“Yo la vide mi coronel…. La vide con mis
propios ojos”, dijo el policía casi sin aliento.
“Era horrible…. Toda chascona y con una
mirada que …”.
El cabo no alcanzó a terminar la frase
que enseguida hizo la señal de la cruz dos veces seguidas y levantó la vista
como invocando algún poder divino para su protección.
“¡No me va a decir que usted también
cree en fantasmas, Benavidez!”, dijo el coronel Manuel Olascoaga tratando de no
perder la paciencia.
“¿Y qué hizo cuándo la vio?”, volvió a
repreguntar.
“Y… me juí corriendo… ¿qué quiere qué
haga mi coronel?”
Corría 1891 y hacía tiempo que en la
tranquila Chos Malal se hablaba insistentemente que un fantasma andaba rondando
el pueblo.
Los testimonios se multiplicaban y, por
coincidencia o efecto reflejo, todos describían lo mismo: una mujer de cabello
largo, muy delgada y blanca como la nieve que emitía sonidos guturales y hacía
ademanes cada vez que se cruzaba con algún vecino. Luego desaparecía
misteriosamente.
Algunos decían que se trataba de un alma
en pena que se negaba a abandonar el mundo de los vivos y que únicamente se
iría si se llevaba a algún mortal con ella.
El cura de la ciudad ya estaba al tanto
del tema., pero no tenía muchas explicaciones. Decía que había que rezar y que
en lo posible nadie enfrentara al fantasma. Es más, hasta hacía recomendaciones
a las niñas y jovencitas, puesto que había testigos que aseguraban que el
fantasma andaba ligero de ropas.
Olascoaga, que por entonces había
asumido el cargo de primer gobernador del territorio neuquino, había escuchado
la historia mil veces. Se la habían contado colaboradores, funcionarios,
amigos, vecinos… y realmente estaba harto del tema.
El militar no creía que se tratara de un
fantasma como todo el mundo decía. Estaba convencido de que el fantasma era
alguien que se disfrazaba y se dedicaba a asustar a la gente como una manera de
divertirse. Es más, hasta casi tenía la certeza de que podría tratarse de un
hombre con ropas de mujer y alguna cabellera improvisada con lana de oveja.
“Benavidez: vaya y dígale a su jefe que
me venga a ver urgente. ¿Me entiende? ¡Urgente!”, gritó el gobernador. El
policía salió corriendo.
En forma paralela, Olascoaga convocó a
todos sus colaboradores a una reunión inmediata porque tenía que darles a
conocer una noticia muy importante.
Una vez reunido todo el equipo en su
despacho, el gobernador comenzó a caminar lentamente con los brazos cruzados en
la espalda y mirándolos a todos de reojo. El silencio y la intriga mantenían a
todos expectantes.
“Si hay alguien de ustedes que no cree
en el fantasma que dicen que anda dando vueltas que levante la mano”, dijo
Olascoaga sin dejar de caminar. Todos se miraron de reojo, pero los brazos
seguían en su lugar.
“Entonces todos creen”, dijo con tono
seco. Nadie contestó.
El gobernador se paró por un momento
frente a su escritorio y levantó un papel con la punta de los dedos y se los
mostró.
“Este es un decreto que acabo de firmar.
A partir de ahora, es una obligación para cualquier policía disparar su arma si
llega a encontrarse con el fantasma. El que no lo haga será dado de baja”, dijo
paseándose frente a la fila de colaboradores y manteniendo el papel con la mano
en alto.
“Además vamos a ofrecer un premio de 20
pesos para aquel que logre capturarlo. Quiero que se entere todo el pueblo”,
ordenó.
La noticia del decreto corrió más rápido
que el viento y a partir de ese día terminaron definitivamente los
avistamientos de fantasmas en todo Chos Malal.
Cuentan algunos que ante semejante
amenaza, el alma en pena finalmente abandonó el mundo terrenal.
Cuentan otros que algún vivo recapacitó
y prefirió no arriesgarse. No fuera cosa que un chumbazo lo pasara de verdad al
mundo de los muertos.
Ilustración: Carlos Isola.
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