“¡Me importa un cuerno que no se deba hacer, hay que hacerlo y
punto!”, vociferó el gobernador Justo Sócrates Anaya en su despacho. Dos
de sus colaboradores quedaron incrédulos mirándose el uno al otro. Y
antes de ensayar una respuesta, la voz del mandatario volvió a tronar:
“¿¡Ustedes creen que vamos a sobrevivir si siguen demorándose los
sueldos de esa manera!?” “¿¡O nos resignamos a usar el dinero de los
chilenos para siempre?!”.
Anaya había asumido la gobernación del territorio de Neuquén en 1890,
luego de una extensa y exitosa carrera en el Ejército Argentino. Desde
que era un adolescente supo que quería dedicarse a las armas. Por eso no
dudó un segundo en dejar sus estudios para enrolarse en el Ejército
cuando estalló la guerra de la Triple Alianza. Durante años participó
activamente en combates que se libraron en distintos puntos del país
hasta lograr el grado de coronel.
Su impecable foja de servicios hizo que el presidente Carlos
Pellegrini lo nombrara gobernador del territorio del Neuquén para
reemplazar a Manuel Olascoaga.
Anaya siempre se jactaba de ser un tipo expeditivo. Si surgían
problemas había que solucionarlos de manera rápida y eficiente. Tenía
carácter suficiente para hacerlo. Cuando asumió su mandato como
gobernador supo lo difícil que era administrar un territorio tan lejos
de Buenos Aires. Todo se hacía difícil y la dependencia era un gran
problema.
En aquellas épocas, Chos Malal y todo el norte neuquino tenía un
fuerte desarrollo comercial que excedía las fronteras y la proximidad de
la República de Chile generaba una fusión de culturas, razas y
costumbres inevitable. Pese a las prohibiciones, la moneda chilena era
la que más circulaba por el territorio norteño y la que más aceptación
tenía entre los comerciantes argentinos. Anaya lo sabía y estaba
desesperado por encontrar una solución para evitar que la invasión y la
conquista del gobierno trasandino siguiera consolidándose. ¿Pero de qué
manera? El “peso fuerte” argentino con el que se pagaban los sueldos en
Chos Malal llegaba siempre con demora y la gente protestaba con razón.
“¿Para qué nos quieren imponer una moneda que llega tarde y casi no
existe?”, era el razonamiento de los lugareños, alimentado con picardía
por los chilenos.
Cierto día, en una de esas tantas demoras en la llegada de dinero
fresco proveniente de Buenos Aires y ante el malestar creciente de los
empleados, a Justo Sócrates Anaya se le ocurrió la idea de dejar de
depender del gobierno nacional y comenzar a implementar la moneda propia
del norte neuquino. Así fue que instruyó a sus colaboradores para que
en la imprenta que había traído Olascoaga comenzaran a imprimirse
billetes con el peso local. Se harían en papel romaní y el propio
gobernador los firmaría de puño y letra, uno por uno.
La primera remesa de billetes frescos causó tanta sorpresa como
resistencia entre los pobladores que preferían seguir comerciando con la
moneda chilena o, a lo sumo, con pepitas de oro, una práctica también
muy común en aquellas épocas.
“La gente no quiere estos billetes”, le comentó uno de sus
colaboradores días después que empezara a circular la nueva moneda.
Anaya se enfureció. “¡Hagan correr la voz de que si no los usan serán
castigados!”, gritó.
Así fue que con el paso de los meses el comercio del norte neuquino
comenzó a convivir con tres monedas bien diferenciadas: los pesos
chilenos, los pesos fuertes argentinos y los pesos fuertes neuquinos,
además de las clásicas pepitas de oro.
Anaya estaba a sus anchas y ya empezaba a tomarle el gusto a esta
nueva forma de administrar, ya que era mucho más fácil de lo que
parecía. ¿Falta dinero de Buenos Aires? Se imprime en Neuquén. ¿Falta
papel para imprimir? Se le agregan más ceros así los billetes valen más.
Rápido y simple.
Entusiasmado por su relativo éxito y mostrando su carácter de militar,
el gobernador decidió seguir poniendo orden en el territorio con
decisiones fuertes, aunque muchas veces disparatadas. A pedido de un
grupo de amigos, abolió impuestos que había aplicado Olascoaga y
disolvió la banda del Ejército porque no le gustaba la música que
interpretaba y, especialmente, porque los ensayos se hacían a la hora de
la siesta.
Como era muy difícil de constatar la ley de marcas de los animales con
los oficiales que venían de Buenos Aires, Anaya decidió impulsar una
ley de marcas neuquina. Y como si fuera poco, prohibió la caza de
animales, especialmente de guanacos y avestruces, y hasta puso fechas
obligatorias para que los crianceros salieran y volvieran todos juntos a
hacer las veranadas, una manera de “emprolijar” esa costumbre
ancestral. No fuera cosa que anduvieran todos desparramados por el
campo.
El malestar de la gente del pueblo y de los paisanos fue creciendo de
tal manera que finalmente llegó a oídos del gobierno nacional. El
presidente Luis Sáenz Peña abrió los ojos asombrado cuando le contaron
lo que había ocurrido en el lejano territorio neuquino. Podía llegar a
entender lo de la banda del Ejército, lo de la fecha de las veranadas,
la prohibición de caza y hasta la ley de marcas, pero ¿moneda propia?
¿Con qué respaldo?
Se desconoce si el presidente le recriminó a Anaya alguna de sus
prácticas tan extravagantes como polémicas cuando escuchó todos los
informes que le llegaron de aquel rincón de la Patagonia. Sí se sabe que
en 1894, luego de haber cumplido cuatro años de mandato, a Don Justo
Sócrates le mandaron un reemplazante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario