Bwinya había parido a su hijo en medio de la selva
congoleña, sin más conocimientos que el que manda el instinto de mujer y con la
ayuda de algunas aldeanas amigas. El parto había sido tan terrible y doloroso
que al momento de nacer la criatura le produjo un desgarro que le unió la
vagina y el ano en un solo conducto. El esfínter había desaparecido y con él la
posibilidad de controlar las necesidades que ahora atentaban contra su pudor y
ponían en riesgo su vida.
Bwinya, una refugiada ruandesa tutsi, sabía que la única
posibilidad de salvación era aquel campamento alejado de médicos extranjeros
que habían llegado hace poco. Por eso tomó coraje y se lanzó en una tortuosa
caminata de más de ocho horas en busca de ayuda.
Llegó exhausta y dolorida. No hizo falta que explicara nada.
Cuando la ginecóloga la vio, quedó impresionada por el tamaño de la herida y se
conmovió aún más cuando la paciente le contó que su mayor preocupación era que
no pudiera volver a quedar embarazada y que, por este motivo, su hombre la
rechazara. Tenía miedo de quedar relegada en su comunidad como mujer y esposa.
María Laura Vasilchin había llegado a Kalonge, República
Democrática del Congo, en una de las tantas misiones que realizó por el mundo
junto a la organización Médicos Sin Fronteras (MSF).
Nacida en Neuquén hace 36 años y criada en Allen, supo desde
que era una niña que su destino era la medicina. Se lo había dicho a sus padres
cuando apenas tenía 8 años. “Les decía que quería ser médica para ir a curar
enfermos a África”, recordó.
Luego de cursar sus estudios de medicina y de recibir el
título de ginecóloga y obstetra en la Universidad Favaloro, María Laura decidió
unirse a MSF para aportar sus conocimientos en aquellas tierras lejanas
dominadas por el hambre, la violencia y la miseria humana. Así fue que conoció
Liberia, Etiopía, el Congo, Haití, Afganistán y Palestina, donde atendió a
centenares de personas. Fue en esas tierras donde compartió el dolor de sus
pacientes, convivió con la pobreza y fue testigo de casos increíbles, esos que
nunca hubiese imaginado, como el de aquella pobre mujer que se había desgarrado
en el parto.
Después de esperar varios días, debido a las urgencias que
había que atender, María Laura habló con Bwinya y le dio la buena noticia. “Te
voy a operar hoy mismo”, le dijo. La mujer comprendió inmediatamente, aun sin
conocer el idioma.
Esa tarde, una cortina de agua se colgaba pesada sobre la
selva congoleña, inundando los pocos claros que se destacaban entre la
vegetación. El quirófano del campamento estaba listo, igual que el anestesista
que la asistiría en aquella delicada operación.
En medio del diluvio, María Laura unió músculos, cosió
carnes y reconstruyó órganos. Lo hizo de manera paciente y dedicada durante
varias horas. Por momentos se abstrajo de aquella postal irreal. Le costaba
creer que era ella la que estaba en medio de la selva, bajo un aguacero
despiadado, operando a una desdichada, cuyo destino dependía de su pericia y sus
conocimientos. Esa sensación ya la había sentido en otros momentos. Era algo
increíble y a la vez placentero.
Durante todos los años de trabajo comunitario, María Laura
aprendió a convivir con los vaivenes emocionales de su profesión. Sintió la
impotencia cuando no pudo hacer nada frente a la muerte, y tuvo la satisfacción
cuando logró salvar una vida. Más de una vez salió del dolor para pasar
inmediatamente a la alegría por aquellos triunfos insignificantes y enormes a
la vez. Y tuvo como el mejor reconocimiento la gratitud de esas personas, a las
que logró cambiarles la realidad y su calidad de vida. Aquellos que cuando la
cruzaban la saludaban efusivamente y le tiraban besos.
Eso fue lo que sucedió con esa mujer a la que operó
exitosamente durante aquel diluvio inolvidable. Después de varios días, Bwinya
evolucionó y volvió a su pueblo, feliz de tener la oportunidad de ser madre
otra vez, más allá de los riesgos propios de la realidad y su entorno.
María Laura se quedó en el campamento atendiendo urgencias y
ayudando a otros, como a lo largo de toda su carrera profesional. Lo hizo con
la convicción de que bien vale asumir riesgos para modificar la vida de una
persona. O aceptar sacrificios para intentar cambiar las sentencias que a veces
dicta el destino.
Descanso luego de las
misiones
Hace dos años que María Laura Vasilchin vive en la Argentina
y está alejada de las misiones humanitarias de la organización Médicos Sin
Fronteras, de las que fue parte durante casi toda su vida profesional.
Además de ejercer su profesión en la salud pública y privada
de Allen, se recibió de sexóloga, actividad que también comparte con la misma
dedicación y vocación.
¿Volver a África? “Es una posibilidad”, aseguró. Y dijo que
tal vez sea dentro de un par de años o cuando se jubile. La propia necesidad de
ayudar le dirá cuándo es el momento justo para iniciar una nueva aventura
solidaria.
(Publicado en el diario Lmneuquen)
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