El juez se paró frente al enorme paredón y quedó hechizado
por la belleza. Era conmovedor ver cómo los chorros de agua brotaban de ese
enorme muro de piedras de basalto ennegrecido.
A fines del siglo XIX, Marcos Soza había asumido como juez
del territorio neuquino y había viajado hasta el lugar para ratificar lo que
todos le contaban acerca de este lugar de fascinantes cascadas que formaban un
arroyo y desembocaban en el río Nahueve.
El silencio de la montaña sólo permitía escuchar el ruido
del agua proveniente de las cumbres nevadas y filtrada a través de la pared de
material volcánico que caía insistentemente de manera pura y cristalina.
Al lado del juez, estaba Atilio Ramírez, un poblador de la
zona, que miraba el paisaje y cada tanto dirigía sus ojos al magistrado que
seguía como si estuviera bajo un trance profundo. El paisano había visto mil
veces el lugar y por eso se sorprendía de la actitud del hombre que cerraba los
ojos cada tanto, tomaba aire fresco y dejaba que el sol del norte lo
acariciara.
“Don juez…”, le dijo tímidamente. Pero... nada. Soza seguía
extasiado.
“Don juez”, insistió tocándole el hombro.
Soza salió por un momento de su sueño y giró la cabeza hacia
el paisano.
“Con el Mauro y don Jaramillo estuvimos pensando su idea de
cambiar el nombre…. Pero a nosotros nos gusta así como está”, dijo con un poco
de vergüenza.
Varios metros atrás del lugareño había dos paisanos que los
miraban de lejos. Eran pobladores de la zona que lo habían enviado a su amigo
para que tratara de convencerlo al juez de que no le cambie el nombre a las
cascadas. Ambos esperaban con ansiedad el final de la negociación.
“Mire Ramírez… -dijo Soza con un poco de fastidio- Ya lo
hablamos al tema…”.
Y prosiguió: “Mire esa pared Ramírez…. Mire el cielo… mire
lo que es esa vista… ¿cómo calificaría esa vista Ramírez”, preguntó señalándole
las piedras y los chorros de agua que caían a borbotones.
“Bonita”, contestó el paisano.
“¡Bella!, corrigió el juez. “Y si la vista es bella ¿¡por
qué no le podemos llamar Bella Vista en vez de ese nombre grosero y soez?!”,
dijo con tono enérgico.
Ramírez se dio vuelta y camino unos 100 metros para
encontrarse nuevamente con los dos amigos que esperaban ansiosos las
negociaciones de su emisario.
“Me dijo que si la vista es bella se tiene que llamar Bella
Vista y que el otro nombre es soez y no se cuanto”, les explicó contrariado.
“¿Y qué es soez?, preguntó el Mauro. Los otros se quedaron
callados.
“¿Y le dijiste lo de los chorritos?, preguntó Jaramillo. “¡Andá
y decile lo de los chorritos, pué!”, le ordenó casi empujándolo.
Ramírez caminó nuevamente hasta donde estaba el juez que
había vuelto a contemplar serenamente la cascada.
“Don juez….”, dijo tocándole un brazo.
“¡Otra vez Ramírez…!”, contestó fastidiado el magistrado.
“Yo no se si se lo había dicho lo de los chorritos…”,
intentó explicar con voz finita y casi imperceptible. Soza lo interrumpió.
“Sí, me dijo lo de los chorritos, pero imagínese el día de
mañana, Ramírez… dentro de muchos, pero muuuuuchos años. Va a venir gente de
todos lados a ver este maravilla y cuando se enteren de cómo se llama el lugar
¡se van a querer volver Ramírez!”, le explicó tratando de contener la calma. Y lo
acompaño con un abrazo por el hombro: “Vaya con sus amigos tranquilo y dígales que
todo va a salir bien, créame”.
La cuestión es que Atilio y sus amigos se fueron sin
comprender la postura del juez, que para ellos era un capricho.
El magistrado volvió a Chos Malal apurado para asentar en
los libros de la gobernación el nuevo nombre del paraje.
Desde entonces y hasta la actualidad, ese hermoso lugar del
norte neuquino se llama oficialmente Bella Vista y es admirado y visitado por
gente de todo el país y el mundo.
Los descendientes de aquellos lugareños también lo admiran. Pero, fieles
a sus tradiciones, prefieren llamar a las enormes piedras que tiran chorros de
agua de la misma manera que lo hicieron sus antepasados: Fueron son y serán “Las
Meonas”. Aunque los mapas y los gobiernos digan lo contrario.
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