Había llegado al consultorio del psiquiatra no por una cuestión de salud, sino por una producción periodística.
En el diario me habían encomendado realizar una investigación sobre
exorcismos en la región y para lograr una buena doble página necesitaba
entrevistarme con todos los referentes religiosos posibles para contar
con testimonios y opiniones desde el lado espiritual y la fe y con un
psiquiatra para tener la visión de la medicina en un tema tan complejo
como el exorcismo.
Un viejo colega me había recordado que tal médico había trabajado
como perito en un resonante caso policial ocurrido mucho tiempo atrás en
el que se había mezclado el crimen, la religión y cuestiones vinculadas
con el exorcismo.
Por eso llamé al consultorio y luego de explicándole el motivo de mi
entrevista la secretaria me citó para un día determinado, no sin antes
aclararme que el médico en cuestión me recibiría una vez que terminara
de atender a todos los pacientes. Antes, no.
Ese día llegué al consultorio cuando promediaba la tarde y la sala de
espera estaba repleta de gente. Me presenté ante la secretaria y ésta
me pidió que aguardara con el resto de los pacientes.
La sala era amplia, con paredes blancas decoradas con pinturas y
varios diplomas del psiquiatra. El mobiliario estaba compuesto por un
semicírculo de sillas arrimadas contra la pared e interrumpidas por dos
mesitas ratonas con revistas viejas, además del escritorio en el que se
encontraba la secretaria. Varias luces empotradas en el techo, cálidas y
difusas, hacían que el lugar fuera realmente acogedor. No había música
ambiental, por lo que el silencio era interrumpido cada tanto, por una
tos, un estornudo o por la voz de la secretaria llamando a los
pacientes.
Me ubiqué de pie en un rincón porque las sillas estaban todas
ocupadas y me dediqué a mirar mis ocasionales compañeros de espera.
Había hombres y mujeres de edades diversas, aunque la mayoría
superaba ampliamente los 40 o 45 años. Algunos leían las revistas
viejas. Otros repasaban la composición de la sala de espera y miraban
sin mirar. Y también estaban los que -como yo- observábamos al resto de
los pacientes. Supongo que por curiosidad o para matar el tiempo.
No se en qué momento un hombre se me acercó y con tono muy amable me
pidió “permiso”, como intentando ocupar mi lugar. Extrañado, di un paso
hacia el costado y vi como el tipo corregía la ubicación de un cuadro
que estaba colgando de la pared. Era uno de los tantos diplomas del
médico. El hombre intentaba nivelarlo y lo corría, tomaba distancia y
luego volvía a corregir la ubicación. Sólo algunos pacientes le
prestaban atención. Uno era yo.
El hombre tendría unos 60 años o tal vez más. Era alto y delgado, de
pelo entrecano y entradas prominentes. Sus movimientos eran pausados y
estudiados.
Cuando el tipo logró el nivel que creía correcto comenzó a buscar con
la mirada la aprobación del resto de los presentes. Como nadie le decía
nada, cuando me miró a mí le sonreí levantando el dedo pulgar y el tipo
volvió a su silla satisfecho. “Está re loco”, pensé.
Interminable
Como una ley inexorable, siempre que uno quiere que el tiempo pase
rápido ocurre todo lo contrario. Después de media hora en la sala de
espera me parecía que había pasado una eternidad. Estaba aburrido,
ansioso por tener la entrevista con el psiquiatra, pero también
frustrado porque la sala de espera se despoblaba muy lentamente. Más de
lo que yo me imaginaba.
Decidí ocupar una de las sillas que había quedado vacía, me dirigí
hacia una de las mesitas ratonas a buscar una revista. Aunque fuera una
publicación vieja era suficiente como para entretenerme y para que el
tiempo pase más rápido.
Recién comenzaba a mirar la revista cuando de reojo noté que el
hombre que había estado acomodando los cuadros se había vuelto a
levantar y se ubicaba frente a una pintura con un marco rústico de
madera que reflejaba un jarrón con flores mustias. Una típica naturaleza
muerta.
Primero se paró a dos metros, la miró como midiéndola y con mucho
cuidado levantó una de las esquinas una y otra vez hasta que quedó
perfecta. Perfecta, según su criterio, porque para mí había quedado
torcida. Una vez más buscó mi aprobación con la mirada. Pero esta vez le
fruncí el seño como diciéndole que estaba mal, lo que le generó un
evidente malestar. El tipo volvió a mirar el cuadro, pero no lo
corrigió. Y luego se sentó serio mirándome cada tanto de reojo, como
enojado.
Así fueron pasando todos los pacientes una y otra vez. Del
consultorio salió una mujer con los ojos llorosos, otro hombre que
saludó al médico, a la secretaria y a todo el resto de la sala con un
sonoro “buenas tardes” y otros pacientes con distinto tipo de
expresiones. Algunas tristes, otras felices, otras raras.
Mientras tanto, el acomodador de los cuadros seguía practicando su
obsesión de pulcritud con cada pintura, retrato o diploma que había en
la pared. Lo hacía una y otra vez. Y como siempre me miraba buscando mi
aprobación. Y como casi siempre corregía el nivel, menos el del cuadro
de las flores, lo que a esa altura del partido, ya me había generado
cierto fastidio. ¿Por qué corregía todos menos el de las flores
mustias?.
Después del interminable desfile de personas, y casi una hora y media
de espera, finalmente quedamos el acomodador de cuadros, la secretaria y
yo. Me sentí bastante aliviado porque me encontraba a solo un paciente
de la entrevista con el médico y era cuestión de hacer un último
esfuerzo.
Pero hubo algo que me sorprendió: en un momento dado, la secretaria
tomó su abrigo, acomodó unos papeles del escritorio y se fue sin
demasiadas explicaciones más que un saludo seco y cortante.
Yo miré mi compañero de espera tratando de buscar alguna respuesta y el tipo me miró a mí como si estuviera todo normal.
En eso se abrió la puerta del consultorio y salió el médico. “¿Cippitelli…?”, dijo mirándome por debajo de los lentes.
“Sí, soy yo… pero él estaba antes…”, le contesté señalando con el dedo índice al acomodador de cuadros.
“Pase… no se preocupe. El es un amigo..”, me explicó mientras
extendía su brazo como mostrándome el camino. “En realidad es paciente,
pero con el tiempo nos hicimos amigos y cada tanto viene a charlar.
¿Quiere un café?”.
Le acepté el ofrecimiento aunque cuando noté que no hacía ningún
movimiento como para ir a buscar el café me imaginé quien sería el que
me lo serviría.
En efecto, a los cinco minutos se abrió la puerta y entró el tipo de
los cuadros, concentrado y predispuesto, con dos pocillos humeantes que
los dejó en el escritorio y se quedó parado a unos metros del médico y
de mí.
“Pregunte lo que quiera… lo escucho atentamente”, dijo el psiquiatra.
Durante una hora larga descargué todo el arsenal de preguntas que me
había llevado anotado para tratar de entender el exorcismo y que el
médico se encargó de responderlas pacientemente, inclusive mostrándome
algunos libros de una enorme biblioteca que tenía en la pared.
El amigo-paciente del psiquiatra, en tanto, escuchaba atentamente
sentado en un pequeño sillón apartado. Y cada tanto, se paraba frente a
un cuadro, lo miraba fijo, lo acomodaba y se volvía a sentar.
Hablamos de las interpretaciones de la Biblia, de Dios, de Lucifer,
de algunas patologías humanas, de la vida….Hablamos de todo hasta que
el tema no dio para más.
Satisfecho con mis apuntes y las grabaciones que había logrado, le
agradecí al médico el tiempo que me había dado y lo saludé con un
efusivo apretón de manos.
Ya que estaba, también me dirigí al acomodador de cuadros que había
presenciado toda la entrevista, lo saludé y le agradecí los cafés que
había servido con tanta amabilidad.
Dejé a los dos hombres charlando en el consultorio y me retiré. “Lo
único que le voy a pedir es que cierre la puerta cuando se vaya”, me
pidió el médico.
Atravesé la sala de espera solitaria y antes de dirigirme a la puerta
me quedé observando la pintura del jarrón con las flores mustias.
Estaba realmente torcida.
Por un momento estuve tentado en acercarme y corregirla, pero finalmente me abstuve.
No fuera cosa que justo en ese momento me sorprendiera el psiquiatra.
O peor aun, que se diera cuenta el acomodador de cuadros.
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