martes, 7 de julio de 2015

Cuando Neuquén crecía alrededor de las vías



Van a ser las 19 y el tren está por llegar. De a poco el andén se va poblando de gente, como si se tratara de la entrada de un teatro cuya obra de estreno está por comenzar.
Es verano y hace calor en una Neuquén desolada, casi virgen, donde la estación del ferrocarril resulta un refugio fresco entre la arena caliente. De a poco el pueblo sale del letargo que causan las tardes agobiantes patagónicas. Los primeros movimientos del caserío indican que la movida social está por comenzar.
Las mujeres se arreglan y se pintan como si concurrieran a esa primera cita romántica tan esperada. Pero, en realidad, lo hacen a ciegas, sólo para ver quién viene o quien está en la estación. Llegan presurosas, siempre de a grupos de dos o de tres, tratando de mantener el brillo de sus zapatos, acomodándose el peinado, cuidando cada pliegue del vestido, despidiendo aromas de lavanda o jazmines.
Los hombres solos concurren igual, con la misma expectativa. Jopos engominados, rostros afeitados, bigotes emprolijados, el mejor pantalón, la camisa recién planchada. “Apurémonos que llega el tren”, dicen y aceleran el paso levantando una ligera polvareda por la Avenida Argentina, mientras ven la zona de las vías cada vez más cerca.
Durante muchos años, especialmente en las primeras décadas de existencia, la estación del ferrocarril era el punto de encuentro más importante que tenía la ciudad de Neuquén. En el tren no sólo llegaban las novedades de Buenos Aires, a través de los diarios y las mercaderías. También venían hombres y mujeres de todos lados en busca de un lugar para vivir.

Amoríos
Américo Rada, que ingresó al ferrocarril en 1954, en San Antonio Oeste, y que en 1965 comenzó a trabajar en la estación de Neuquén, dentro de la Superintendencia de Tráfico, que tenía la supervisión del movimiento de pasajeros y cargas, coincide con el relato de mucha gente que afirma que ese viejo andén, que dentro de pocos días volverá a ver pasar formaciones modernas construidas por la empresa Materfer, fue testigo de encuentros y varias historias de amor. “Muchos romances comenzaron en este lugar”, asegura entre risas y nostalgias.
Las imágenes están frescas como si hubiese sido ayer y pintan a la Neuquén humilde que quería crecer, la que se deslumbraba con cualquier pequeño adelanto de la época. La Neuquén de inmigrantes y pioneros que tenían más sueños que realidades.  “Algunos venían acá solo a esperar el tren, a ver gente nueva, las chicas incluso pensaban que podían encontrar algún novio, era la mejor época del ferrocarril”, cuenta, por su parte, Gilberto Godoy, ex maquinista, que ya conducía formaciones allá por los años 50 y 60.
Cuando la locomotora rugía anunciando su llegada, el gentío se arremolinaba en el andén. Muchos llegaban antes para encontrarse con alguien conocido, que en aquella época no eran pocos, o para tratar de entablar alguna conversación con aquel hombre o aquella mujer que habían visto alguna vez. No era raro visualizar algún contingente de turistas que después emprenderían desde allí otro viaje hacia la cordillera o a artistas, como los que conformaban las viejas orquestas de tango o elencos de teatro.
También estaban los comerciantes de la zona del Bajo, aguardando los productos que habían comprado en Buenos Aires y que les permitirían seguir creciendo y expandiendo su negocio. La mercadería se llevaba al viejo galpón frente al andén donde hoy funciona la sala de arte Saraco. Era una maquinaria perfecta de esfuerzo y dedicación.

“Ahí viene”
En la Estación todo estaba preparado y listo para dar la bienvenida a los visitantes. El edificio estaba limpio, con sus pisos de listones de pinotea lustrados con kerosene y sus bancos pintados de verde intenso. Un pequeño ejército de trabajadores se alistaba para la carga y descarga de los vagones, mientras los empleados de la estación se preparaban para recibir a los visitantes.
Con la llegada de la locomotora se producía un silencio expectante hasta que se abrieran las puertas y comenzaran a bajar “los nuevos”. A pocos metros, hombres y mujeres intentaban un mejor contacto visual en puntas de pie o con sus cuellos estirados hasta más no poder. “¿Quién será?” “¿Vendrá de visita o se quedará a vivir?”, repetían los comentarios.
Ajenos a la curiosidad, jóvenes ansiosos por ganarse unas monedas oficiaban de maleteros y guías para acompañar a los visitantes hasta el hotel Confluencia, el mejor lugar de alojamiento que tenía la ciudad y el segundo centro de reuniones al que concurrían los neuquinos. En ese espacio se celebraban fiestas y bailes, las mujeres concurrían a tomar el té y los hombres se arremolinaban en las mesas para hablar de política. También era el lugar obligado de salida para las parejas de novios o matrimonios. Salir a cenar y luego concurrir al cine Teatro Español a ver la película del momento eran los programas habituales.

La Estrella del Valle
Dos trenes de pasajeros llegaban todos los días a Neuquén. Uno era conocido como “la Estrella del Valle”, que constaba de vagones con camarote, primera y pullman. Era el más directo, aunque antes de arribar a Neuquén proveniente de Buenos Aires, hacía paradas en Las Flores, Olavarría, Bahía Blanca, Río Colorado, Regina, Roca, Allen y Cipolletti. Al otro tren se lo llamaba “el lechero”, se detenía en casi todas las estaciones del recorrido y no tenía los “lujos” de la Estrella. De todos modos, ambos eran confortables, con asientos tapizados y materiales nobles construidos en los talleres ferroviarios de Remedios de Escalada, en la provincia de Buenos Aires.
La rutina de la llegada de la formación se repetía cotidianamente, como un ritual social inevitable, como si se tratara de un polo de atracción difícil de escapar por su poderoso magnetismo.
La estación ferroviaria, epicentro de mil historias de amor, destinos y esperanzas se prepara ahora para revivir aquellas postales ajadas por el tiempo. Después de 22 años de sombras y de olvidos, hoy vuelve a lucir su elegante fachada de estilo inglés, aquella que vio nacer al pueblo y que, como en las primeras épocas, vuelve a ilusionarse con la llegada del tren.


AMAR LAS VIAS, A PESAR DE TODO

 “Tengo los mejores recuerdos del tren, más allá del accidente que tuve cuando era chico”, asegura Jorge Izquierdo, ex dirigente judicial que vivió gran parte de su infancia al lado de las vías. Su padre era ferroviario y la familia tenía una casa en la vieja colonia, ubicada donde está hoy el Parque Central.
Jorge siempre jugaba en las vías con los chicos del barrio, pero un día, cuando tenía 9 años vivió la peor pesadilla de su vida. Se encontraba cruzando debajo de los vagones de una formación, cuando no se dio cuenta de que el tren estaba haciendo maniobras. Las ruedas le pasaron por encima de una de sus piernas y literalmente se la molieron.
En vano, los médicos intentaron salvársela, pero le tuvieron que hacer una amputación a la altura de la rodilla. Su padre lo llevó a Buenos Aires para que lo atendieran, pero una infección en medio del viaje lo obligó a bajarse en Bahía Blanca. “Me bajaron con una gangrena, así que me volvieron a cortar la pierna”, recuerda.
De aquel duro trauma se recuperó definitivamente. A tal punto que, una vez que le colocaron una pierna de madera, volvió a corretear entre los vagones y a jugar a la pelota en la estación.
“Mi vida estaba alrededor de la estación y de aquella colonia ferroviaria”, asegura. Y destaca que la familia de trabajadores era una verdadera corporación de hombres que tenían un fuerte concepto de lo que era patria y soberanía.
¿Cómo espera la llegada de la nueva formación? Con expectativa y nostalgia. Jorge fue parte de aquella comunidad de neuquinos que se criaron alrededor de la estación y que buena parte de su vida pasó alrededor de las vías, jugando y creciendo, a la espera de que llegara el tren.


EL ULTIMO VIAJE

Américo Rada, a sus 79 años, carga en su memoria aquella tarde calurosa y triste que no olvidará jamás y de la que, jura, mucho tuvo que ver con los problemas de salud que lo aquejan en la actualidad. Todo refiere a ese 11 de marzo de 1993, día en que partió el último tren de pasajeros hacia Buenos Aires y, con él, la suerte de amplios sectores de la sociedad que veían cómo el menemismo arrasaba con todo lo que se interponía en sus planes de privatización y desguace del Estado.
“Lo sacamos de prepo, porque estaba la orden de que ni ese tren siquiera iba a salir. Nos habíamos propuesto resistir la medida de cierre del ramal, pero no pudimos”, cuenta el ex ferroviario, al que después echaron de su trabajo en la superintendencia a fines de ese año.
“¿Qué sentí ese día quiere usted saber?”, pregunta Rada y enseguida se hace un silencio. Intenta explicar esa dramática jornada pero no puede, se quiebra, sus ojos se humedecen. Se toma un tiempo, respira profundo, junta fuerzas y ahí sí se despacha: “Ese día veíamos morir el país, fue terrible, nosotros ya sabíamos que se terminaba, que se venía una Argentina del desquicio a la que le habían lesionado su arteria esencial”. Rada asegura, sin embargo, que, pese al deterioro en que se encontraba, el tren salió completo.
La historia cuenta que el 12 de marzo, ya en la estación Constitución de Buenos Aires, una foto publicada en un diario de alcance nacional llegó a retratar la imagen de una mujer llorando al descender de aquella formación. La misma que, algunas décadas atrás, había sido bautizada “la Estrella del Valle”.

Con la colaboración de mi colega y amigo Francisco Carnese. Artículo publicado en Lmneuquen.


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