“Apure el paso don maestro; porque la
cordillera se nos cierra”, dijo el baqueano, mientras taloneaba el caballo. La
nieve golpeaba sin piedad y el viento les hacía estremecer el cuerpo en cada
ráfaga helada.
Arturo Hansen tenía apenas 19 años y
recién se había recibido de maestro normal en Viedma, allá por la década del
30. Sus padres lo habían incentivado para que cursara estudios superiores y
dejara el taller de vehículos con el que vivía la familia. Su papá sostenía que
la docencia era una profesión muy noble y constituiría un gran porvenir para su
hijo.
Cuando obtuvo el título, el joven
decidió que la mejor manera de honrar su profesión era haciendo patria en
aquellos lugares de la Patagonia “donde nadie quería ir”. Y así fue que las
autoridades de Educación lo destinaron finalmente como maestro rural en
Epulafquen, un pequeño paraje perdido en el norte de la provincia de Neuquén.
Muy delgado, de ojos celestes y piel
lechosa, producto de la genética heredada por sus antepasados dinamarqueses,
Arturo nunca se hubiera imaginado que el viaje para su futura escuela sería una
terrible aventura.
En Viedma le habían entregado el pasaje
con destino a Zapala, pueblo que lo recibió con un viento helado y penetrante
que casi lo tira al suelo.
Después de haber pasado la noche en el
hotel de Doña Paca, Arturo reanudó su viaje hacia el norte, aunque esta vez no
tuvo tanta suerte. Un camionero que rumbeaba hacia Chos Malal lo “levantó” y lo
ubicó en la caja del vehículo, entre decenas de bártulos que se golpeaban unos
contra otros. Tuvo que soportar el frío y el viento hasta el río Agrio, donde
bajó el acompañante del conductor y por fin Arturo logró tener un lugar con más
cobijo.
Cuando llegaron a Chos Malal era de
noche, por lo que tuvieron que esperar en el pequeño habitáculo del camión
-tapados con ponchos-, hasta el otro día para poder cruzar en la balsa.
Arturo tenía los pies helados y la tos
casi no lo deja dormir. ¿Tanto frío podía hacer en Neuquén?
Al otro día, luego de cruzar el río, un
maestro le consiguió un caballo para que siguiera camino hacia Andacollo. El
paisaje era hermoso. Un conjunto de postales blancas de nieve, entre cerros y
valles lo acompañó hasta que finalmente llegó al pueblo, donde fue recibido por
maestros y lugareños.
Cuando vieron el estado en el que estaba
el pobre maestro, débil, afiebrado y sin fuerzas, le recomendaron que hiciera
reposo y que recién saliera rumbo a Epulfaquen cuando se sintiera mejor. Pero
eran tantas las ganas de llegar y de encontrarse con la escuela y sus alumnos
que apenas si pasó una noche y al otro día salió nuevamente a caballo en
compañía de un baqueano.
“Apure el paso don maestro; porque la
cordillera se nos cierra”, repitió su acompañante.
A paso firme y al trote cuando la geografía
lo permitía, Arturo atravesó otra vez los cerros blancos entre vientos fríos y
escarchilla. Los pies congelados en los estribos, las manos entumecidas
aferradas a las riendas eran lo único que le permitía mantenerse en equilibrio.
“Señor, no me abandones. . . Por lo menos que pueda llegar a mi escuela”,
imploró una y otra vez mirando el cielo. Y el pedido se cumplió.
Al día siguiente, los jinetes llegaron a
Epulafquen. La dueña de la pensión donde se alojaría le dio un tazón de café
con caña para tratar de reanimarlo, pues quienes lo vieron dudaban que el
pálido joven estuviera vivo. Así, Arturo durmió casi todo un día, arropado con
todo lo que podía ponerse encima. El viaje había sido tremendo y su salud había
quedado muy deteriorada.
Durante siete días, maestros y alumnos
intercambiaron experiencias y aprendieron mutuamente. Los chicos, los
principios básicos de la educación. Arturo, las costumbres y geografía de la
zona. “¿Siempre nieva y hace tanto frío por acá?”, preguntaba una y otra vez.
Los alumnos se reían. Para ellos era algo normal.
Cierta mañana Arturo se levantó con más
fiebre que la ya acostumbrada y con un malestar general en todo su cuerpo.
Sentía que la cabeza le pesaba como nunca y apenas si tenía ánimos para
caminar. Pero no quiso faltar. Sabía que muchos chicos viajaban grandes
distancias a caballo para poder ir a la escuela. Ese día volvió a nevar, y el
viento sopló como nunca.
Con las pocas fuerzas que le quedaban,
Arturo llegó a la escuela y comenzó a dar clases, pero en un momento dado,
perdió el equilibrio y se desvaneció sobre el pupitre.
Los chicos salieron corriendo a pedir
ayuda y varios minutos después un grupo de vecinos lo levantó en vilo para
llevarlo a la cama.
Arturo nunca se recuperó y falleció
siete días después. El frío, el viento y la crudeza de la cordillera le habían
quitado la vida de a poco.
Con madera rústica le improvisaron un
féretro y en un incipiente cementerio lo enterraron. Fue una ceremonia sencilla
y triste a la que asistieron algunos pobladores y sus 16 alumnos.
Arturo Hansen fue uno de los tantos
maestros rurales que de manera anónima hicieron patria en la Patagonia.
Hoy son pocos los que lo recuerdan por
su nombre.
Sólo hablan del maestro flacucho, gringo
y de ojos claros, que murió de ganas de enseñar.
Nota del autor: Los datos de la
presente narración fueron extraídos del libro Perfiles Patagónicos, de Raúl
Entraigas
Ilustración: Carlos Isola.
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