasta la ciudad de Briançon, un paraíso en los Alpes.
Ya en su nueva casa, Fidel se reencontró con Norton, su viejo amigo, y
las dos gatas. Otro motivo para tirarse panza arriba hasta hacerse pis de tanta
felicidad. Y de a poco comenzó a adaptarse rápidamente a su nuevo hogar, a esa
geografía de montañas nevadas en el invierno y de calor en verano que le
parecía tan familiar.
Hoy Fidel tiene entre 12 y 13 años, pero –según su dueña- está impecable
y juega como si fuera un cachorrón grandote. Le gusta salir a pasear, saltar en
la nieve y tirarse en un sillón cerca de la estufa cuando hace frío.
Muy cada tanto, cuando se manda alguna o lo retan, suele poner cara de
viejo triste. Lo hace como cuando vivía solo en la calle, al otro lado del
mundo. Como cuando necesitaba esa expresión para sobrevivir. Para tratar de
convencer a alguien de que lo adoptara y lo quisiera.
(Publicado en Lmneuquen)
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