viernes, 18 de septiembre de 2015

Arturo, el maestro que murió de ganas de enseñar



“Apure el paso don maestro; porque la cordillera se nos cierra”, dijo el baqueano, mientras taloneaba el caballo. La nieve golpeaba sin piedad y el viento les hacía estremecer el cuerpo en cada ráfaga helada.
Arturo Hansen tenía apenas 19 años y recién se había recibido de maestro normal en Viedma, allá por la década del 30. Sus padres lo habían incentivado para que cursara estudios superiores y dejara el taller de vehículos con el que vivía la familia. Su papá sostenía que la docencia era una profesión muy noble y constituiría un gran porvenir para su hijo.
Cuando obtuvo el título, el joven decidió que la mejor manera de honrar su profesión era haciendo patria en aquellos lugares de la Patagonia “donde nadie quería ir”. Y así fue que las autoridades de Educación lo destinaron finalmente como maestro rural en Epulafquen, un pequeño paraje perdido en el norte de la provincia de Neuquén.
Muy delgado, de ojos celestes y piel lechosa, producto de la genética heredada por sus antepasados dinamarqueses, Arturo nunca se hubiera imaginado que el viaje para su futura escuela sería una terrible aventura.
En Viedma le habían entregado el pasaje con destino a Zapala, pueblo que lo recibió con un viento helado y penetrante que casi lo tira al suelo.
Después de haber pasado la noche en el hotel de Doña Paca, Arturo reanudó su viaje hacia el norte, aunque esta vez no tuvo tanta suerte. Un camionero que rumbeaba hacia Chos Malal lo “levantó” y lo ubicó en la caja del vehículo, entre decenas de bártulos que se golpeaban unos contra otros. Tuvo que soportar el frío y el viento hasta el río Agrio, donde bajó el acompañante del conductor y por fin Arturo logró tener un lugar con más cobijo.
Cuando llegaron a Chos Malal era de noche, por lo que tuvieron que esperar en el pequeño habitáculo del camión -tapados con ponchos-, hasta el otro día para poder cruzar en la balsa.
Arturo tenía los pies helados y la tos casi no lo deja dormir. ¿Tanto frío podía hacer en Neuquén?
Al otro día, luego de cruzar el río, un maestro le consiguió un caballo para que siguiera camino hacia Andacollo. El paisaje era hermoso. Un conjunto de postales blancas de nieve, entre cerros y valles lo acompañó hasta que finalmente llegó al pueblo, donde fue recibido por maestros y lugareños.
Cuando vieron el estado en el que estaba el pobre maestro, débil, afiebrado y sin fuerzas, le recomendaron que hiciera reposo y que recién saliera rumbo a Epulfaquen cuando se sintiera mejor. Pero eran tantas las ganas de llegar y de encontrarse con la escuela y sus alumnos que apenas si pasó una noche y al otro día salió nuevamente a caballo en compañía de un baqueano.
“Apure el paso don maestro; porque la cordillera se nos cierra”, repitió su acompañante.
A paso firme y al trote cuando la geografía lo permitía, Arturo atravesó otra vez los cerros blancos entre vientos fríos y escarchilla. Los pies congelados en los estribos, las manos entumecidas aferradas a las riendas eran lo único que le permitía mantenerse en equilibrio. “Señor, no me abandones. . . Por lo menos que pueda llegar a mi escuela”, imploró una y otra vez mirando el cielo. Y el pedido se cumplió.
Al día siguiente, los jinetes llegaron a Epulafquen. La dueña de la pensión donde se alojaría le dio un tazón de café con caña para tratar de reanimarlo, pues quienes lo vieron dudaban que el pálido joven estuviera vivo. Así, Arturo durmió casi todo un día, arropado con todo lo que podía ponerse encima. El viaje había sido tremendo y su salud había quedado muy deteriorada.
Durante siete días, maestros y alumnos intercambiaron experiencias y aprendieron mutuamente. Los chicos, los principios básicos de la educación. Arturo, las costumbres y geografía de la zona. “¿Siempre nieva y hace tanto frío por acá?”, preguntaba una y otra vez. Los alumnos se reían. Para ellos era algo normal.
Cierta mañana Arturo se levantó con más fiebre que la ya acostumbrada y con un malestar general en todo su cuerpo. Sentía que la cabeza le pesaba como nunca y apenas si tenía ánimos para caminar. Pero no quiso faltar. Sabía que muchos chicos viajaban grandes distancias a caballo para poder ir a la escuela. Ese día volvió a nevar, y el viento sopló como nunca.
Con las pocas fuerzas que le quedaban, Arturo llegó a la escuela y comenzó a dar clases, pero en un momento dado, perdió el equilibrio y se desvaneció sobre el pupitre.
Los chicos salieron corriendo a pedir ayuda y varios minutos después un grupo de vecinos lo levantó en vilo para llevarlo a la cama.
Arturo nunca se recuperó y falleció siete días después. El frío, el viento y la crudeza de la cordillera le habían quitado la vida de a poco.
Con madera rústica le improvisaron un féretro y en un incipiente cementerio lo enterraron. Fue una ceremonia sencilla y triste a la que asistieron algunos pobladores y sus 16 alumnos.
Arturo Hansen fue uno de los tantos maestros rurales que de manera anónima hicieron patria en la Patagonia.
Hoy son pocos los que lo recuerdan por su nombre.
Sólo hablan del maestro flacucho, gringo y de ojos claros, que murió de ganas de enseñar.


Nota del autor: Los datos de la presente narración fueron extraídos del libro Perfiles Patagónicos, de Raúl Entraigas
Ilustración: Carlos Isola.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario